lunes, 21 de diciembre de 2009

Diluvio

En verano me tocaba echar una mano en las tareas de la labranza, pastorear, hacer presas, limpiar el corral, ir a la hierba. Aquella tarde teníamos que hacer pacas en un prado que estaba lejos de casa y en el horizonte empezaron a dibujarse unas sospechosas nubes color añil. Comenté a los demás lo que presagiaba el cielo, pero no me hicieron ni caso. De repente se levantó un viento con aire de buscavidas, que hizo estremecer la fila de chopos que costeaba el río. Era la señal evidente de que la tormenta se aproximaba, golpeando la puerta antes de entrar. Las primeras gotas, gruesas como salivazos, empezaron a rebotar sobre la hierba, igual que un pentagrama de renacuajos dementes. A los pocos minutos, el viento agitaba las copas y la lluvia, fría y prieta, nos acribillaba en medio de la campa. La tormenta se desató con una furia diabólica en un puñado de segundos. Esferas blancas como canicas batían la tierra y resonaban en la chapa del tractor. Clonc, clonc, clonc. Salí de allí como un poseso, maldiciendo a todos los que se quedaban detrás de mí. No me detuve a socorrer a los ancianos; tampoco sé el tiempo que estuve corriendo, pero sí que en mi itinerario sorteé alambradas, tropecé con piedras y me zambullí en charcos negros y profundos. Llegué a casa empapado como una bayeta. Un río de agua me bajaba desde la nuca hasta la raja del culo. Entré en el baño, me quedé en pelota picada y cogí una toalla enorme. Estaba extenuado, colérico, me parecía que el trabajo de haber ido aquella tarde hasta la finca había sido una memez. Según me frotaba iba entrando en calor y empecé a pensar que seguramente nunca me volvería a mojar de aquel modo, como si hubiese atravesado trincheras en medio de un diluvio de sapos reventados. Me reí de mí mismo. En el espejo me brillaba el pelo y me crecía una enorme erección. Sobre la casa y el jardín seguía desplomándose una cascada rabiosa, brochazos de agua y granizo, malvas y lirios arrancados de cuajo. Una hora después cesó todo y del fondo de la tierra, fragante y carnal, subió una lujuria de hembras en celo.
Creo que al final no me ha salido un relato navideño.

martes, 15 de diciembre de 2009

Los Dalton

Hubo una época de mi vida en que, agotadas las exiguas reservas de novedades en la biblioteca municipal e impulsado por mi escasez de recursos, me dediqué a robar libros de forma metódica y masiva. Quedaba con un amigo a la entrada de unos grandes almacenes y, después de mirarnos a los ojos como dos tipos que fueran a asaltar un banco (ya saben: Dillinger y sus secuaces), nos dirigíamos cada uno por su lado a la sección de libros, del modo más anodino y sigiloso posible. Una vez allí, nos hacíamos los encontradizos, ¿hombre, Pepe, cómo por aquí?, y entre saludos y abrazos, nos pasábamos los objetos que habíamos ido a buscar. Más adelante, perfeccionamos la técnica (llegábamos a representar auténticas funciones teatrales antes las mismísimas narices de los vendedores) y la táctica – aprendimos que el éxito pasa más por la sencillez que por los planes complejos -, hasta el punto de que, concluido el día, subíamos al bus de retorno con bolsas cargadas de libros. Fue así como trabé relación con tipos como Melville, Calvino, Nabokov, Joyce (llegué a chorizar el Ulyses), Yeats o Jesús Fernández Santos. No diré que fueron lecturas insuperables, pero sí que, al igual que esas manzanas que robamos de un árbol ajeno, me supieron mejor. Naturalmente, y dado que esto se publica en un medio público, para no suscitar suspicacias o incluso acciones justicieras de algún blogero aficionado a la captura de tipos fichados por el FBI, quisiera agregar que lo expresado anteriormente también pudo ser fruto de un sueño de juventud.

