miércoles, 29 de abril de 2009

Costumbrismo

Fueron tiempos difíciles, como en las novelas de Dickens y, sin embargo, luminosos. Yo pasé de vivir como un hidalgo a juntar las pesetas que me sobraban del pan para comprar el periódico, al menos, una vez por semana. Residíamos en un distrito periférico, el Barrio Corea, cuyo nombre respondía tanto al biotipo vecinal (jóvenes desbordadas por una prole inmensa, antiguos extraperlistas, carboneros tísicos, yonkis…), como a su origen, que se remontaba precisamente a los años de la famosa guerra en el suroeste asiático. Por las tardes bajábamos con una silla de enea a la calle y charlábamos con otros padres jóvenes y gandules. Todos los bebés estaban perfumados con agua de lavanda, aunque nosotros procurábamos que a Sara no le colgaran los mocos. Nuestra calle – en una ciudad llana y lustrosa como una mesa de billar – era vieja y empinada, pero aún así conservábamos un orgulloso equilibrio: al atardecer, el sol se instalaba encima de la cuesta y dejaba en los bordillos, como un pastelero despistado, una fina capa de jalea roja. Entonces los niños se calmaban y durante un rato, tal vez sólo unos minutos, pensabas que merecía la pena estar allí.

domingo, 26 de abril de 2009

Juventud

No fue premeditado, por entonces ni siquiera se organizaban ceremonias de despedida. Tenía veintitrés años. Llegué a casa, literalmente, haciendo eses y me pasé la noche echando la pota en un balde de cinc. Por la mañana mi padre me empaquetó en el asiento de atrás (volví a vomitar un par de veces) y condujo durante cuatro o cinco horas. Al verme bajar del coche, mis tías se asustaron. Al día siguiente, mi abuelo entró a ponerme un clavel en la solapa de la chaqueta y me dio un abrazo inolvidable. Era una mañana ventosa. Unas horas más tarde, me casé.

miércoles, 22 de abril de 2009

Los orígenes del bisturí

La primera vez que me operaron, el cirujano me puso una especie de babero y me metió un sacacorchos en la garganta. Me recomendaron chupar trocitos de hielo, pero me negaba a abrir la boca. Estaba en una habitación de techos altísimos y mi tío Manolo, que murió años después, me llevó un caballo de una blancura irreal. Antes de entrar en el quirófano, había estado sentado en la primera fila de una especie de anfiteatro, un lugar gélido y desolador. A veces escupía sangre y veía siluetas oscuras junto a mí. Mi madre dice que es imposible que me acuerde de todo eso. Tenía dos años.

lunes, 20 de abril de 2009

Ausencia

No teníamos una relación estrecha. A veces coincidíamos tomado copas y hablábamos de cine o literatura. Un día, sin venir a cuento, me confesó que no sabía quiénes eran sus verdaderos padres, que era adoptado. Lo dijo sin mucho énfasis, como si una garra le apresase los pulmones. Estábamos en un bar, había pocos clientes, yo guardé silencio. ¿Sabes qué es lo peor?, me comentó, lo peor es que a veces sueño que lo soy, que soy un niño adoptado, y luego me despierto.

sábado, 18 de abril de 2009

Crisis

Al llegar al apeadero de Olaveaga, un grupo de encapuchados abordó el tren y nos obligó a bajar por la fuerza. Yo llegaba tarde a un examen y me puse a correr entre el balasto de las vías, mientras veía a mi espalda, como el humo negro de una parrilla, el efecto de los cócteles molotov. Los vagones ardían igual que grandes longanizas de cromo. Luego quedaba atravesar el Puente de Deusto, donde los grises y los obreros de los astilleros celebraban sus cotidianas batallas campales (aunque al mediodía pactaban un breve descanso para comer el bocadillo: lo juro). Es extraña esta crisis. La gente camina por las calles resignada, con un leve brillo mortuorio en los ojos. En aquellos años de paro salvaje, como diría malignamente el coronel Kilgore, de las rosas emanaba un olor a napalm.

miércoles, 15 de abril de 2009

Marcuse

En el segundo año de universidad tenía fama de ser un tipo bohemio e ingenioso que, entre otras aficiones exquisitas, leía profusamente a Marcuse. Tanto leí a este último que acabé por dejar medio curso para setiembre y cuando llegó el verano mis padres se fueron a disfrutar del sol y yo me quedé solo en casa. Empecé a ir a un hotel que estaba al lado del Puente Colgante, un inmueble que en tiempos había hecho gala de un fino esplendor y ahora exhibía su decadencia anunciando los menús en un pizarrín y dejando cuartearse los estucos del techo. Si estabas dispuesto a sentarte en una mesa corrida y compartir el menú con otros clientes, te hacían un descuento sustancial. La mesa se llenaba de comensales variopintos, aunque el único joven que acudía regularmente era yo. Había pescadores, vagabundos, pensionistas asmáticos y hombres solitarios y gordos (ni una sola mujer). El vino era peleón y a veces salía de allí con los ojos bizcos y los sesos encharcados. Alguna de las historias que contaban aquellos tipos eran realmente espeluznantes; otras poseían una pátina de inverosimilitud. Cuando llegó setiembre dejé de verlos y mi dieta mejoró ostensiblemente. El primer día de clase, rodeado por una docena de estudiantes, les narré mi experiencia, pensando que el mío había sido un verano irrepetible. Las chicas me miraron como si fuese un anormal y los varones se rieron por lo bajo. Seguí leyendo a Marcuse, pero nunca recuperé mi prestigio de joven ingenioso y bohemio.

