lunes, 21 de diciembre de 2009

Diluvio

En verano me tocaba echar una mano en las tareas de la labranza, pastorear, hacer presas, limpiar el corral, ir a la hierba. Aquella tarde teníamos que hacer pacas en un prado que estaba lejos de casa y en el horizonte empezaron a dibujarse unas sospechosas nubes color añil. Comenté a los demás lo que presagiaba el cielo, pero no me hicieron ni caso. De repente se levantó un viento con aire de buscavidas, que hizo estremecer la fila de chopos que costeaba el río. Era la señal evidente de que la tormenta se aproximaba, golpeando la puerta antes de entrar. Las primeras gotas, gruesas como salivazos, empezaron a rebotar sobre la hierba, igual que un pentagrama de renacuajos dementes. A los pocos minutos, el viento agitaba las copas y la lluvia, fría y prieta, nos acribillaba en medio de la campa. La tormenta se desató con una furia diabólica en un puñado de segundos. Esferas blancas como canicas batían la tierra y resonaban en la chapa del tractor. Clonc, clonc, clonc. Salí de allí como un poseso, maldiciendo a todos los que se quedaban detrás de mí. No me detuve a socorrer a los ancianos; tampoco sé el tiempo que estuve corriendo, pero sí que en mi itinerario sorteé alambradas, tropecé con piedras y me zambullí en charcos negros y profundos. Llegué a casa empapado como una bayeta. Un río de agua me bajaba desde la nuca hasta la raja del culo. Entré en el baño, me quedé en pelota picada y cogí una toalla enorme. Estaba extenuado, colérico, me parecía que el trabajo de haber ido aquella tarde hasta la finca había sido una memez. Según me frotaba iba entrando en calor y empecé a pensar que seguramente nunca me volvería a mojar de aquel modo, como si hubiese atravesado trincheras en medio de un diluvio de sapos reventados. Me reí de mí mismo. En el espejo me brillaba el pelo y me crecía una enorme erección. Sobre la casa y el jardín seguía desplomándose una cascada rabiosa, brochazos de agua y granizo, malvas y lirios arrancados de cuajo. Una hora después cesó todo y del fondo de la tierra, fragante y carnal, subió una lujuria de hembras en celo.
Creo que al final no me ha salido un relato navideño.

martes, 15 de diciembre de 2009

Los Dalton

Hubo una época de mi vida en que, agotadas las exiguas reservas de novedades en la biblioteca municipal e impulsado por mi escasez de recursos, me dediqué a robar libros de forma metódica y masiva. Quedaba con un amigo a la entrada de unos grandes almacenes y, después de mirarnos a los ojos como dos tipos que fueran a asaltar un banco (ya saben: Dillinger y sus secuaces), nos dirigíamos cada uno por su lado a la sección de libros, del modo más anodino y sigiloso posible. Una vez allí, nos hacíamos los encontradizos, ¿hombre, Pepe, cómo por aquí?, y entre saludos y abrazos, nos pasábamos los objetos que habíamos ido a buscar. Más adelante, perfeccionamos la técnica (llegábamos a representar auténticas funciones teatrales antes las mismísimas narices de los vendedores) y la táctica – aprendimos que el éxito pasa más por la sencillez que por los planes complejos -, hasta el punto de que, concluido el día, subíamos al bus de retorno con bolsas cargadas de libros. Fue así como trabé relación con tipos como Melville, Calvino, Nabokov, Joyce (llegué a chorizar el Ulyses), Yeats o Jesús Fernández Santos. No diré que fueron lecturas insuperables, pero sí que, al igual que esas manzanas que robamos de un árbol ajeno, me supieron mejor. Naturalmente, y dado que esto se publica en un medio público, para no suscitar suspicacias o incluso acciones justicieras de algún blogero aficionado a la captura de tipos fichados por el FBI, quisiera agregar que lo expresado anteriormente también pudo ser fruto de un sueño de juventud.

domingo, 13 de diciembre de 2009

La nostalgia del nómada

Puse mis pies en León siendo un crío, recién casado, sin trabajo, a punto de ser padre, con una mano detrás y otra en la espalda, como se suele decir, y el primer día que paseaba solo por su avenida principal vi un rótulo luminoso que marcaba diez grados bajo cero y en ese momento, no sé si por haber leído recientemente Dr. Zivago, o por un ataque de pavor, estuve a punto de meterme en una cabina y pedirle a mis padres que viniesen con urgencia a sacarme de allí. Contuve el aliento, a pesar de todo (no era muy difícil, se quedaba congelado nada más salir de la boca), y regresé a casa a golpe de calcetín, porque no tenía dinero para el bono del autobús o había que ahorrarlo para pagar el carbón o la cuna del futuro retoño. Esta ciudad mojigata y burguesa me parece ahora menos gélida, no sé si por el cambio climático o porque voy embutido en abrigos más gruesos, pero lo cierto es que lleva uno soportados demasiados inviernos, que sus gentes son – con las hermosas, memorables excepciones de siempre – de carácter más bien hosco y atrabiliario, y que, dado lo rápido que pasa la vida, los sueños de juventud, esos que centelleaban bajo la luz de otras ciudades, en pensiones y balnearios novelescos, en islas de arenas doradas, deberán tener, antes de que me vuelva a sorprender otro termómetro diabólico en una esquina, su momento y su oportunidad. Porque hay un sentimiento que me sigue invadiendo con contumacia, después de tantos domingos helados y soñolientos: los espacios que me siguen seduciendo de las ciudades de mi vida, son esas encrucijadas vacías y fronterizas que te conducen a sitios desconocidos.

jueves, 10 de diciembre de 2009

La foto

Hay una foto con un marco de madera azul en la habitación en la que nací donde se me ve vestido con un jersey de lana y pantalón corto, apretando los puños con una tensión inconmovible. Si te fijas bien, puedes apreciar el lazo de un dulce asomando junto al pulgar y los hoyuelos de los nudillos hundidos en un dorso tierno y blanco. La fragilidad de esas manitas es palpable, pero ninguna fuerza humana podría lograr abrirlas para arrebatar a su dueño el obsequio que llevan.
Las manos de los niños que esconden golosinas son los tesoros del tiempo. Luego, cuando crezcan y se llenen de pelos y callosidades, serán capaces de partir nueces con facilidad, pero nunca volverán a comprimir con esa fuerza la maravilla que sólo ellos conocen. Las apretarán personas de confianza, las apresarán con esposas humillantes, las perfumarán, las amputarán, harán de sus dueños rufianes de baja estofa o personas respetables. Robarán, maltratarán, acariciarán, cogerán lápices y astrolabios, subirán por escalas imposibles o capturarán una mosca en pleno vuelo. Pero jamás tendrán, ni al abrirse ni al cerrarse, el misterio de aquella foto. Siempre he deseado tener manos más viriles, o afiladas como los dedos de un compositor: suelo mirarlas con embeleso, renegando de las mías, femeninas y pequeñas. A veces pienso que siguen apretando aquella golosina que me regaló una mujer desconocida, mientras mi padre hablaba de sus cosas con el señor de la cámara. Y a veces me da por pensar, sin ningún motivo, que nunca acabaron de crecer.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Trabajo

Durante muchos años anduve trabajando por el campo, eso que ahora llaman pomposamente medio rural, en tareas de desarrollo social, otro nombre pomposo, lo que me llevó a convivir con personajes casi en vías de extinción, esos que durante siglos han sustentado en los pueblos una autoridad caciquil y desde luego incuestionable: en mi caso, un grupito integrado por el secretario municipal, el alcalde, el director de las escuelas y el médico. Con todos trataba de llevarme bien, pues al fin y al cabo yo concitaba demasiados atributos sospechosos (era joven, extranjero y encima de ciudad) como para asumir protagonismos o ideas intempestivas. Especialmente me veía obligado a simpatizar con el señor alcalde, un hombre bregado y entrado en años, de socarronería proverbial y al que, hablando en plata, le importaban un pimiento mis actividades. Políticos he conocido muchos a lo largo de mi vida, algunos, incluso, y a pesar de ser unos corruptos, han acabado desempeñando cargos poderosos o bien remunerados, y en general – siempre hay excepciones - puedo afirmar sin temor a equivocarme que son el argumento más sólido que un ciudadano honrado o una persona en sus cabales puede utilizar para poner a parir a la democracia. Aquel, al menos, no tenía ínfulas excesivas y se limitaba a seguir lealmente las consignas de su líder y a mirarme a mí como a un piojo desterrado. Como dije, no obstante, y dado que mis magros ingresos – y de que continuase en el programa – dependían de su opinión ante mis jefes, hacía lo posible porque aquel desdén no acabara convirtiéndose en un animoso desprecio (en otras palabras, que le hacía la pelota constantemente).
No llegué a enemistarme con él, aunque sentí una especie de alivio (no sabía que iría a conocer a otro peor) cuando por fin saqué mis huesos de aquel secarral salido de un cuento de Juan Rulfo.
Un buen día, hace bastantes años, lo vi en uno de esos hoteles enormes y horrorosos donde se celebran simultáneamente bodas y bautizos (algún hostelero sin escrúpulos y visión de negocio, debería incluir en el futuro los sepelios) y cuando me acerqué para saludarlo, me di cuenta de que no me reconocía. Lo atribuí inicialmente al sopor de la pitanza y los vapores etílicos, pero después de insistirle y darle todo tipo de detalles, siguió mirándome como a un extraño. El caso es que nos abrazamos y él me sonrió atolondradamente, y en aquella sonrisa un poco desmañada, distinguí el temblor de su enfermedad.
Me fui a mi asiento con el rostro lleno de sombras y cuando me preguntaron por qué estaba tan serio (algún pariente beodo), me limité a encender un cigarrillo y a rechazar la copa de cava. Ahora pienso que incluso los enemigos más enconados acaban por ser cuñas en la madera desgastada de nuestra vida y que, paradójicamente, es posible que tampoco deseemos que se desvanezcan para siempre de nuestra memoria.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Te despertabas por la mañana un domingo

Te despertabas por la mañana un domingo, milagrosamente solo, con la casa a tu merced y después de localizar debajo de la cama alguna revista porno (si es que tu madre, en su afán higiénico-moralista, no las había requisado) y limpiar el organismo de impurezas, te dirigías a la cocina con una sonrisa bobalicona, rascándote la espalda con la fuerza de un escorpión, bostezando como si lo que sucedía al otro lado de una ventana cubierta de niebla – el odio, la mediocridad, el histerismo, la rutina – te importara un bledo y tú fueses el único ser del planeta con el derecho a cultivar la pereza en su estado más puro. Llegabas, después de orinar, eructar y darte una ducha vaporosa y prolongada, a una cocina de azulejos pintados y allí, sin preocuparte por el orden doméstico, buscabas un cojín para tu silla y te empleabas a fondo en elaborar un desayuno suntuoso y abundante. Tostadas, mantequilla, mermelada de arándanos, zumo de naranja, un trozo de queso intacto en medio de la nevera. Eran las once cuando te estirabas como un león después de haberse devorado una cebra y rodeado de migas chamuscadas y mondas exprimidas, decidías que a lo mejor era un buen momento para llamarla, aunque seguramente ella aún estuviese en la piltra y maldijese tu costumbre de madrugar cuando te despertabas solo en casa. A veces lo hacías y otras no. A veces te quedabas escuchando una canción que en ese momento sonaba en la radio (por ejemplo el Wish You Were Here, de Pink Floyd), y entonces pensabas que a pesar de todo en el mundo existía cierto equilibrio, que la belleza dormía también en una mañana de domingo invernal, mientras tú, a tus diecisiete años, sólo soñabas con chicas que dormían mucho y jugosas rebanadas de pan con mantequilla.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Cicatrices

