Nos habituamos a ver la ceniza sobre las hojas, las lombrices, los caracoles del jardín. Caía con una suavidad de pequeños harapos, huidiza y morosa. Caía sorda y lánguidamente sobre las pizarras, sobre la colina, sobre el lecho turbio del río. Nuestros padres la llevaban sobre los hombros y se la sacudían en el umbral. Mamá decía que era como la nieve prematura que tapa los campos en otoño. Lo decía mientras separaba los visillos almidonados de su cocina. A veces las bolas de ceniza se ensanchaban y cubrían el sol. Cuando hacía viento zigzagueaban enloquecidas y nosotros jugábamos con ellas. Igual que las batallas de almohadas que celebrábamos en el desván. Un día madrugué mucho y fui con mi padre a la fábrica. Yo cabeceaba por el sueño y el cielo me parecía de papel. Después de cruzar la aldea, llegamos a las alambradas. No sé por qué me impresionó tanto aquel campo, sus bocetos helados de maleza. Había niños como yo, pero tenían la cabeza pelada. También hombres con un casco negro sobre los ojos. Los perros ladraban. Los barracones eran de una madera que tenía el color del regaliz. A la entrada, sobre un arco de hierro forjado, había una leyenda: “Arbeit macht frei”, El trabajo os hace libres.
martes, 15 de noviembre de 2011
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Caramba, contundente como un puñetazo. De realismo mágico a realismo puro y duro.
ResponderEliminarUn saludo.
Un saludo muy cordial, Xosé...y gracias por tu comentario!
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