domingo, 13 de diciembre de 2009

La nostalgia del nómada

Puse mis pies en León siendo un crío, recién casado, sin trabajo, a punto de ser padre, con una mano detrás y otra en la espalda, como se suele decir, y el primer día que paseaba solo por su avenida principal vi un rótulo luminoso que marcaba diez grados bajo cero y en ese momento, no sé si por haber leído recientemente Dr. Zivago, o por un ataque de pavor, estuve a punto de meterme en una cabina y pedirle a mis padres que viniesen con urgencia a sacarme de allí. Contuve el aliento, a pesar de todo (no era muy difícil, se quedaba congelado nada más salir de la boca), y regresé a casa a golpe de calcetín, porque no tenía dinero para el bono del autobús o había que ahorrarlo para pagar el carbón o la cuna del futuro retoño. Esta ciudad mojigata y burguesa me parece ahora menos gélida, no sé si por el cambio climático o porque voy embutido en abrigos más gruesos, pero lo cierto es que lleva uno soportados demasiados inviernos, que sus gentes son – con las hermosas, memorables excepciones de siempre – de carácter más bien hosco y atrabiliario, y que, dado lo rápido que pasa la vida, los sueños de juventud, esos que centelleaban bajo la luz de otras ciudades, en pensiones y balnearios novelescos, en islas de arenas doradas, deberán tener, antes de que me vuelva a sorprender otro termómetro diabólico en una esquina, su momento y su oportunidad. Porque hay un sentimiento que me sigue invadiendo con contumacia, después de tantos domingos helados y soñolientos: los espacios que me siguen seduciendo de las ciudades de mi vida, son esas encrucijadas vacías y fronterizas que te conducen a sitios desconocidos.

jueves, 10 de diciembre de 2009

La foto

Hay una foto con un marco de madera azul en la habitación en la que nací donde se me ve vestido con un jersey de lana y pantalón corto, apretando los puños con una tensión inconmovible. Si te fijas bien, puedes apreciar el lazo de un dulce asomando junto al pulgar y los hoyuelos de los nudillos hundidos en un dorso tierno y blanco. La fragilidad de esas manitas es palpable, pero ninguna fuerza humana podría lograr abrirlas para arrebatar a su dueño el obsequio que llevan.
Las manos de los niños que esconden golosinas son los tesoros del tiempo. Luego, cuando crezcan y se llenen de pelos y callosidades, serán capaces de partir nueces con facilidad, pero nunca volverán a comprimir con esa fuerza la maravilla que sólo ellos conocen. Las apretarán personas de confianza, las apresarán con esposas humillantes, las perfumarán, las amputarán, harán de sus dueños rufianes de baja estofa o personas respetables. Robarán, maltratarán, acariciarán, cogerán lápices y astrolabios, subirán por escalas imposibles o capturarán una mosca en pleno vuelo. Pero jamás tendrán, ni al abrirse ni al cerrarse, el misterio de aquella foto. Siempre he deseado tener manos más viriles, o afiladas como los dedos de un compositor: suelo mirarlas con embeleso, renegando de las mías, femeninas y pequeñas. A veces pienso que siguen apretando aquella golosina que me regaló una mujer desconocida, mientras mi padre hablaba de sus cosas con el señor de la cámara. Y a veces me da por pensar, sin ningún motivo, que nunca acabaron de crecer.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Trabajo

Durante muchos años anduve trabajando por el campo, eso que ahora llaman pomposamente medio rural, en tareas de desarrollo social, otro nombre pomposo, lo que me llevó a convivir con personajes casi en vías de extinción, esos que durante siglos han sustentado en los pueblos una autoridad caciquil y desde luego incuestionable: en mi caso, un grupito integrado por el secretario municipal, el alcalde, el director de las escuelas y el médico. Con todos trataba de llevarme bien, pues al fin y al cabo yo concitaba demasiados atributos sospechosos (era joven, extranjero y encima de ciudad) como para asumir protagonismos o ideas intempestivas. Especialmente me veía obligado a simpatizar con el señor alcalde, un hombre bregado y entrado en años, de socarronería proverbial y al que, hablando en plata, le importaban un pimiento mis actividades. Políticos he conocido muchos a lo largo de mi vida, algunos, incluso, y a pesar de ser unos corruptos, han acabado desempeñando cargos poderosos o bien remunerados, y en general – siempre hay excepciones - puedo afirmar sin temor a equivocarme que son el argumento más sólido que un ciudadano honrado o una persona en sus cabales puede utilizar para poner a parir a la democracia. Aquel, al menos, no tenía ínfulas excesivas y se limitaba a seguir lealmente las consignas de su líder y a mirarme a mí como a un piojo desterrado. Como dije, no obstante, y dado que mis magros ingresos – y de que continuase en el programa – dependían de su opinión ante mis jefes, hacía lo posible porque aquel desdén no acabara convirtiéndose en un animoso desprecio (en otras palabras, que le hacía la pelota constantemente).
No llegué a enemistarme con él, aunque sentí una especie de alivio (no sabía que iría a conocer a otro peor) cuando por fin saqué mis huesos de aquel secarral salido de un cuento de Juan Rulfo.
Un buen día, hace bastantes años, lo vi en uno de esos hoteles enormes y horrorosos donde se celebran simultáneamente bodas y bautizos (algún hostelero sin escrúpulos y visión de negocio, debería incluir en el futuro los sepelios) y cuando me acerqué para saludarlo, me di cuenta de que no me reconocía. Lo atribuí inicialmente al sopor de la pitanza y los vapores etílicos, pero después de insistirle y darle todo tipo de detalles, siguió mirándome como a un extraño. El caso es que nos abrazamos y él me sonrió atolondradamente, y en aquella sonrisa un poco desmañada, distinguí el temblor de su enfermedad.
Me fui a mi asiento con el rostro lleno de sombras y cuando me preguntaron por qué estaba tan serio (algún pariente beodo), me limité a encender un cigarrillo y a rechazar la copa de cava. Ahora pienso que incluso los enemigos más enconados acaban por ser cuñas en la madera desgastada de nuestra vida y que, paradójicamente, es posible que tampoco deseemos que se desvanezcan para siempre de nuestra memoria.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Te despertabas por la mañana un domingo