Te partes el húmero bajando sobre una pértiga por una ladera llena de abedules y no sabes que esa fractura, muchos años después (aunque en ese momento te la tapicen con la masa fría y pegajosa de una gran escayola), se convertirá en un estigma perpetuo, en el foco de un dolor difuso pero ingobernable, vagamente relacionado con crisis reumáticas e isobaras clandestinas. Tampoco sabes (paseas por la pubertad, qué coño vas a saber) que todas tus heridas y cicatrices, grandes y pequeñas (no invoquemos las del corazón), serán las que construyan tu verdadera identidad, la que solidifica el hueso con la memoria (osificación nemotécnica, podríamos llamarla), la uña con la imagen, el paso del tiempo (tu vejez) con el rito doméstico de arrancarte los padrastros y suspirar a hurtadillas. El cuerpo acaba venciendo en toda su magnitud, sin violencia ni estridencias, pero con una parsimonia tan astuta como demoledora: vas siendo, sí, a pesar de los afeites y los potingues, tu espalda encorvada, los pies amarillentos, las fosas nasales tupidas, la potestad de la grasa, el iris oscuro de las mentiras y los fracasos. Como si un Mr. Scroog o una Srta. Rotenmeier esperasen pacientemente el momento en que las polillas acudiesen a saquear tus sábanas y a devorar los manteles blancos de tu lejana juventud. Pero queda la resistencia: sea como sea, esas mujeres rejuvenecidas con botox y esos tipos que caminan en verano con tangas ajustados siguen mereciendo todo mi desprecio.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Ganas de ser feliz

Te vas haciendo viejo y descubres que nunca serás feliz. Pero no por un pálpito de lucidez mezquina o un paseo por tu memoria llena de sinsabores, sino porque la felicidad, hermanos, radica exclusivamente en los sueños que rozas, que percibes y que, tal vez, sólo se cumplen a veces: los preparativos del viaje, el amanecer del primer día de la vendimia, las caricias que preceden al amor, las semillas, el nacimiento de tu hija, la transición de las estaciones, el momento antes de que tu hija se suba a una duna enana y moje por primera vez los pies en el mar. Y también creo que está en el silencio, el humor y ciertas lágrimas.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Un relato

Están locos si piensan que saldré sin rechistar, si aceptan que cederé mi lecho, mis muebles, la silla en que me balanceo al atardecer… Mientras conserve un gramo de ira (un soplo minúsculo de fuerza), no consentiré que me expulsen de aquí.
Viene a mi memoria, con fiel exactitud, el engañoso comienzo: cuando todo era alborozo y creíamos, unidos por la aventura, que lo pasaríamos en grande. Íbamos en capilla, confiados, anhelosos por llegar a él. Nos sorprendió la tormenta en el Valle, su estrépito bronco y bárbaro. Los relámpagos (culebras de oro) y los truenos (negros timbales) nos llenaron de pavor. Alguien señaló la casa entre las peñas y rompimos a correr. Siendo innumerables, sólo yo vi el peligro: el puente angosto, las tablas frágiles, nuestro grupo bisoño y civil. Me giré para dar la alarma, pero era demasiado tarde: entre un mar de astillas, como piezas de ajedrez, ellos – todos ellos - se fueron al fondo.
Los primeros días en el refugio fueron hostiles. Pensé que el hambre, o la soledad, me harían enloquecer. Exploré los rincones con celo, pero sólo hallé despojos: carne dura, pan rancio, un puñado de nueces amargas. Algo de lo que comí me causó fiebre y estuve a punto de perecer. Me soñé girando en una esfera, como un gusano en una bola de cristal.
Poco a poco, de modo insensible, conseguí hacerme a la situación. Pasaba el tiempo esperando y meciéndome sin cesar. Vivía casi del aire que impregnaba sus cuatro paredes. Y de las luciérnagas, siempre brillantes, tan carnales al llegar la noche.
Fue una noche, precisamente, cuando los oí por primera vez. No susurros ni pasos torpes, sino algo de mayor magnitud. Sonidos tensos y oscuros que me infligían un leve pavor. Aquellos ruidos, crecientes, se intensificaron días después. Eran rítmicos y velados, siempre al morir el día. Volví a evocar los muertos y su lúgubre destino: el río, furioso, los habría llevado al mar...y sólo los buitres, de alas inmensas, podrían llegar hasta ellos.
Una de esas noches, la más larga, oí un golpe fuera. Supe entonces, con una certeza sombría, que había llegado mi hora. Por primera vez sentí miedo e imploré a Dios su ayuda. Fue complaciente, diré magnánimo, y reparó en mi torpe oración. No los escuché por un tiempo y simularon dejarme tranquilo. Pero yo sabía, finalmente, que no se olvidarían de mí.
Sé que mi suerte (mientras lucho con encono, mientras bloqueo la puerta maltrecha), será ahora esquiva. Oigo cerca sus pasos y ya nada los detendrá. Me pregunto si gozaré, cuando entren, de alguna opción. Pero están locos si creen que saldré de aquí. Por puñales que esgriman, por gritos que den, les plantaré cara sin miedo. Gastaré mi último hálito y me aferraré a este sangriento cordón. Incluso ahora, cuando, en el paroxismo de la ofensa (mientras me flagelan las nalgas), entre aullidos de dolor, les oigo decir:
- ¿Qué es, doctora?
- Dios mío…es un lobo…
- ¿Un lobo?
- Un niño…con los ojos de un lobo…
Incluso ahora, mientras me arrojan, en esta noche virgen y helada, en los brazos de mi mamá.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Una velada campestre

Iba con mi padre y mi madre dando un paseo por el campo, en Babia, intentando localizar setas que tenían un aspecto diabólicamente apetecible y supuestamente venenoso. Alcanzamos un cerro y en la encrucijada de varios prados vimos a un labriego conocido fornicando con su mujer, el culo en pompa, arremetiendo contra una pared de piedras que no hizo amago de derrumbarse. Las vacas pastaban melancólicamente a su alrededor, hacía un día limpio y luminoso. Mi madre no sabía dónde meterse y tirando del cinto de mi padre le obligó a acuclillarse precipitadamente - ¡esto está lleno de cardos, joder!, gruñó el hombre -, mientras a mí me emplazaba a pasar desapercibido y esconderme entre unas escobas. Qué manera de embestir, dejé caer ante el estupor de mi madre, luego de agacharme siguiendo sus consignas. Pero lo peor es que nos empezamos a reír los tres, he de decir que con gran bochorno, como esos niños a los que se les fuga un cuesco en la iglesia, o esos infelices que no pueden contener la hilaridad en un sepelio. Los fornicadores acabaron detectando nuestra presencia, aunque juraría que no llegaron a identificarnos, para su fortuna y nuestro decoro (o viceversa). El caso es que, como no los veo muy a menudo, y me parece que no tenemos muchas cosas que contarnos, a veces les evoco la historia y, ay, ver a mi madre ponerse colorada mientras la recuerda, os aseguro que es de las cosas que mayor regocijo me produce en el mundo.

martes, 10 de noviembre de 2009

Las manos y los ojos

Ni siquiera polvo en el viento, como tocaba Kansas, lo que seremos será la zozobra de una próstata precintada con grumos sospechosos, carnes flácidas y moribundas, el recuerdo de un puñado (da igual que sea grande o pequeño: una vez convertido en ceniza, o en unas cuantas paladas de tierra fresca sobre el ataúd, te dará lo mismo) de personas que, tras un tiempo, serán a su vez pasto de los gusanos y del olvido de la siguiente generación, números, sobre todo números, códigos binarios en ordenadores ruidosos, cifras en ficheros digitales, ectoplasmas ridículos sin asiento en el Purgatorio, y en el mejor de los casos los enseres que integraron nuestras vidas, y no me refiero a los audis o las pirámides, sino al bastón nudoso que nos ayudó en los tiempos de la artrosis, al caballo de madera, al sillón frailuno donde roncábamos porcinamente, al libro usado y viejo, la visera, las camisas de lino en verano, los zapatos cómodos, la petaca, los guantes, el jodido porrón, y los últimos sentidos efímeros pero importantes: el tacto húmedo de la hierba, el olor del pan recién hecho, las heces y el pis, el semen derramado con holgazanería, los baños de mar, las manos, sí, las manos, sobre todo las manos, todas las que tocaste y las que, por desgracia o timidez, dejaste sin tocar; y sí, los ojos, también los ojos, todos los ojos que miraste y los que no pudiste besar.

jueves, 5 de noviembre de 2009

http://www.youtube.com/watch?v=lBFgPN4LePQ

Plantígrado

Esos cabrones han vuelto a cambiar la hora de un día para otro y en medio de la niebla que está a punto de llegar, empezarás a ver lugares iluminados que antes te pasaban inadvertidos: pequeñas casas a las afueras de la ciudad donde cuelgan sábanas tristes, residencias de ancianos con las cortinas echadas, talleres donde un hombre vestido con un buzo hurga en las entrañas de un monstruo sin tripas. El río se convertirá en una emulsión de tinta y en las escuelas, entre paredones muy altos, los niños olvidarán el balón en un patio lleno de sombras. Camino de casa, la luz de los bares parecerá un candil tiznado de humo. Puedes imaginar el mar entonces, o peor aún, la tierra vista desde el espacio, envuelto todo en una oscuridad de templos desolados. Algún gurú del marketing ha puesto tras el cristal cien pastillas de turrón. Yo vi una vez correr delante de mi coche un osezno asustado por la ira de sus focos. Eso me gustaría ser ahora: un animal que huye de la luz y busca, ajeno al mundo, una madriguera para pasar el invierno soñando.

martes, 27 de octubre de 2009

Agallas

Exhaustos después de una noche en la que habíamos robado los periódicos de la mañana y tomado la última copa en un bar diseñado con retretes, nos dejamos caer en los bancos de mármol helado de la estación de cercanías. Cuatro universitarios que exprimían las noches salvajes de su juventud. Alguien encendió un cigarro cuando, resonando en las escaleras, oímos los pasos de un tipo que avanzaba hacia nosotros con aire de macarra industrial, zapatones puntiagudos y cazadora de mercadillo. ¿Tenéis tabaco, tíos?, preguntó sin mirar a nadie y como el fumador le respondiese que era el último que le quedaba, escupió al suelo y nos observó malignamente. "Maricones", dijo con los pulgares en los bolsillos traseros y sin molestarse en comprobar nuestra reacción, caminó muy despacio hacia el final del andén. Ninguno de los cuatro dijo nada, ni en ese momento, ni durante el viaje de regreso. A veces pienso, en plan Eastwood, que me hubiese gustado arrojarle sin contemplaciones a las vías del tren. Era un jodido matón, un apestoso capullo con el cerebro de un guisante. Pero tenía más agallas que nosotros cuatro juntos.

