Resulta duro comerse algo con nombre, como aquel gallo que nos clavaba pico y espolones cuando mi hermana y yo íbamos al pueblo y al que al final, lamentándolo profundamente, mi abuela María colocó entre sus faldas y le pegó un tajo a la altura de la cerviz, aplacando el revuelo histérico de sus alones color fuego mientras se desangraba lentamente. Era un gallo soberbio, de plumaje incandescente, que se paseaba como un emperador ocioso por el corral y montaba a su corte de gallinas con un frenesí de semental infalible. Antes de eso yo me había acostumbrado a arrojar cigarras a sus odaliscas, que se abalanzaban como posesas sobre su carne verde, como viudas repulsivas y hambrientas, cada una con un pedazo en el pico, a ver cómo iba a querer yo luego comerme sus huevos, que no sé si habrán dado cuenta, por muy fritos que estén, no dejan de salir precisamente del culo de las gallinas.
En la infancia de los veranos caniculares, yo vagaba con mi carabina asesinando pardales en compañía de mi primo Manolo y al atardecer llegaba a casa con un manojo de pájaros al cinto, que mi madre desplumaba con pericia y que luego nos comíamos con un lienzo de arroz en cazuelas de barro. A veces los esperaba cuando llevaban insectos a sus polluelos y los abatía en el momento de entrar al nido, convirtiéndome, sin saberlo, en un personaje infantil y siniestro de “El señor de las moscas”. Siendo ya cadete, y con una escopeta en las manos, segué la vida de urracas, lechuzas, perdices y conejos, y en una ocasión, también con Manolo, me entregué a un festín de sangre, disparando balines a una familia de ratas de agua, que salían de la charca lanzando gritos despavoridos, heridas en los flancos o la cabeza, o flotando con el acero incrustrado en sus tripas sobre el verde tierno de los juncos.
Muchos años después leería una frase de Brecht, esa que dice que es muy fácil matar a un gusano, pero resulta imposible crear uno, y recordé aquella época en la que arrojaba saltamontes vivos a los hormigueros con una mezcla de incredulidad y repulsión.
Si tuviese una máquina del tiempo, volvería con un látigo a lacerar el culo rechoncho de aquel matarife de ratones y polluelos y es posible que conservase en mis nalgas los verdugones de esa justicia tardía.
A uno no le queda más remedio que aceptar sus miserias de pubertad, por tremendas y atroces que le parezcan.
Ahora me fascinan los pájaros, sus costumbres, sus cortejos nupciales. Puedo pasarme horas observando sus vidas, o viendo correr a un conejo sin sentir la necesidad de descerrajarle un tiro. También es cierto que, cuando veo una cabritilla o un potro de semanas, me los imagino convertidos en chuletas, asados a la estaca, o salseados con orégano sobre una gran fuente de loza blanca.
En la infancia de los veranos caniculares, yo vagaba con mi carabina asesinando pardales en compañía de mi primo Manolo y al atardecer llegaba a casa con un manojo de pájaros al cinto, que mi madre desplumaba con pericia y que luego nos comíamos con un lienzo de arroz en cazuelas de barro. A veces los esperaba cuando llevaban insectos a sus polluelos y los abatía en el momento de entrar al nido, convirtiéndome, sin saberlo, en un personaje infantil y siniestro de “El señor de las moscas”. Siendo ya cadete, y con una escopeta en las manos, segué la vida de urracas, lechuzas, perdices y conejos, y en una ocasión, también con Manolo, me entregué a un festín de sangre, disparando balines a una familia de ratas de agua, que salían de la charca lanzando gritos despavoridos, heridas en los flancos o la cabeza, o flotando con el acero incrustrado en sus tripas sobre el verde tierno de los juncos.
Muchos años después leería una frase de Brecht, esa que dice que es muy fácil matar a un gusano, pero resulta imposible crear uno, y recordé aquella época en la que arrojaba saltamontes vivos a los hormigueros con una mezcla de incredulidad y repulsión.
Si tuviese una máquina del tiempo, volvería con un látigo a lacerar el culo rechoncho de aquel matarife de ratones y polluelos y es posible que conservase en mis nalgas los verdugones de esa justicia tardía.
A uno no le queda más remedio que aceptar sus miserias de pubertad, por tremendas y atroces que le parezcan.
Ahora me fascinan los pájaros, sus costumbres, sus cortejos nupciales. Puedo pasarme horas observando sus vidas, o viendo correr a un conejo sin sentir la necesidad de descerrajarle un tiro. También es cierto que, cuando veo una cabritilla o un potro de semanas, me los imagino convertidos en chuletas, asados a la estaca, o salseados con orégano sobre una gran fuente de loza blanca.
Si yo tuviera q matar la carne q como, estoy segura de q sería vegetariana. Y yo también no me he comido algún animal amigo: esa coneja negra q sólo no me pateaba a mi, el corderillo q mi cuñada pequeña alimentó a biberon hasta q supo hacerlo por su cuenta, el ternerico de mi prima q me lamió la mano con su lengua rasposa... No. Si tienen nombre, si han sido amigos, no me los puedo comer.
ResponderEliminarDuro, salvaje, primitivo...
ResponderEliminarPero todo bicho que camina, va a parar al asador.
O al estofado.
Pues yo confieso que de pequeña contemplaba entre fascinada y acojonailla, como mi abuela le retorcia el cuello a los pollos, y mi abuelo les daba un golpe certero en la nuca a los conejos, y tenía un sentimiento hacia ellos absolutamente contradictorio, porque no sabía si odiarlos por semejante atrocidad, o envidiarlos por la puntería y la valentía que demostraban no soltando al bicho cuando empezaba con esos movimientos espasmódicos. No fallaban ni una, al primer golpe, directos al cielo de los bichos.
ResponderEliminarEse sentimiento contradictorio se me olvidaba rápido, y también olvidaba que había asistido a la ejecución y el funeral del pobre animalico. Nada más que me lo ponían en el plato guisado por mi abuela, que era una estupenda cocinera, se acabaron las penas. Y parecia yo tan buenecica y tan fragíl, pues nada, mano de santo, comerlo y como si no lo hubiera conocido nunca. Práctica,y algo asilvestrada que era una.
Ya veo que nuestros genes carnívoros son insustituibles compañeros de viaje, ja, ja
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