viernes, 11 de septiembre de 2009

Escobas

El proyéctil se construía fácilmente. Bastaba con una goma elástica y un papel que doblabas meticulosamente hasta convertirlo en una ele dura y compacta. Luego, después de afianzar la goma entre el índice y el pulgar, lo encajabas en el centro y lo lanzabas como una flecha sobre tu objetivo: solían ser coches que pasaban por la calle y al chocar con la carrocería producían un chasquido de mil demonios. Los conductores se detenían en seco y algunos se bajaban para llamarnos de todo. A cierta edad abandonamos esos juegos, pero una tarde sorprendí a un clan de golfillos arrojando los “tacos” en el interior de una casa de planta baja. Estuve por unirme a ellos, pero de repente, armada con una escoba y una furia maligna, vi salir a una vieja con una escoba, insultando y amenazando al grupo de gamberros. Me quedé allí petrificado, mientras los asaltantes desaparecían y la vieja, que tenía por pelo una crin polvorienta y enmarañada, empezó a correr hacia mí. Yo ya era un muchacho talludito, estaba allí de testigo accidental, pero alertado por sus gritos corrí de tal modo que tocaba el culo con los pies. La escoba me rozó los talones y me recorrió un relámpago de terror. Por el rabillo del ojo, entre las risas de dos obreros que atravesaban la plaza, juro que me pareció ver a aquella arpía volando sobre su escoba.

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