martes, 20 de octubre de 2009

Cumpleaños

Por enésima vez, mi madre me explica que ese día mi padre tuvo un presentimiento y que regresó a casa antes de lo habitual. Luego acudió la escena que yo deberé trasladar a mis nietos, que si los tengo, dudo que se imaginen a alguien naciendo fuera de una clínica: al llamar a la puerta, la comadrona apareció en el umbral conmigo en brazos. La sigo escuchando, a pesar de todo, con intensidad, como concibo que hará todo el mundo con estas cosas: me resulta fascinante pensar que alguien cuidaba de mí cuando carecía de consciencia y por tanto ignoraba que estaba en el mundo. Hay algo turbador en eso, algo en esa indefensión y virginidad absolutas que me sobrecoge. La nostalgia de no-ser, en plan filosófico, o simplemente que entonces uno podía cagarse y mearse encima sin oír un solo reproche.

martes, 13 de octubre de 2009

El alma está en la vesícula

Estuve una vez en un hospital como paciente. Tiene usted la vesícula como un paquete de arroz, me diagnóstico una doctora de ojos soñadores. Recordé los cólicos biliares de mi padre, la larga temporada de visitas agónicas a urgencias antes de que le interviniesen los capullos del hospital. Un amigo médico y el propio especialista de digestivo, me aconsejaron que no me operara: “Puede que nunca sufres un ataque”, me dijeron, y un tercero agregó: “Al final, meterse en un quirófano es jugar siempre con el azar, y ya se sabe cómo las gasta el diablo…”. Tengo fama de aprensivo, pero cuando cuento que, a pesar de estos comentarios, me incliné por el ingreso, la gente me mira con incredulidad. No entienden mi actitud, y tal vez hagan bien. Porque lo que finalmente me impulsó fue algo un tanto oscuro, que ni siquiera a mí me gusta traer a la memoria: expresado tétrica pero directamente, el deseo de pasearme por el “otro lado” con ciertas garantías de que podía regresar. Pero no vi luces ni túneles. Cuando desperté de la anestesia me pareció estar en un lazareto de campaña, rodeado de soldados convalecientes. Hubo un delirio furtivo, turbador, que me llenó de angustia. Y también el estremecimiento de una paz glacial e irreparable.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Galicia

Abrí una ventana por la mañana y vi un campo de maíz lleno de niebla. Había un clamor de mirlos entre las hojas. Me perdí en un laberinto desde el que se podía ver un océano que acababa en una tierra de leche. Comí más allá de la saciedad y la gula, compactos pedazos de lacón, hilachas aromáticas de grelos, patatas dulces y humeantes. Mi tía Celia, con ochenta años, me preparó un pote de café para desayunar y, antes de irme, me regaló una docena de huevos frescos. Creo que me perdí con el coche en alguna pista rodeada de bosques impenetrables. Me enamoré de mis primas y de sus hijos. Bebí un vino áspero y oscuro, y me reí por cosas que he olvidado, pero que seguramente evocaré pasado el tiempo. Dormí bien, no merecí tanto amor, tanta hospitalidad. Traigo los bolsillos llenos de gratitud. Me estoy haciendo viejo.

viernes, 25 de septiembre de 2009

En tren

Cojo el AVE por primera vez. Voy rodeado de tipos que, nada más subirse, abren el portátil como si fuera el Libro de Job. Intento ver si se están bajando alguna peli porno, pero en la mayoría de las pantallas sólo salen diagramas y gráficos indescifrables. Alguno se queda dormido con los dedos sobe las teclas, sin quitarse las gafas. Me levanto y en la plataforma un ejecutivo muy joven le cuenta a su jefe, con acento gallego, algo sobre la estrategia que deben seguir para fulminar a un competidor agresivo. Habla de muslos de pollo congelados. Como nota que le miro, distorsiona la voz, como si sospechase, a pesar de mis vaqueros y mi camisa arrugada, que me dedico al espionaje industrial. Azafatas de cuello aéreo y coletas impecables pasan a mi lado dejando un aroma de maderas delicadas. Creo que sufro una erección. Sentado de nuevo, emboscado en sueños fetichistas, me dedico a mirar el paisaje de La Mancha. Evoco los viajes en tren de mi juventud. Los expresos nocturnos, los personajes imposibles, los bocadillos de lomo con pimientos. Me importa una higa el progreso, todo lo que me rodea, empezando por mí, me parece infinitamente más estúpido. Sólo una cosa no ha cambiado: sigo llevando un libro conmigo.

jueves, 17 de septiembre de 2009

M

Estamos seleccionando a chicos para un curso donde aprenderán carpintería y les ayudarán a sacar el graduado. Pasan sin quitarse la gorra, con la mirada baja y las manos en los bolsillos. No suelen dar los buenos días. Cuando les preguntas a qué les gustaría dedicarse si pudiesen elegir, se quedan mudos. Hace años alguno respondía que futbolista o conductor de fórmula uno. Entra M, que saluda con voz tímida y me enseña un documento de solicitud de asilo. No sabría calcular su edad, parece un niño envejecido. Le pregunto por sus estudios, si trae algún papel. Me dice que no. Insisto sobre si los ha pedido en la embajada. Vuelve a decirme que no. Valdría cualquier cosa, le digo, algo donde ponga los años que cursaste. Mueve negativamente la cabeza. Está calvo, la piel de su cráneo parece una membrana de cuero marrón. ¿No fuiste a la escuela? Entonces mueve los ojos y dice que él trabajaba en el campo. Se produce un silencio embarazoso. Tomo sus datos y se despide con un hilo de voz. Le deseo suerte. Al entrar, por cierto, se había despojado de la visera.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Escobas

El proyéctil se construía fácilmente. Bastaba con una goma elástica y un papel que doblabas meticulosamente hasta convertirlo en una ele dura y compacta. Luego, después de afianzar la goma entre el índice y el pulgar, lo encajabas en el centro y lo lanzabas como una flecha sobre tu objetivo: solían ser coches que pasaban por la calle y al chocar con la carrocería producían un chasquido de mil demonios. Los conductores se detenían en seco y algunos se bajaban para llamarnos de todo. A cierta edad abandonamos esos juegos, pero una tarde sorprendí a un clan de golfillos arrojando los “tacos” en el interior de una casa de planta baja. Estuve por unirme a ellos, pero de repente, armada con una escoba y una furia maligna, vi salir a una vieja con una escoba, insultando y amenazando al grupo de gamberros. Me quedé allí petrificado, mientras los asaltantes desaparecían y la vieja, que tenía por pelo una crin polvorienta y enmarañada, empezó a correr hacia mí. Yo ya era un muchacho talludito, estaba allí de testigo accidental, pero alertado por sus gritos corrí de tal modo que tocaba el culo con los pies. La escoba me rozó los talones y me recorrió un relámpago de terror. Por el rabillo del ojo, entre las risas de dos obreros que atravesaban la plaza, juro que me pareció ver a aquella arpía volando sobre su escoba.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Más cine

Ahora no es difícil encontrarte solo en una sala de cine, pero por aquel entonces había colas inmensas, y no me refiero a la época en que me dejaba un bigote patético para que me permitiesen ver pelis porno, sino a esa otra de los cineclubs llenos de humo y las sesiones continuas con proyecciones que se prolongaban hasta el amanecer. Entonces sí tenía mérito estar rodeado de filas vacías, aunque para conseguirlo tuvieras que ir a ver films de corte muy experimental, o ser capaz de tragarte bodrios de búlgaros con nombre indescifrable. Una tarde en Bilbao vi Saló de Passolini acompañado por otro espectador, y a mitad de la película el tipo se levantó con el puño en alto y, después de lanzar gritos contra el fascismo y sus secuaces, abandonó la sala con el rostro transfigurado. No he vuelto a ver una obra tan dura como aquélla, pero tampoco tengo la sensibilidad de ese tiempo, como cuando entré borracho a ver La jauría humana y salí pensando que el rostro ensangrentado de aquel Brando que se enfrentaba a la turba de monstruos con smoking de su propia comunidad, representaba como nada en el mundo mi propio estado de ánimo. Viejas películas y viejos tiempos que, lo sentimos mucho Miguelito, no van a volver.

martes, 1 de septiembre de 2009

Regreso

La mejor forma de regresar sería despedirse: suena a tomadura de pelo budista o a retruécano sin sentido. Pero, dado que el tópico-traumático de la vuelta al curro es cierto, eso fue lo que hice: entré en un cine y vi "Despedidas", de Yojiro Takita (no sé quién es). Habrá quien afirme que es una película sin pretensiones, pero yo me sonreí con ganas y lloré como una magdalena en algunas escenas que, por su transparencia y sencillez, me parecieron sublimes. Salí cuando las farolas iluminaban las calles, que es cuando se debe salir de un cine. La película habla de la muerte, incluso de quienes no se la merecen. Había otras cuatro personas dentro y no oí el crujido de ninguna palomita.

viernes, 24 de julio de 2009

Huida

¿Por qué será que el día antes de coger vacaciones te surgen en el curro un montón de escollos y situaciones engorrosas? Es como si, antes de saborear un helado, una vieja te arrancara con sus propios dedos un diente para recordarte, después de guardarlo en su delantal, que te estará esperando en breve. Uf. ¿Dónde desaparecer con la esperanza de encontrar algún rincón donde te olvides realmente de tí mismo, sin necesidad de atravesar el jodido mapa mundis? Cómo no había caído antes...voy a ver si me pierdo en Portugal.

lunes, 13 de julio de 2009

El turista accidental

Hacía mucho que no volvía a Salamanca: me pareció que hacía honor a su apodo, la Roma chica. Su Plaza Mayor es la más bonita de España. Subí a las torres y leí en algún sitio algo acerca del material sobre el que se amasan las catedrales: la piedra, sin duda, pero también la cal, la arena, los clavos, el añil… ¡ el añil! Bajé y me quedé mirando un edificio, que un anciano fibroso y menudo (últimamente me abordan con frecuencia, viejos parlanchines y anónimos, en puentes, en plazas, en lugares donde aparecen de repente) me explicó era el palacio arzobispal, “también antigua residencia de Franco”, aclaró, para, girando el brazo a la derecha, apostillar: “y más allá, uno con columnas gordas, donde se alojaba Millán Astray”. El del parche, le dije yo, ese mismo, me replicó, y sin saber muy bien de qué pie cojeaba, dejé caer: “Menudo cabrón, ¿eh?”. Y entonces él, poniéndome la mano en el hombro, me dijo: “Cualquiera de los dos, maestro, cualquiera de los dos”, y se fue calle abajo, no sin despedirse, pero acompañando mi sonrisa de un gesto reflexivo y melancólico. No lo volveré a ver, pero celebro haberlo conocido.