lunes, 13 de abril de 2009

Epifanía

No presumo de ser un viajero experimentado, pero como turista he sido testigo de algunas escenas inolvidables: en Roma, en Lisboa, incluso en el suburbial y viejo Glasgow. Ninguna tan prodigiosa como la que tropezara visitando, por cuestiones laborales, una guardería pública. Acompañaba a un arquitecto, con la consigna de tomar referencias para equipar un nuevo centro cívico. La directora de la guardería era una mujer joven y parecía disfrutar con su trabajo. Nos enseñó todas sus dependencias y respondió pacientemente a nuestras preguntas. De repente, en mitad del comedor, nos asaltó a los dos una cuestión incómoda: dónde estaban los niños. La directora sonrió y nos aclaró que a esa hora, las cinco, echaban una pequeña siesta. Señaló un cuarto, detrás del cual se hallaban los supuestos durmientes. Si nos asomamos despacio no los despertaremos, añadió, a lo que nosotros nos negamos en rotundo, alarmados por la posibilidad de perturbarles el sueño. Pero el empeño de nuestra anfitriona doblegó nuestros escrúpulos y se dirigió resueltamente hacia allí. Fue como si la jungla se hubiese quedado envuelta en un denso silencio. Ella posó la mano sobre el picaporte y lo presionó delicadamente. Una penumbra misteriosa nos acarició la cara. Luego, muy despacio, la puerta se abrió.

jueves, 9 de abril de 2009

Elogio de la lentitud

A veces, como quien emplea mucho tiempo en afeitarse, o en estirar una sábana recién lavada en la hierba, pienso en la flaqueza sensual de la lentitud. He odiado todas las tardes de los domingos, excepto aquella en la que Masca me persuadió para que hiciéramos una pintada contra la OTAN en la fachada del Ayuntamiento (por Júpiter, no ha llovido desde entonces): nada de prisas, me susurró, esto hay que hacerlo bien, seguro que los alguaciles están jugando al mus. A Masca le habían echado del instituto por perezoso, pero lo que no sabían es que él promovía el comercio del sosiego, el secreto de la lentitud, su disidencia privada y hermosa. Le acompañaba cuando iba a comprar winston de contrabando y nos podíamos pasar horas sentados al volante, silenciosos, siguiendo una ruta de chigres fronterizos. Conducía despacio, supongo que hacía el amor despacio y hablaba sólo lo justo. Le perdí la pista hace años, más o menos cuando mi vida empezó a precipitarse, no sé muy bien hacia dónde. Sigo aborreciendo las tardes de los domingos, pero es que son, si no me equivoco, el reverso siniestro de la lentitud.

martes, 7 de abril de 2009

Crisantemos


Hay que pasear por los cementerios en primavera, sobre todo si son franceses, que son los que se llevan la celebridad, pero yo prefiero esos camposantos que se alzan con sus cresterías góticas en las aldeas de Lugo y visitarlos, si es posible, en tiempo de brumas. Una vez leí este epitafio sobre una lápida llena de herrumbre: “No perdonéis mis pecados. Ni mis errores. Ni siquiera mis aciertos. Y, sobre todo, no recéis de rodillas por mí”. Lo firmaba Antón Rivas Souto, verdugo.

domingo, 5 de abril de 2009

Pastillas

Definitivamente decidí dejar a mi psiquiatra, el doctor del crucifijo y la mirada penetrante, con ese aspecto colonial de hijo de brigadier que, lo reconozco, tanto me fascinaba. Así que recurrí de nuevo a la sanidad pública y, oh, sorpresa, allí estaba aquella doctora de ojos azules, qué le ocurre me preguntó con timbre fluvial, parecía una ninfa harta del sufrimiento, soy escritor le respondí, claro, claro, musitó con voz cansada y me recetó pastillas, un montón de pastillas para la zozobra y la angustia del escritor, pastillas ovaladas y duras, me podría hacer una tortilla con ellas al llegar a casa, pensé, mezclarlas con yemas del color del sol de la tarde y abrir una botella de vino, y sentarme a la mesa, saborear una tortilla de pastillas a las finas hierbas, como Pereira, y escuchar de fondo la guitarra de Billy Bragg, o a la mezzosoprano Susan Graham interpretando Á chloris: todo muy triste, muy melancólico, al borde del fin del mundo, Sr. Paz, pero no, no podía engullirlas todas, era cuestión de ser paciente, tenía que volver a ver, entre los limosneros y las viejas del ambulatorio, a la doctora de los ojos azules.