Te despertabas por la mañana un domingo, milagrosamente solo, con la casa a tu merced y después de localizar debajo de la cama alguna revista porno (si es que tu madre, en su afán higiénico-moralista, no las había requisado) y limpiar el organismo de impurezas, te dirigías a la cocina con una sonrisa bobalicona, rascándote la espalda con la fuerza de un escorpión, bostezando como si lo que sucedía al otro lado de una ventana cubierta de niebla – el odio, la mediocridad, el histerismo, la rutina – te importara un bledo y tú fueses el único ser del planeta con el derecho a cultivar la pereza en su estado más puro. Llegabas, después de orinar, eructar y darte una ducha vaporosa y prolongada, a una cocina de azulejos pintados y allí, sin preocuparte por el orden doméstico, buscabas un cojín para tu silla y te empleabas a fondo en elaborar un desayuno suntuoso y abundante. Tostadas, mantequilla, mermelada de arándanos, zumo de naranja, un trozo de queso intacto en medio de la nevera. Eran las once cuando te estirabas como un león después de haberse devorado una cebra y rodeado de migas chamuscadas y mondas exprimidas, decidías que a lo mejor era un buen momento para llamarla, aunque seguramente ella aún estuviese en la piltra y maldijese tu costumbre de madrugar cuando te despertabas solo en casa. A veces lo hacías y otras no. A veces te quedabas escuchando una canción que en ese momento sonaba en la radio (por ejemplo el Wish You Were Here, de Pink Floyd), y entonces pensabas que a pesar de todo en el mundo existía cierto equilibrio, que la belleza dormía también en una mañana de domingo invernal, mientras tú, a tus diecisiete años, sólo soñabas con chicas que dormían mucho y jugosas rebanadas de pan con mantequilla.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Cicatrices

Te partes el húmero bajando sobre una pértiga por una ladera llena de abedules y no sabes que esa fractura, muchos años después (aunque en ese momento te la tapicen con la masa fría y pegajosa de una gran escayola), se convertirá en un estigma perpetuo, en el foco de un dolor difuso pero ingobernable, vagamente relacionado con crisis reumáticas e isobaras clandestinas. Tampoco sabes (paseas por la pubertad, qué coño vas a saber) que todas tus heridas y cicatrices, grandes y pequeñas (no invoquemos las del corazón), serán las que construyan tu verdadera identidad, la que solidifica el hueso con la memoria (osificación nemotécnica, podríamos llamarla), la uña con la imagen, el paso del tiempo (tu vejez) con el rito doméstico de arrancarte los padrastros y suspirar a hurtadillas. El cuerpo acaba venciendo en toda su magnitud, sin violencia ni estridencias, pero con una parsimonia tan astuta como demoledora: vas siendo, sí, a pesar de los afeites y los potingues, tu espalda encorvada, los pies amarillentos, las fosas nasales tupidas, la potestad de la grasa, el iris oscuro de las mentiras y los fracasos. Como si un Mr. Scroog o una Srta. Rotenmeier esperasen pacientemente el momento en que las polillas acudiesen a saquear tus sábanas y a devorar los manteles blancos de tu lejana juventud. Pero queda la resistencia: sea como sea, esas mujeres rejuvenecidas con botox y esos tipos que caminan en verano con tangas ajustados siguen mereciendo todo mi desprecio.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Ganas de ser feliz

Te vas haciendo viejo y descubres que nunca serás feliz. Pero no por un pálpito de lucidez mezquina o un paseo por tu memoria llena de sinsabores, sino porque la felicidad, hermanos, radica exclusivamente en los sueños que rozas, que percibes y que, tal vez, sólo se cumplen a veces: los preparativos del viaje, el amanecer del primer día de la vendimia, las caricias que preceden al amor, las semillas, el nacimiento de tu hija, la transición de las estaciones, el momento antes de que tu hija se suba a una duna enana y moje por primera vez los pies en el mar. Y también creo que está en el silencio, el humor y ciertas lágrimas.