lunes, 6 de julio de 2009

Opio

Es mentira que los escritores necesiten la soledad como los osos la miel. Cuando escribes de verdad estás rodeado de una multitud y las plantas de tus pies están llenas de mierda o arena. O bien, te rodea un puñado de ninfas deslumbrantes, que cimbrean sus caderas a tu lado bajo un sonido estridente. Escribes, es cierto, en la soledad de las buhardillas, pero nada de lo que pongas en el papel poseerá ni una milésima de la verdad que inunda tus sentidos en medio del ruido y la furia. Esa es la vida con mayúsculas. Fea, ruidosa, voluble, incandescente...cuando, en la tinta roja que sale de tu pluma, sólo imaginas las pinturas más excelsas, aquellas que mordieron el lienzo bajo la delicada armonía de la sangre que cubría los rododendros sobre los que un jardinero lascivo arrojó su última gota de semen. Dicho esto, he de confesar que amo la soledad hiriente de las tardes de verano en una torre de piedras desnudas, cuando sólo te leen los vagabundos y las mujeres más hermosas y desesperadas.

lunes, 29 de junio de 2009

Roxanne

Recuerdo la primera vez que oí la versión acústica que Sting hizo de su Roxanne en un concierto de Amnistía Internacional. De eso hace siglos. Me lo había grabado un colega en una cassette que yo colocaba en un reproductor jurásico que ponía sobre la mesa que utilizaba para estudiar, que en sus tiempos había servido a mi madre de superficie para su máquina de coser. Junto a la ventana abierta, que daba a uno de esos patios cerrados que se ven en las películas italianas, yo elevaba el volumen a tope y más de un vecino se asomaba a la suya en camiseta, no para celebrar aquella maravilla, sino para gritarme que estaba como una puta maza. Al caer la tarde, la voz de Sting sonaba con la turbia dulzura de un demonio triste, como un cuchillo entre aquellas fachadas llenas de tiovivos herrumbrosos. Un cuchillo hecho con esquirlas que explotaban como luz pura dentro de mi cabeza. Es igual que ahora la haya bajado de Internet y la escuche en golosinas tecnológicas de última generación. Nunca será lo mismo, y lo peor de todo es que esa música, ajena al paso del tiempo, es decir, de mi propia decrepitud, sigue sonando entre aquellas paredes, rebotando solitaria lejos de mí.

jueves, 25 de junio de 2009

Miedo

Íbamos por la calle, la niña era muy pequeña y disfrutábamos del último día de vacaciones. Estábamos a finales de invierno, pero, como a veces suele ocurrir allí, hacía una noche templada. La gente abarrotaba las aceras y paseaba entre un flujo apacible de conversaciones y saludos corteses. De repente, un grupo de encapuchados salió de la oscuridad y, en un abrir y cerrar de ojos, arrojaron sus cócteles molotov contra la luna de una entidad bancaria. Las llamas se elevaron hasta alcanzar el primer piso de una casa, lo que provocó que sus propietarios saliesen de allí aterrados. Apenas se sentía respirar, nos quedamos inmóviles, atornillados a un miedo frío y paralizante. Por su constitución, los alborotadores eran críos, adolescentes ágiles y escuálidos que se desvanecieron con la siniestra nocturnidad de una banda de murciélagos. Algunos niños rompieron a llorar, la gente se desplazaba nerviosa. Lo de siempre, dijeron varios sin darle importancia. A mi espalda una voz tímida, tal vez la única entre la multitud, masculló: cobardes.

domingo, 21 de junio de 2009

Coyote

Hay quien pontifica que el universo se divide, esencialmente, entre creyentes y ateos. Por mi parte, y después de haber leído a Kafka, Wigtenstein, Spinoza, Descartes, Inmanuelle Kant, Kundera, Nietzsche, Arturo Uslar Pietri y a los eximios filósofos de la Escuela de Frankfurt, he llegado a la conclusión de que en el mundo existen dos tipos de personas: los que celebraban cómo el inefable Correcaminos conseguía zafarse de las trampas del Coyote y los que lamentaban que ese piojoso depredador no acabara comiéndoselo. Yo estoy entre los segundos.

miércoles, 17 de junio de 2009

Crash

Cuando saqué el carné de conducir, me sentí el tipo más orgulloso de la ciudad. Eso no tuvo nada que ver con que esa tarde mi padre sortease la muerte, frenase en el arcén y, por alguna razón inexplicable, nadie nos golpeara por detrás. Los coches se precipitaban enloquecidos, en un estruendo imparable, como si un mago siniestro los fuese metiendo dentro de un sombrero gris. Bajé del coche con las rodillas temblorosas, oyendo los gritos de socorro y viendo, tras las lunas, las caras absortas y ensangrentadas. Sé que suena cruel, pero más tarde, lejos de allí, no pensé que aquella calma de hierros calcinados tuviese que ver con la tragedia, o con la suerte esquiva, sino con la inagotable y tenaz estupidez del género humano.

domingo, 14 de junio de 2009

Fantasmas

Un desorden invasivo, repentino, hecho de virutas de papel y lencería. La Educación Sentimental y La Señora Dalloway abiertos a la vez sobre la mesa del salón. Llamadas. Cuentas de correo prefiguradas con otros nombres. Perfumes exóticos, pañuelos desconocidos, enormes zapatillas con narices y orejas perrunas. Llamadas. Episodios de sonambulismo que dejan a su paso teles y bombillas encendidas. Sutil y gradual desaparición de onzas de chocolate. Camas sin hacer a las dos de la tarde. Llamadas. Gruñidos e ironías a la hora de la cena. Un séquito de frascos, cintas, agendas, bolis y papelitos esparcidos por la casa. El ordenador ocupado hasta horas intempestivas. Más llamadas. La sensación de que un intruso gobierna tu espacio doméstico. Asombro después de tanto tiempo y, sobre todo, saber que echarás de menos estas cosas cuando se vuelva a marchar.

miércoles, 10 de junio de 2009

Delirio

Hay pelos entre las teclas de mi ordenador. No es que tengan mucha importancia, pero al intentar quitarlos, golpeo teclas al azar y salen frases aparentemente ininteligibles, que me apresuro a suprimir. Se impone, supongo, escribir algo con sentido, incluso con cierta servidumbre estética. Sólo son remilgos. Lo que de verdad me apetece es verter sobre la pantalla cualquier barbaridad, ocurrencias malsanas y absurdas. Me contengo por respeto a un lector invisible. No sé si merece la pena. ¿Hay alguien al otro lado? Pero, quién es.. ¿no es esto como escribir desde una celda sin testigos? A lo mejor de ahí proceden los ataques de éxtasis de Santa Teresa. Enciendo un cigarrillo y observo una pantalla virgen, que no consigue expresarme nada. A lo mejor todo es falso. O quizá sea que la luz del cielo se parece a las tardes en las que respiraba un aire helado junto al mar. De eso hace mucho, parece que hayan transcurrido siglos. He soñado que daba la mano a muchos desconocidos, personas que merecía la pena conocer. Me pregunto si la vida les provoca cuando se emborrachan el mismo dolor dulce e insoportable. Pero en todos los casos, lo que me sugiere, lo que me confiesa el corazón, es que al final siempe estamos solos. Solos. Me levanto y, sin más excusas, me voy.

viernes, 5 de junio de 2009

Hoteles


Hoteles con cabeceras de latón y azulejos desconchados, hoteles turbios, apolillados, sucios como vértebras polvorientas en el osario de la ciudad; hoteles donde una portera sonámbula y pintarrajeada te despierta a las tres de la mañana, pensando que son las ocho y media; el hotel donde el conserje se equivoca de habitación y creyéndola libre pilla a mi amigo jodiendo y el pobre hombre, con impremeditada coherencia, exclama: “¡Está ocupado!”; pensiones donde follas durante coitos interminables, pero no por un plus de virilidad, o porque recuerdes las erecciones insensibles de Henry Miller, sino porque no te concentras, oyes el lamento de las tuberías, te acuerdas del tipo de recepción, no tenía cuello, su cráneo era puntiagudo, parecía el proyectil de un mortero vietnamita; hoteles en Francia con un retrete empotrado en un paño de la pared; un hotel en Escocia que daba, melancólicamente, a una bahía de fantasmas y náufragos; hoteles heroicos, arrabaleros, troskistas; pensiones con jofainas desportilladas y cucarachas lustrosas; hoteles de pasado trágico, con olores moribundos, rancios, almizcleros, imposibles de tolerar; hoteles decrépitos de sábanas apelmazadas; y por supuesto el Parador de Baiona, al que fuiste gracias a un premio literario, y donde te sentiste como un marqués, mientras saboreabas frente al mar el mejor gintonic de tu vida.

martes, 2 de junio de 2009

El nadador

Cuando aquel médico con barba de derviche somalí me dijo que tenía la columna torcida y que, salvo que nadase como un descosido, tendría que colocarme un aparato ortopédico, yo aún no había leído El nadador, de John Cheever. Tenía quince años, así que la opción de pasearme con un collarín delante de las chicas del instituto fue rápidamente descartada en favor de la piscina olímpica: empecé haciendo media docena de largos, pasé a quince, luego a veinte, y al cabo de un año me comía ochenta diarios. La columna se enderezó, mis espaldas se ensancharon y, como efecto rebote, se acentuó mi misantropía. Sin saberlo, estaba en las páginas de Cheever y me había convertido en un nadador solitario, que procuraba meterse en el agua a horas en las que no había público. No siempre lo conseguía. A veces llegaba un grupo de descerebrados que, viendo a la socorrista, se dedicaba a hacer payasadas y me impedían nadar con calma. Aquel día tuve que salir antes y mientras me secaba el pelo vi cómo la turba de mamelucos invadía los vestuarios. Uno de ellos asomó el pie desnudo bajo la puerta y, sin pensármelo dos veces, me giré y se lo aplasté con ahínco. Oí como un chasquido y luego un aullido feroz, bestial, que resonó igual que un violín desquiciado a lo largo del pabellón. Acabé de secarme el pelo y al salir me crucé con la socorrista, que me miró asustada. “¿Has oído el grito?”, me preguntó. La verdad es que era una preciosidad. Moví negativamente la cabeza y componiendo la mejor de mis sonrisas, abrí la puerta y salí.
Ese cuento que he nombrado de Cheever, por cierto, es uno de los mejores que he leído en mi vida.

