Mi madre me castigó sin salir durante un mes. Había una cantera detrás del colegio donde sólo acudían los golfos y los temerarios (no necesariamente por ese orden ni prioridad). Según contaban, allí se habían suicidado dos hombres y el hijo de Venancio, el dueño de la tienda de ultramarinos, había estado a punto de despeñarse por caminar por el filo de las sus piedras calizas con unas alpargatas sin suela. Las madres nos tenían prohibido rondar semejante lugar. Pero para nosotros estaba lleno de rincones misteriosos, como la Roca del Diablo, un sendero suspendido en el abismo y tan estrecho como aquellos que sorteaba Tarzán para salir de la jungla, mientras a su alrededor, incapaces de conservar el equilibrio, caían entre alaridos los negros que llevaban los bultos y equipajes de los insensibles exploradores blancos. En realidad, yo nunca había deambulado por la cantera, pero una vecina chismosa le insinuó a mi madre que me habían visto con otros insensatos y la sanción cayó sobre mí con una severidad ejemplar. Me levantaron el castigo la Noche de San Juan, pero para entonces era ya demasiado tarde: me había perdido los prolegómenos de la organización y no había podido aportar ni un triste madero. La hoguera, por tanto, no me pertenecía y sólo se podían acercar a ella aquellos que, en actos furtivos y denodados, habían conseguido acumular todo tipo de enseres y tablones para alimentar el fuego. Alguien me dijo que me largara y, tras empujarme, caí sobre el hueso de la risa, creo que se trata del sacro, provocándome un dolor insufrible que se me quedó clavado en la base del culo durante horas. Me fui humillado y sollozante, maldiciendo los temores maternos y deseando que una tormenta súbita apagara las llamas. Estas lamían la noche con furia, arrojando cenizas al cielo como trapos aventados y negros. Imaginé las sombras proyectadas en la cantera y entonces, por un instante, imaginé que era la boca del infierno y que todos los que allí celebraban la noche mágica acabarían atraídos por su sima maléfica, rodando como sonámbulos entre las rocas, despellejándose las rodillas y los cráneos, aullando como los negros de las películas de Tarzán mientras se despeñaban por las barrancas. No ocurrió nada semejante. Eso sí, a la mañana siguiente me pareció que el aire que entraba por la ventana venía impregnado de un aroma de azufre.
lunes, 10 de mayo de 2010
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