martes, 21 de septiembre de 2010

Aprendiz de brujo

A veces encuentro alguna cosa que escribí siendo joven y me parece endemoniadamente mala. Pomposa, risible, mediocre hasta la exasperación. Siempre he admirado a esos autores precoces que conseguían redactar en su juventud obras que frisaban la maestría. Como Truman Capote, por ejemplo, que a los diecisiete años ya trabajaba para el New Yorker. A esa edad yo me hacía pajas como un mono y me pasaba el tiempo leyendo en la cama. Absorbía cada frase que leía, pero cada vez que intentaba imitar aquel estilo reluciente sólo me salía un churro. Abría botellas de vino, pensando que la embriaguez haría florecer en mis dedos las yemas de la inspiración. Aparte de unas migrañas pegajosas, nunca conseguí construir un relato memorable. Por eso me da rubor confesar que no publiqué mi primera novela hasta los cuarenta y cinco años. A esa edad, la mitad de los romanos que soportaron a Nerón estaban criando malvas. Y los que habían sobrevivido a la peste, paseaban sus huesos podridos en la Baja Edad Media. Esta época, por lo demás, en la que los hijos de Fleming han logrado que estiremos la pata más tarde, denigra y aborrece la longevidad. Nunca fue más hermoso ser joven, sobre todo si te ganas la vida como escritor. Llegados a este punto, me pregunto qué hago juntando palabras para ustedes. Tal vez no tenga otro remedio, sobre todo si asumo que ya no puedo hacerme tantas pajas. Ese es otro lastre de la madurez, aunque empuñemos la pluma con más destreza. Pero dejémonos de símiles pseudoeróticos. Leo con envidia ciertos blogs escritos por adolescentes y pienso que no merece la pena seguir. A pesar de todo, puede que a causa de que ahora bebo menos vino pero de mejor calidad, estoy persuadido de que aún seré capaz de parir una obra maestra. Aunque acabe arrojándola, con una lira vetusta en la mano, en una hoguera de llamas azules.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Con Dios

En Babia hay un párroco que declama las misas en veinte minutos. Veinte minutos cronometrados, incluyendo credo, liturgia y homilía. La facción más beata de su grey sale algo enfurruñada, persuadida de que, desahuciado el latín, le han robado la fe y la cartera. Sin embargo, en estos tiempos donde uno pone el telediario y no sabe cuándo acaba, a mí me parece un cura ejemplar. No diré que despierta pasiones, pero sí que recita salmos hermosos. Palabras antiguas resonando en el templo. Para un agnóstico como yo, esas parábolas mezcladas con incienso poseen una belleza salomónica. Lo cierto es que este cura lacónico, que con el tiempo se ha vuelto algo desabrido, también es capaz de prestar su voz a misas plúmbeas y agotadoras. Suelen coincidir con las fiestas patronales y con el hecho de que, atraídos por la romería, los fieles se congregan a centenares. A esas misas vernáculas esos fieles, de todas las edades y condiciones, acuden a pie con una vela en la mano. Los más correosos se dejan los zapatos en casa y visten ropas de luto. Los más suspicaces, que no son pocos, dicen que la duración de las misas es efecto de las colectas silenciosas. Se llaman así porque los donativos deben ser en papel, para evitar la ignominia de las monedas. Yo, como sólo doy limosnas a los pobres, nunca suelto ni un euro. Por eso no entro a criticar si existe o no afán de lucro. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra, y vaya esto a su vez para los hijoputas que lapidan. Sea como sea, las misas y los discursos largos, sobre todo si hay reclinatorios, siempre me provocan desconfianza.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Coches

El primer coche que compró mi padre fue un Seat 650 blanco, que llevaba, donde hoy van los maleteros, un motor lustroso y una rejilla para la ventilación. Los domingos hacía varios viajes para transportar a otros vecinos a la playa, pues en aquella época, salvo el 1500 de Ciriaco, mi padre, con la parejita a bordo, era el único que podía presumir de coche y de carné de conducir. Naturalmente, entonces no sabíamos que nos convertiríamos en personajes de televisión, entre otras cosas porque lo único que nos importaba era salir del barrio como emperadores, remontar los montes de Trápaga y acabar merendando en un pinar.
Con aquel auto hicimos rutas inverosímiles, tanto por las distancias recorridas como por el estado de las carreteras, llegando a caminar durante horas interminables al rebufo de algún camión. A veces, asediados por la niebla o por el hambre, nos parábamos en medio de un puerto y con el freno de mano echado, nos comíamos en la cuneta un bocadillo de sardinas. Pedrafita do Cebreiro, con sus curvas sinuosas e infinitas, representaba rumbo a las Galias nuestro Everest particular.
Años después mi padre compraría un Simca 1200, al que mandó pintar de un verde pistacho, cuando nadie sabía lo que era el color garbanzo en las paredes y mucho menos el borgoña o el blanco hueso. Gracias a ese vehículo mi padre alcanzó su gloria como piloto, aunque una vez, en medio de una caravana, nos cruzamos pasmosamente con otro coche del mismo color.
Con el Visa de Charo hicimos más kilómetros que Fangio y en una ocasión, con la palanca de cambios temblando como un flan, atravesamos el Puente 25 de Abril para llegar a Lisboa. Como yo era un inútil, la pobre tuvo que conducir embarazada de siete meses, con la cabeza de Sara a un palmo del volante.
Las presiones familiares y las dudas sembradas sobre mi virilidad, me empujaron a sacar el carné una gélida mañana de diciembre. Exaltado por mi proeza, aduje que no me compraría cualquier coche y elogié sin reservas la tecnología alemana. A tiro de piedra de Torrelavega, adelantando un camión de tres ejes, se nos partió la correa de distribución y no nos matamos de puro milagro. Creo que por una casualidad siniestra, la matrícula de aquel Opel era la fecha de mi cumpleaños al revés.
Si quieren que les diga la verdad, sólo echo de menos los coches de mi infancia. Y si me apuran un poco, aquellos bocadillos atiborrados de sardinas que nos dejaban los dedos pringados de aceite.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Laberintos

De niño tenía miedo a perderme, como otros se asustaban de los vampiros o se comían los mocos cuando veían entrar en clase al maestro de religión. Siempre he admirado a esas personas que se orientan fácilmente, no ya en junglas o practicando alpinismo con un mapa agujereado, sino simplemente entre las calles estrechas de cualquier ciudad, donde yo sólo veo dédalos indescifrables, al final de los cuales imagino el fin del mundo, un abismo, o a un Minotauro hambriento esperándome con las fauces abiertas. Entrar con el coche en una ciudad grande es un suplicio y desde que oí la historia de un tipo que combatía su soledad bajando al garaje para escuchar la voz del GPS, tampoco me confortan los auxilios tecnológicos. De niño caminaba colgado de la mano protectora de mi padre, y aunque no lo recuerdo y soy incapaz de visualizar la escena, me estremece oírle contar que una vez nos vio en la plataforma de un tren a punto de partir, mientras mi madre, que era muy joven, bajaba al kiosco a comprar una revista. Debió ser apenas un instante, un puñado de segundos, gélidos, interminables. A ese tren, lo presumo con una certeza salomónica, sé que volveré a subir en el futuro, completamente solo, con los ojos absortos en un andén barrido por el viento. No estarán entonces los míos, no quedará a mi lado nadie, pero seguramente lograré recuperar esa escena, habré viajado por un bucle para verme nuevamente subido a ese tren: para regresar al laberinto de páginas arrancadas en el que se ha convertido mi vida.