Sombras enamoradas

Debe ser una manía, pero nunca miro hacia atrás cuando salgo de la habitación de un hotel. Aquella vez lo hice y me pareció que las sombras que cubrían las paredes seguían enamoradas. Estaba oscureciendo. No quise que me acompañara a la estación. Los andenes tenían un aire furtivo, como esas hojas desdibujadas por la lluvia en el vacío esplendor de un parque.

lunes, 1 de junio de 2009

El volumen que ocupan los sueños

Es casi una imagen tópica en la juventud: estábamos tumbados en la playa, a punto de ver amanecer, después de una larga noche de risas y copas. Todo es fascinante y dulce en esos momentos. Yo me perdí el espectáculo de los cielos ensangrentados y me quedé profundamente dormido. Cuando me desperté, los demás estaban en la orilla – me pareció que tremendamente lejos -, y chapoteaban en pelota picada. Me imaginaba la espuma salada lamiendo sus cuerpos y pensaba que allí rondaba la felicidad. Me levanté y me fui en dirección contraria. Tenía el vago recuerdo de haberme enamorado, unas horas antes, de una chica pecosa que vendía helados de yema y chocolate junto al mar. No encontré el puesto ni a la ninfa, pero al llegar al hotel, había un puñado de conchas y estrellas sobre las sábanas de la cama. Desde entonces, siempre imagino que los sueños son unos tipos rollizos que empiezan su actividad saliendo misteriosamente de las casetas de las heladerías.

jueves, 28 de mayo de 2009

Siluetas en el jardín

Sara no tenía una edad adecuada para cambiar de escuela, pero hicimos mudanza y ese curso lo empezó en un colegio nuevo. Me apretaba con fuerza la mano y caminaba con su mochila al hombro sin decir nada. Ella sabía – lo sabíamos los dos – que le esperaban días duros, episodios anónimos de humillaciones y amargos momentos de soledad. No conocía a nadie, estábamos muy lejos de su barrio anterior. Quedaban unos minutos para que sonase la bocina y merodeamos por los alrededores antes de entrar. Las casas que rodeaban el colegio eran viviendas de una sola planta, y aunque antiguas, tenían un aspecto decoroso y cuidado. En una de ellas descubrimos un jardín, con un césped maravilloso poblado de figuras de escayola. Había un puente sobre un río, algunos animales y pequeños seres salidos de un bosque encantado. Sara lo miró deslumbrada durante un tiempo y casi llegamos tarde a su primer día de clase. Recuerdo que cuando le di la espalda…bueno, eso prefiero reservármelo para mí: para mitigar el mal trago, todos los días, lloviese o hiciese calor, nos acercábamos a la casa y, si había suerte, solíamos descubrir escenas nuevas. Una criatura invisible las cambiaba, pues nunca conseguimos ver a sus dueños. Un día ella dejó de darme la mano y de pedirme que paseáramos juntos, creo que fue poco antes de Navidad. Fue su forma de decirme que había superado un umbral doloroso. Lo que ella no supo es que, durante unas semanas más, después de dejarla en el patio, yo seguía visitando solo las figuras del jardín.

lunes, 25 de mayo de 2009

Las contradicciones del demonio

Digamos que, dentro del grupo, apenas teníamos relación, pero al principio compartíamos una simpatía ligera y mutua. Se consideraba un lector voraz, especialmente de escritores rusos y su aspecto era el de un chico frágil y tímido, identidad que subrayaban su palidez y su complexión delgada. No era, ciertamente, muy hablador. Tardé un tiempo en descubrir su ideología extremista, su odio visceral hacia España, que él veía, de un modo iluminado, como un país invasor, y sus opciones políticas, que pasaban por implantar en Euskadi - sin pamplinas democráticas – un régimen totalitario de cuño marxista. Su radicalidad era pueril y monstruosa, pero lo asombroso es que manifestase contradicciones estéticas, que le llevaban a elogiar la prosa de Milan Kundera y, al mismo tiempo, calificarlo de “autor fascista y vendido a Occidente”. Llegó un momento en el que yo le miraba como a un marciano (peligroso), pero a veces, en medio de sus esporádicos y alucinados discursos maoístas, le interrumpía con preguntas extemporáneas, del tipo, “Oye, K., si pudieses elegir, ¿a qué ciudad llevarías a una chica para decirle que la quieres?", y entonces él me escrutaba en silencio y se quedaba ensimismado, y si consideraba la cuestión digna de ser reflexionada podía pasarse horas dándole vueltas, hasta que en un momento dado la retomaba y me ofrecía una respuesta, la que fuese, casi siempre emotiva y tremendamente sincera. Nunca me hice una idea exacta de qué opinión, en el fondo, se había forjado sobre mí. Supe que había ingresado en la cárcel, años después, por haber colaborado con una banda terrorista.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Conversación

Situación: Paso de cebra. Un BMW frena en seco y el conductor asoma la cabeza para interpelarme. Es R.: lo identifico por su cráneo gigantesco y su voz atiplada.

¡Joder, Miguel! ¡Cuánto tiempo!
Qué tal, oye en vaya sitio nos vamos a ver…
Sé que tienes un blog, cabrón, ¡no me habías dicho nada!
Bueno, es que… ¿seguro que no te mandé…?
Oye, eso son gilipolleces…
¿Cómo? (Se oyen los primeros pitidos)
Lo del blog, hombre, eso es cosa de pajilleros y nenazas…
¿Nenazas?
¿Y la puta novela?
Bueno, la acabé, ya sabes…
¡No sé nada!
Quiero decir, que anda rondando por ahí, ya sabes, es difícil…
¡No me jodas! ¡Seguro que es buena!
Bueno, no sé qué decir…es un poco excéntrica y…
(Los pitidos van in crescendo)
¡Tienes que valorarte más tío! ¡Deja de pitar, subnormal, ahora arranco!
Oye, será mejor que pase y… (los pitidos son atronadores)
¡Que les den por culo! Oye, me tienes que pasar un manuscrito, ¿me oyes?
Claro, claro…
¡Ya voy, mamarrachos!
Adiós…
Escucha, Miguel (he empezado a cruzar)…
Dime...
¡Déjate de memeces blogeras! ¡Tú dale caña a la pluma! (un coche que venía en la otra dirección, está a punto de atropellarme)
Nos vemos
¡Ya voy, hostias! (saca su cabezota, me señala con el dedo)
¡Llámame!
Claro, claro…
Lanza otro grito incomprensible, algo sobre aplastar cosas y que los blogs son para jóvenes que se hacen pajas.
El BMW escupe un bucle de humo y despega del asfalto.

domingo, 17 de mayo de 2009

Sin título

Sé que hay cosas que, por mucho que presuma (tirarme en paracaídas, esquiar en los Alpes, bajar en canoa por un rápido…), difícilmente haré. Hubo cosas que, siendo adolescente, jamás pensé que haría: como coger en brazos a mi propia hija recién nacida, o llevar a hombros el ataúd de mi abuelo Cabanas, lentamente, desde la huerta de su casa hasta la vieja ermita del pueblo. Las primeras hablan de las promesas delirantes de la juventud, de los riesgos que te hacen sentirte física y eufóricamente vivo. Merece la pena pasar por alguna de ellas (aunque corras el riesgo de partirte la crisma). Las segundas son más comunes, modelan tu naturaleza, te hacen hombre o mujer. Son gremiales y milenarias, pero a la vez incontestablemente íntimas: ninguna cascada furiosa, ningún cielo hecho pedazos bajo el último rayo del sol puede comparárselas. Permanecen. Son como escribir un verso a navaja en la palma de tu mano.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Por majadero

Terminaba de bajar del vagón y estábamos los dos en el andén, incapaces de decirnos nada. Yo llevaba la bolsa al hombro y no podía dejar de mirarla. "Estás más delgado", me dijo". "Eso es porque me echas de menos", le respondí con una sonrisa. Pretendía ser un juego de palabras, un chiste conceptual. Ella tardó un minuto en percibirlo, pero luego, girando sobre sus zapatos – sobre sus maravillosos, fetichistas tacones de aguja -, me dio la espalda y se marchó.

lunes, 11 de mayo de 2009

El hombre que mató a Marlon Brando


Aunque sea difícil de creer, en el año 1985, en pleno hervor democrático, el rector de la Universidad de Deusto prohibió con rotundidad, es decir, sin sutilizas jesuíticas, que en el cine-club proyectásemos “El último tango en París”. Para quien sea ratón de hemeroteca, agregaré que la noticia gozó de cierta repercusión mediática, hasta el punto de merecer unos minutos en el telediario de las nueve. B., que era el director del cine-club, promovió una recogida de firmas y durante aquel trimestre se convirtió en el héroe de la Facultad. Nunca pensé que, veinte años después, me lo fuera a encontrar en Sevilla, en un foro de organizaciones no gubernamentales. Menos aún que tuviera el mismo cuerpo desgarbado y que conservara su aspecto de sátiro pacífico. Él no me reconoció y tampoco pareció celebrar que evocara la anécdota delante de su jefe, que emitía un sutil tufo a sacristía. Fue una decepción en toda regla, ver a aquel antiguo iconoclasta convertido en un siervo baboso. Luego pensé que también Marlon Brando había acabado siendo una caricatura de sí mismo, una mole de carne rebozada en las cenizas de su extinguido esplendor. Lo pensé amargamente en el viaje de vuelta, y al llegar a casa, entre las sábanas, incapaz de conciliar el sueño. Al día siguiente, me bajé al videoclub y alquilé “La ley del silencio”. Pasase lo que pasase, el rostro ensangrentado de Brando y su pelliza de cuadros rojos, siempre estarían allí.

jueves, 7 de mayo de 2009

Polvo eres

Los espacios urinarios son la antesala genital de los blogs actuales y quien más y quien menos ha tenido la oportunidad de leer en ellos, además de sentencias juiciosas y aforismos de almanaque, microrrelatos de una belleza crepuscular (éste, sin ir más lejos). La saturación de sus puertas y paredes, no obstante, ha acabado por despojarles de dignidad, por lo que, en mis tiempos de estudiante, yo tendía a desahogarme en los retretes de los profesores – preferiblemente en el área de decanatos – donde, además de mayor higiene, disfrutabas de rollos de papel mucho más anchos y esponjosos. A veces sucedía que, estando en trance de superar un conflicto intestinal, oía los pasos de tal o cual emérito, que manipulaba la manilla pensando que su santuario estaba vacío. Volvía a los pocos minutos, lo intentaba de nuevo y, acuciado por la necesidad, no tardaba en insistir, diré que con una actitud cada vez más angustiosa, primero con carraspeos, luego golpeando la puerta con estridencia, interpelando incluso al cagón anónimo con interjecciones soeces (el lugar lo propiciaba). Yo permanecía en el trono, impasible y tenaz, haciendo caso omiso a las amenazas, celebrando la cólera creciente de quien se vería forzado a buscar alivio lejos de allí. Era una venganza sucia y mezquina, propia de un pupilo sin escrúpulos, de alguien a quien sólo se podía calificar - sí, ahora me viene la expresión a la cabeza, vayan ustedes a saber por qué - de cabrón resentido.

lunes, 4 de mayo de 2009

El prestigio de la ignorancia

A veces todavía sueño que no saqué ninguna carrera, que no obtuve ningún título, que ni siquiera aprobé aquella asignatura de nombre pedestre que llamaban pretecnología. Incluso imagino que me quedan varias docenas de exámenes por hacer. Puede que sea verdad. Tampoco me disgustaría que en mi esquela pusiesen que me fui al otro barrio, como buen analfabeto, sin entender nada.

viernes, 1 de mayo de 2009

Grumete Cabanas

Durante un tiempo pensé seriamente en dejar los estudios y hacerme a la mar. Incluso hice algunas gestiones en una compañía naviera de Bilbao. Era consciente de que mis funciones, en un barco, no pasarían de fregar cacerolas o quitar las rebarbas de paneles de latón. O cosas peores, que no quiero imaginar, en el mefítico mundo de los fogoneros. Todo esto me suena hoy a negligencia romántica, a sueños sin pies ni cabeza. Seguramente, de cometer semejante locura, me hubiera desollado las manos y agriado mi débil carácter. Es posible que algún marinero bizarro me hubiese arrojado por la borda en una noche de niebla. Solía ver entrar los barcos a la hora del crepúsculo, desde un malecón golpeado tenazmente por el viento. Las gabarras, lentas y panzudas, los movían con mimo. Era una contradanza poderosa, llena de majestad. Se me humedecía el rostro por culpa de la espuma que rozaba las losas del faro. Podía pasarme las horas allí, como un idiota. Pero qué hermosos eran aquellos barcos y qué belleza maldita había en aquellas tardes.

miércoles, 29 de abril de 2009

Costumbrismo

Fueron tiempos difíciles, como en las novelas de Dickens y, sin embargo, luminosos. Yo pasé de vivir como un hidalgo a juntar las pesetas que me sobraban del pan para comprar el periódico, al menos, una vez por semana. Residíamos en un distrito periférico, el Barrio Corea, cuyo nombre respondía tanto al biotipo vecinal (jóvenes desbordadas por una prole inmensa, antiguos extraperlistas, carboneros tísicos, yonkis…), como a su origen, que se remontaba precisamente a los años de la famosa guerra en el suroeste asiático. Por las tardes bajábamos con una silla de enea a la calle y charlábamos con otros padres jóvenes y gandules. Todos los bebés estaban perfumados con agua de lavanda, aunque nosotros procurábamos que a Sara no le colgaran los mocos. Nuestra calle – en una ciudad llana y lustrosa como una mesa de billar – era vieja y empinada, pero aún así conservábamos un orgulloso equilibrio: al atardecer, el sol se instalaba encima de la cuesta y dejaba en los bordillos, como un pastelero despistado, una fina capa de jalea roja. Entonces los niños se calmaban y durante un rato, tal vez sólo unos minutos, pensabas que merecía la pena estar allí.

domingo, 26 de abril de 2009

Juventud

No fue premeditado, por entonces ni siquiera se organizaban ceremonias de despedida. Tenía veintitrés años. Llegué a casa, literalmente, haciendo eses y me pasé la noche echando la pota en un balde de cinc. Por la mañana mi padre me empaquetó en el asiento de atrás (volví a vomitar un par de veces) y condujo durante cuatro o cinco horas. Al verme bajar del coche, mis tías se asustaron. Al día siguiente, mi abuelo entró a ponerme un clavel en la solapa de la chaqueta y me dio un abrazo inolvidable. Era una mañana ventosa. Unas horas más tarde, me casé.

miércoles, 22 de abril de 2009

Los orígenes del bisturí

La primera vez que me operaron, el cirujano me puso una especie de babero y me metió un sacacorchos en la garganta. Me recomendaron chupar trocitos de hielo, pero me negaba a abrir la boca. Estaba en una habitación de techos altísimos y mi tío Manolo, que murió años después, me llevó un caballo de una blancura irreal. Antes de entrar en el quirófano, había estado sentado en la primera fila de una especie de anfiteatro, un lugar gélido y desolador. A veces escupía sangre y veía siluetas oscuras junto a mí. Mi madre dice que es imposible que me acuerde de todo eso. Tenía dos años.

lunes, 20 de abril de 2009

Ausencia

No teníamos una relación estrecha. A veces coincidíamos tomado copas y hablábamos de cine o literatura. Un día, sin venir a cuento, me confesó que no sabía quiénes eran sus verdaderos padres, que era adoptado. Lo dijo sin mucho énfasis, como si una garra le apresase los pulmones. Estábamos en un bar, había pocos clientes, yo guardé silencio. ¿Sabes qué es lo peor?, me comentó, lo peor es que a veces sueño que lo soy, que soy un niño adoptado, y luego me despierto.

sábado, 18 de abril de 2009

Crisis

Al llegar al apeadero de Olaveaga, un grupo de encapuchados abordó el tren y nos obligó a bajar por la fuerza. Yo llegaba tarde a un examen y me puse a correr entre el balasto de las vías, mientras veía a mi espalda, como el humo negro de una parrilla, el efecto de los cócteles molotov. Los vagones ardían igual que grandes longanizas de cromo. Luego quedaba atravesar el Puente de Deusto, donde los grises y los obreros de los astilleros celebraban sus cotidianas batallas campales (aunque al mediodía pactaban un breve descanso para comer el bocadillo: lo juro). Es extraña esta crisis. La gente camina por las calles resignada, con un leve brillo mortuorio en los ojos. En aquellos años de paro salvaje, como diría malignamente el coronel Kilgore, de las rosas emanaba un olor a napalm.

miércoles, 15 de abril de 2009

Marcuse

En el segundo año de universidad tenía fama de ser un tipo bohemio e ingenioso que, entre otras aficiones exquisitas, leía profusamente a Marcuse. Tanto leí a este último que acabé por dejar medio curso para setiembre y cuando llegó el verano mis padres se fueron a disfrutar del sol y yo me quedé solo en casa. Empecé a ir a un hotel que estaba al lado del Puente Colgante, un inmueble que en tiempos había hecho gala de un fino esplendor y ahora exhibía su decadencia anunciando los menús en un pizarrín y dejando cuartearse los estucos del techo. Si estabas dispuesto a sentarte en una mesa corrida y compartir el menú con otros clientes, te hacían un descuento sustancial. La mesa se llenaba de comensales variopintos, aunque el único joven que acudía regularmente era yo. Había pescadores, vagabundos, pensionistas asmáticos y hombres solitarios y gordos (ni una sola mujer). El vino era peleón y a veces salía de allí con los ojos bizcos y los sesos encharcados. Alguna de las historias que contaban aquellos tipos eran realmente espeluznantes; otras poseían una pátina de inverosimilitud. Cuando llegó setiembre dejé de verlos y mi dieta mejoró ostensiblemente. El primer día de clase, rodeado por una docena de estudiantes, les narré mi experiencia, pensando que el mío había sido un verano irrepetible. Las chicas me miraron como si fuese un anormal y los varones se rieron por lo bajo. Seguí leyendo a Marcuse, pero nunca recuperé mi prestigio de joven ingenioso y bohemio.

lunes, 13 de abril de 2009

Epifanía

No presumo de ser un viajero experimentado, pero como turista he sido testigo de algunas escenas inolvidables: en Roma, en Lisboa, incluso en el suburbial y viejo Glasgow. Ninguna tan prodigiosa como la que tropezara visitando, por cuestiones laborales, una guardería pública. Acompañaba a un arquitecto, con la consigna de tomar referencias para equipar un nuevo centro cívico. La directora de la guardería era una mujer joven y parecía disfrutar con su trabajo. Nos enseñó todas sus dependencias y respondió pacientemente a nuestras preguntas. De repente, en mitad del comedor, nos asaltó a los dos una cuestión incómoda: dónde estaban los niños. La directora sonrió y nos aclaró que a esa hora, las cinco, echaban una pequeña siesta. Señaló un cuarto, detrás del cual se hallaban los supuestos durmientes. Si nos asomamos despacio no los despertaremos, añadió, a lo que nosotros nos negamos en rotundo, alarmados por la posibilidad de perturbarles el sueño. Pero el empeño de nuestra anfitriona doblegó nuestros escrúpulos y se dirigió resueltamente hacia allí. Fue como si la jungla se hubiese quedado envuelta en un denso silencio. Ella posó la mano sobre el picaporte y lo presionó delicadamente. Una penumbra misteriosa nos acarició la cara. Luego, muy despacio, la puerta se abrió.

jueves, 9 de abril de 2009

Elogio de la lentitud

A veces, como quien emplea mucho tiempo en afeitarse, o en estirar una sábana recién lavada en la hierba, pienso en la flaqueza sensual de la lentitud. He odiado todas las tardes de los domingos, excepto aquella en la que Masca me persuadió para que hiciéramos una pintada contra la OTAN en la fachada del Ayuntamiento (por Júpiter, no ha llovido desde entonces): nada de prisas, me susurró, esto hay que hacerlo bien, seguro que los alguaciles están jugando al mus. A Masca le habían echado del instituto por perezoso, pero lo que no sabían es que él promovía el comercio del sosiego, el secreto de la lentitud, su disidencia privada y hermosa. Le acompañaba cuando iba a comprar winston de contrabando y nos podíamos pasar horas sentados al volante, silenciosos, siguiendo una ruta de chigres fronterizos. Conducía despacio, supongo que hacía el amor despacio y hablaba sólo lo justo. Le perdí la pista hace años, más o menos cuando mi vida empezó a precipitarse, no sé muy bien hacia dónde. Sigo aborreciendo las tardes de los domingos, pero es que son, si no me equivoco, el reverso siniestro de la lentitud.

martes, 7 de abril de 2009

Crisantemos


Hay que pasear por los cementerios en primavera, sobre todo si son franceses, que son los que se llevan la celebridad, pero yo prefiero esos camposantos que se alzan con sus cresterías góticas en las aldeas de Lugo y visitarlos, si es posible, en tiempo de brumas. Una vez leí este epitafio sobre una lápida llena de herrumbre: “No perdonéis mis pecados. Ni mis errores. Ni siquiera mis aciertos. Y, sobre todo, no recéis de rodillas por mí”. Lo firmaba Antón Rivas Souto, verdugo.

domingo, 5 de abril de 2009

Pastillas

Definitivamente decidí dejar a mi psiquiatra, el doctor del crucifijo y la mirada penetrante, con ese aspecto colonial de hijo de brigadier que, lo reconozco, tanto me fascinaba. Así que recurrí de nuevo a la sanidad pública y, oh, sorpresa, allí estaba aquella doctora de ojos azules, qué le ocurre me preguntó con timbre fluvial, parecía una ninfa harta del sufrimiento, soy escritor le respondí, claro, claro, musitó con voz cansada y me recetó pastillas, un montón de pastillas para la zozobra y la angustia del escritor, pastillas ovaladas y duras, me podría hacer una tortilla con ellas al llegar a casa, pensé, mezclarlas con yemas del color del sol de la tarde y abrir una botella de vino, y sentarme a la mesa, saborear una tortilla de pastillas a las finas hierbas, como Pereira, y escuchar de fondo la guitarra de Billy Bragg, o a la mezzosoprano Susan Graham interpretando Á chloris: todo muy triste, muy melancólico, al borde del fin del mundo, Sr. Paz, pero no, no podía engullirlas todas, era cuestión de ser paciente, tenía que volver a ver, entre los limosneros y las viejas del ambulatorio, a la doctora de los ojos azules.

martes, 31 de marzo de 2009

La mística de las tijeras

La mística surge de las cosas más banales. No es de extrañar que Santa Teresa levitara en su celda monacal, o viendo en el refectorio la cola de un ratón. Cuando yo era niño la gente comerciaba por las escaleras; abrías la puerta y te aparecía un tipo con salazones o barriles de miel al hombro. Los barberos también se instalaban con sus brochas y navajas en la cocina. El que venía a mi casa era un tipo calvo (¿por qué hay tantos peluqueros calvos?) y se ponía a mi espalda, mientras conversaba con mis padres. Era un gallego macizo, colorado, con la cabeza como una bola de hierro. El primer día me dio unos cuantos pescozones para garantizar mi inmovilidad y aprendí rápidamente que debía quedarme quieto. Pero para mi sorpresa, el muy cabrón seguía atizándome siempre, empleándose con especial saña en mis partes blandas: los lóbulos de las orejas, mi púber cuello lechoso, la sima virgen de la nuca. Me endosaba collejas y papirotazos constantemente, ante la mirada impasible de mis padres. Su sadismo, melifluo y doméstico, tenía algo de inmortal. Nunca se lo he contado a nadie, pero aquel barbero era Dios. Por eso, a pesar del tiempo transcurrido, sigo sintiendo alojado en el bulbo raquídeo el negro sentimiento de la culpa.

viernes, 27 de marzo de 2009

Sonambulismo


Descubrí que mi hija era sonámbula un viernes que se presentó a las tres de la madrugada en mi habitación, diciendo, con voz clara y firme, que la suya olía a quemado. Parecía totalmente despierta, me miraba como si estuviésemos lavando lechugas en la cocina y, eso sí, hablaba con una irritación suave y profunda. Me tiré de la cama, pensando en una ola de fuego, en una zarza de humo subiendo por las cortinas. Su habitación era el mismo caos de siempre, bolsos y peluches, pero sólo la impregnaba su aroma adolescente. Sin embargo, dada su insistencia – el olor sale del enchufe, decía – me puse a husmear por allí, arrodillado, infructuosa y perrunamente. Ella se volvió a dormir, dieron las cuatro, yo me desvelé por completo. Ahora pienso que lo fantástico del asunto no fue descubrir que Sara era una heroína de una película de Torneaur, o que en su cráneo parpadeaban sinapsis de colores, sino verme a mí pegado al enchufe, en calzoncillos, somnoliento, con el culo en pompa. Jodidos hijos. Fue una lástima que no me tiraran una foto.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Deuda

Un día, en casa, me quejé por la escasez de la comida, o más bien porque yo, acostumbrado a dejar sobras, encontré mi plato poco sabroso. Mis padres se callaron, creo que miraron abochornados al suelo, se hizo un silencio plomizo. Mi padre llevaba una temporada al paro, él que no había dejado de encallecer sus manos desde su temprana juventud, que había segado con docenas de gallegos del alba al anochecer, que había pasado una mili interminable en África, dormido en vagones, trasladado vigas por andamios peligrosos y famélicos. Ahora de viejos, cuando vienen por aquí, les sigue gustando agasajarme y sentarme a su lado en la mesa. Yo llevo el vino, les digo, y con las cucharas en el mantel, por un momento, me parece que brillan sus rostros. No tengo más que decir. Seguramente, ellos nunca leerán este blog.

domingo, 22 de marzo de 2009

Locos

Los enfermos mentales son los parias de la tierra. Más que los que padecen el sida, la lepra, cualquier mal infeccioso. La sociedad los repudia clínica y cínicamente, y siente por ellos un pavor duro y ancestral. Será porque la sustancia que nos separa de la demencia es más frágil que el barniz de una puerta vieja. Sin embargo, yo soy de los que piensan que para cada loco hay una ocupación fértil y oportuna: los mataderos para los psicópatas, el espionaje para los cleptómanos, la construcción de piezas de ajedrez para los obsesivo-compulsivos. ¿Puede existir mayor delicuescencia, placer más suntuoso que ser un librero con agorafobia?

martes, 17 de marzo de 2009

La solidaridad de los sentidos

En clase de psicología, explicando las misteriosas interacciones de los sueños y la percepción humana, el profesor le pidió a una alumna ciega que nos brindara su propia experiencia sobre el mundo onírico. “¿Sueña usted con colores?”, le preguntó con desparpajo. Todos nos giramos para mirarla, pero cuando nos parecía que iba a responder con vacilación, se limitó a decir que si en sus sueños aparecían rosas, ella, que nunca las había visto, percibía algo similar a una estela fragante. No soy un jardinero fiel ni escrupuloso, pero a lo largo de mi vida he pensado algunas veces en esa chica: en las escasas ocasiones en que hundo mi nariz en una flor y, aspirando su perfume, cierro los ojos.

viernes, 13 de marzo de 2009

Enología

Spiro era un gañán de aspecto frágil y pelo rizoso que tenía estrella con las mujeres. Seducía especialmente a las maduras, a quienes, según sus propias palabras, mordía las ingles y hacía barritar de placer entre sábanas que había robado al ejército. No ejercía oficio alguno y se desayunaba con su dosis habitual de haschis, por lo que tenía ese aire lunático y mortuorio que hechiza a cierto tipo de adolescentes. No le gustaba que me burlase de su mundillo de camellos y de aquellos rituales absurdos para pillar costo en los sótanos de la calle Iberia. Tú qué sabrás, me fustigaba con voz pastosa y me miraba como un mandarín a su discípulo menos competente. En una cena con parejas burguesas, muchos años más tarde, me vino a la memoria, mientras el novio de mi mejor amiga, presumiendo de vinos, se jactaba de haber catado un caldo espléndido, una botella de añada y valor incalculable. Un Vega Sicilia nos dijo, que le habían regalado por ganar un juicio para una firma de postín. Los demás suspiraron con envidia, pero yo me acordé de Spiro, de la tarde en que nos contó que había robado una botella de vino en El Corte Inglés, cuya marca, Vega Sicilia, no conocía absolutamente nadie. Es que sois unos ignorantes, agregó y nos miró como un mandarín hastiado a una tropa de samurais sin espada. Cuando le pregunté a qué sabía, se encogió de hombros, y nos pidió papel de fumar para su enésimo canuto del día.

domingo, 8 de marzo de 2009

Malas compañías

Competían por ver quién arrojaba el semen más lejos. Organizaban batallas de terrones en la periferia y metían piedras afiladas en la hierba. A veces, veían caer a un rival con la frente ensangrentada y lo celebraban enloquecidos. Llevaban pantalones por la canilla, carecían de higiene, sus rostros estaban sin hacer. Llegaban tarde del recreo y formaban un mural expresionista al fondo de la clase. Rapiñaban cobre, cartones, hojalata, celosías de conventos. Arruinaron al único kiosko de la zona, después de meses de morosidad y pillaje. Eran coléricos; eran temibles. Por algún motivo que ignoro, durante un tiempo, formé parte de aquel clan.

martes, 3 de marzo de 2009

Solo

Entonces nadie se manifestaba contra ETA en el centro de Bilbao, pero aquel tipo estaba allí, solo, con un cartel en el pecho, rodeado de gente que profería amenazas, qué pasa con la tortura, le decían, traidor, le ladraban, sus puños revoloteaban sobre su cabeza, parecían cuervos, abejorros, insectos de aguijones voraces y malignos. Estaba solo, temblaba, juntaba unos pies diminutos, la verdad es que tenía un aspecto patético, no entiendo cómo soportaba la tensión, por qué no echó a correr, si no llegó a hacerse pis encima … pero, después de todos estos años, os lo aseguro, es la imagen más imborrable que conservo de la dignidad.

viernes, 27 de febrero de 2009

Espalda

Cuando caminas por la calle, a tu espalda queda un mundo entero y vivo que no estás viendo. Si vuelves sobre tus pasos, creas otro igualmente invisible. Es inquietante y, sin embargo, la nostalgia reside en esa secuencia: cuando regresas a las casas de tu infancia que fueron derrumbadas y reemplazadas por edificios de apartamentos, cuando te marchas y les das la espalda, esas casas siguen ahí.

martes, 24 de febrero de 2009

23 F

La gente se pregunta qué es lo que estaba haciendo el 23 F, pero a mí me da por arrastrar la imaginación más lejos y pensar qué hubieran perpetrado de haber sido muchachos talluditos o mesoneras bávaras en los tiempos de Adolf, y de pronto veo al poeta M. delatando a ese hombre con guedejas de rabino, o al profesor S. tocando el violín ante un grupo de SS-Obergruppenführer y, por supuesto, a más de un jefe engrasando con aceite suizo el reloj de la cámara de gas. Soplones, insensibles, alimañas, así es como concibo a muchos que ahora presumen de prurito democrático o dibujan versos en papel de arroz. De vez en cuando, hay que mirarse en el espejo histórico de lo que podríamos haber llegado a ser. ¿Que cómo me veo a mí mismo? Tampoco salgo bien parado, pero a vosotros os lo voy a contar.

viernes, 20 de febrero de 2009

Rudezas

Ocasionalmente, si la enemistad entre dos de nosotros se enquistaba, los mayores organizaban una pelea en el portal. Se creaba un círculo y nos ponían a los púgiles dentro. Era un zaguán húmedo, oscuro, que olía a pis de vieja. Roberto y yo fuimos cocinando nuestro odio, hasta que nos emplazaron a tomar los guantes. Lo digo en plan simbólico, porque nos enfrentamos con los nudillos desnudos. Aguantamos mucho rato en pie y nos dimos una buena tunda. Lo vi hace un par de años, detrás de la barra de un bar. Entristecido, sin pelo, con los párpados fofos y azules. He procurado conservar una pizca de aquel odio infantil. Porque a pesar de la grosera celebración de los mayores, aquel día, después de astillarnos las cejas, nos estrechamos con fuerza la mano.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Buster Keaton

No era un cura al uso. Llevaba pantalones de pana, jerséis raídos, impartía sus clases sin afeitar. Creo que fue de los pocos que nunca nos puso la mano encima. Prácticamente ignorábamos quién era, pero cuando la palmó Franco, nos bajó a la capilla y nos instó a rezar por algo que nos sonaba pecaminoso: la amnistía de los presos políticos. Su espalda ancha y encorvada se mecía delante de nosotros. Fue la única vez en mi vida que me arrodillé en un templo y también la primera que oí nombrar la palabra libertad. Cuando regresamos de vacaciones, en su clase de lengua, nos habló de Buster Keaton.

lunes, 16 de febrero de 2009

La muerte tenía un precio

Me encontré con Martín seis años después de que me diese un puñetazo en clase. Fue él quien me identificó y me requirió junto al complejo donde yo iba diariamente a nadar y levantar pesas. Estaba irreconocible, parecía un sapo medroso, tenía chepa y, a pesar de su juventud, una prominente barriga. Me saludó con nostalgia y a mi mente vino su imagen de matón, su pelo ensortijado y duro y, cómo no, la bofetada que me propinó siendo yo un delegado gordito. ¡Tío, cuánto tiempo!, exclamó como si hubiésemos combatido juntos en Verdún. Lo miré un rato, pensando que, justo en aquel instante, lejos del pasado, podía cobrarme hormonalmente una venganza demorada. Le dediqué una sonrisa despectiva (no sé si la notó) y me fui calle abajo silbando y con algo parecido a una sensación triunfal. ¡Podía haberle partido la boca!, cavilé exultante. Al llegar a casa, sin embargo, evoqué la vieja humillación y pensé, casi con dolor, que era aquel día cuando, a pesar de la derrota y la sangre segura, me tenía que haber enfrentado a él.

viernes, 13 de febrero de 2009

Queda niebla

Una vez asesiné una golondrina. Iba por el campo con una carabina de aire, incrustando balines en los pechos de los gorriones, los herrerillos y los petirrojos. Luego los cocinábamos en una cazuela de barro. La golondrina, que a diferencia de otros pájaros más asustadizos, podía pasarse minutos posada en un cable, esperó imprudentemente a que la abatiese de un balazo. Era una de esas que vuelan zigzagueantes y llevan sobre sus huesos un frac minúsculo. Fue un crimen innombrable, y yo fui testigo y actor de mi triste crueldad. Luego he tenido a personas que murieron en mis brazos y su último hálito, el suspiro del moribundo, fue tan misterioso como el cuerpo inerte de aquella golondrina.

miércoles, 11 de febrero de 2009

De Dickens

El azar de los piojos nos remite a un mundo mefítico, medieval, de espacios lóbregos y escuelas de posguerra. Sin embargo permanecen ajenos a los ciclos históricos y siempre han estado ahí, incluso después de la muerte de Franco. El Director nos dijo a Edu y a mí que, por ser de un curso superior, acompañáramos a su casa a un mocoso de primero. “Díganle a su madre que está infectado de parásitos”, nos indicó con su habitual tono lacónico. Vivía en Portugalete, así que tuvimos que ir andando con él una interminable media hora. No me acuerdo de su nombre, pero sí de que su cabeza nos parecía inmensa, como una luna que fuese flotando sobre el suelo. Lo llevábamos tres o cuatro metros por delante de nosotros, con el aviso de que, si se le ocurría detenerse o girar su cabezón, lo correríamos a pedradas. Lo humillamos a conciencia, pero a medida que nos acercábamos a su casa, nos dio por pensar que su madre, en gratitud por nuestra peligrosa expedición, nos daría una pingüe propina. Nos abrió una señora en bata, con bigote, aureolada por un tufo a repollo. Le explicamos el incidente y exhibimos la mejor de nuestras sonrisas. El chaval cruzó el umbral silencioso, como si volviese de una trinchera lejana. La muy cabrona, después de murmurar algo siniestro, nos dio con la puerta en las narices.

viernes, 6 de febrero de 2009

Digan lo que digan

La vida, digan lo que digan, es puta, muy puta. Manuel era un hombre generoso y un carpintero formidable. Mientras trabajó para mí, no hubo día que no me contara alguna anécdota jugosa, o se sonriera evocando su estancia en la Ibiza de los sesenta, o sus viajes como emigrado por Suiza y Montreal. En el taller, a pesar de que literalmente les ladraba, era admirado por todos sus alumnos. Tenía unas manos grandes y firmes, que habían acariciado las maderas más fragantes y a las mujeres más exóticas. Me parecía excepcional, Manuel, incluso cuando se burlaba de mi bisoñez, como aquel día en mi casa, años más tarde, cuando ya estaba en su silla de ruedas y se partía la mandíbula viéndome en un video haciendo el ridículo. La enfermedad lo hizo trizas y se cebó en su cuerpo de un modo metódico, insidioso, aniquilador. La primera vez que lo fuimos a ver al hospital rompió a llorar amargamente (la boca llena de flemas, gimiendo como un niño), avergonzado de que lo viéramos así. Luego empezó a recibirnos con una sonrisa, reía constantemente, sobre todo cuando lo sacaban a la calle sus hermanas, cada día más delgado, más consumido, más devastado. Un buen día, él que era un narrador ejemplar, perdió la voz. Su risa se deformó, se hizo más desgarrada, más menuda. Digan lo que digan, la vida es una mierda. Y en cuanto a mí, joder, nunca le dije que lo quería.

lunes, 2 de febrero de 2009

La noche

P. me decía que tenía que conocer “la noche”, que un escritor de raza no podía escribir sobre la vida sin meterse de lleno en ella y que la noche era “la madre de todas las experiencias, incluyendo gozos y quejumbres”. Sumergido en mi tediosa vida familiar y doméstica, hacía tiempo que había dejado de brincar a horas intempestivas y beber ginebra de garrafón en antros sórdidos, así que decidí coger un cuaderno de campo y, en plan antropólogo, seguir los pasos de mi amigo. P. es un crápula seductor, acostumbrado a cebar sus colchones con carnes prietas y relucientes, con la piel curtida en peleas callejeras y el estómago en licores inverosímiles. No dejamos “ambiente” sin visitar y durante una noche larga machacamos los tímpanos con música grunge y nu metal, mientras a nuestro lado se deslizaban tribus de góticos, nenazas, emos, pijos y, por supuesto, borrachos. De madrugada, como dictan las buenas costumbres, acabamos en el garito de la estación, donde un tipo de mentón azul y ojos vidriosos lanzaba esputos sanguinolentos sobre un puré de serrín. P. sobaba el culo esférico de una dominicana y a esas horas, con la sensación de haber tragado un saco de monedas oxidadas, yo me decía a mí mismo que todo aquel tinglado nocturno no merecía ni una hora de sueño prestado y, mucho menos, una mísera coma. Sí, había sido testigo de algunas historias salvajes, pero ninguna tenía la fuerza del viaje de Teodoro, un babiano de metro cincuenta que, para menguar un par de centímetros y librarse de la mili, había recorrido a pie cien kilómetros el día antes de tallarse.

viernes, 30 de enero de 2009

Esos jóvenes

A veces me pregunto qué fue de ellos. Eran duros y salvajes, estrellaban los dientes al sonreír, tenían una mirada de garduña. Corrían los convulsos años de la Transición. Se les veía en los desfiles con el puño enguantado, sollozando ante la tumba del Caudillo, saltando de jeeps con ardor castrense. Muchos tendrán sesenta años, conservarán, seguramente, una salud de hierro. A lo mejor pasean por el Retiro con sus nietas, se broncean en playas vírgenes, juegan al dominó entre fibrosas piezas de jabugo. Viven plácidamente como bueyes recios y saciados. Me pregunto dónde estarán. Algunos, en las emulsiones nostálgicas del NODO, sonreían como hienas pensando en su porvenir.

martes, 27 de enero de 2009

Cerdos y cisnes

No me explico cómo se matriculó Krug, hijo de un industrial próspero, en un instituto ruinoso como el nuestro. Era un tipo esbelto y delicado, a quien los demás tildaban de libélula o maricón. Él lo llevaba con amargura, como yo detestaba que los cachas de clase se burlaran de mi obesidad. Un día, mientras nos explicaban la Tipología de Kretschner y matizaban las características de los pícnicos – hombres gruesos y cuellicortos, de abdomen abultado -, Krug soltó: “Vamos, como Mikel” lo que, para su regocijo, provocó la hilaridad general. Yo lo negué categóricamente, pero lo que más me dolió no fueron las carcajadas, acompañadas de mohines simiescos, sino la mirada compasiva, ay, de algunas chicas. Pasaron un montón de años y me tropecé con Krug en un tren. Yo había cambiado, pero él seguía teniendo la misma planta de bachiller boquirrubio, ni un rastro de estigmas viriles. Me senté frente a él y saqué un libro del bolsillo, sin darle siquiera los buenos días. Había más pasajeros, pero nos reconocimos nada más subir. Durante parte del viaje noté que quería dirigirme la palabra, pero yo continué leyendo impávido. Que te jodan, pensé. Iba solo y tuve la impresión de que, como antaño, su soledad era dura e indescriptible. Salí del vagón sonriendo, caminando por el andén con aire victorioso. No supe más de Krug, de su mirada esquiva y frágil. Siempre que paso junto a una estación de trenes me pregunto, atormentado, qué habrá sido de él.

sábado, 24 de enero de 2009

Estupor y temblores

J.M. era, sin excusa posible, un hijo de puta. Un profesor despótico y siniestro que, además de asfixiarte en el aula, graznaba en tus peores pesadillas. No sé si lo habrán enterrado, pero en aquella época se hubiese necesitado un ataúd estimable, uno con goznes flexibles para alojar su panza de percherón. Su envergadura, a pesar de no pertenecer a la Orden, recordaba a la de esos frailes membrudos de las abadías sajonas, y se proyectaba sobre nosotros – especialmente sobre nuestras nalgas – con puntapiés feroces. Era el tutor de mate, y el de gimnasia, y al final de cada trimestre nos hacía formar una fila humillante. “Ustedes son una mierda”, les decía a los que, por sus notas, estaban en la cola. Los que iban en cabeza recibían su merecido después, en los ejercicios del potro, dejándose los piños en un patio de hormigón. Fue Vega, con su aire conspirador, el que apareció con su teléfono. Le vamos a llamar de todo, escupió triunfal. Nos congregamos en mi casa y elaboramos una lista de insultos. Hacía un mes que habíamos finalizado las clases, era un domingo dorado de julio. Soplapollas, casposo, mamón, rata, caraculo, puerco, comepichas, agregué yo. Nos empezamos a desternillar mientras pulsaba las teclas del teléfono. Yo estaba tan ansioso que no me lo podía creer, me fui a otro cuarto sofocado por la risa. Vega tuvo tiempo de vomitar el repertorio íntegro, incluyendo barbaridades de su propia cosecha. Yo me imaginaba a J.M. al otro lado del hilo, alucinado, rabioso, enrojecido por una ira cósmica. Las carcajadas eran bestiales, me tapaba la boca por puro bochorno. Cuando acabó, Vega se puso a dar brincos por la casa, gritando ¡cabrón, cabrón, trágate esa! Luego localizó a los demás, que suspiraban y lloraban saciados. Cuando llegaron a mi habitación, me encontraron debajo de la cama. No sé si lo notaron, pero estaba temblando de miedo.

jueves, 22 de enero de 2009

Ciclos

En una época en la que yo acababa de leer la fenomenología críptica de Max Sheler y La Náusea de Sartre, lo mejor que se podía decir del mundo lo expresaban Golpes Bajos cuando cantaban aquello de “No mires a los ojos de la gente”. Coppini, con su voz agridulce, te invitaba a encerrarte en el cuarto de los huéspedes, pero los que comprábamos jeans en el mercadillo y vendíamos malboro de contrabando, simplemente nos escondíamos a tocar la armónica en el fondo de un baúl. Pocos años después, en una noche húmeda, me dijeron que iba a ser padre. Yo miraba las lunas polvorientas y juraba a mis amigos que veía maniquíes preñadas, no las festivas de aquel otro tema de Golpes Bajos, sino otras más hieráticas, muchas con la frente abollada por alguna bala de goma disparada por las fuerzas del orden público en las calles de Sestao. Me trasladé a otra ciudad más fría y allí, mientras intentaba comprender lo que me había sucedido, busqué casas de alquiler, pisos vetustos y cochambrosos, gallineros llenos de humo en los arrabales de León. Una rentera fondona nos acusó de exigentes cuando le preguntamos dónde estaban los aseos y con gesto displicente abrió una portezuela en mitad de la cocina. Había que bajar tres escalones y sí, allí estaba, un retrete amarillo en medio de un zulo. Los tiempos han cambiado, supongo, probablemente para mejor. Mi hija, que se va a vivir a un piso de estudiantes al sur de Malasaña, me llamó el otro día desde algún garito ruidoso con una mezcla de pasmo y regocijo: “No te lo vas a creer, en una de las casas tenían el baño en la cocina”. Qué cosas, le respondí.

lunes, 19 de enero de 2009

PSIQUE

Mi psiquiatra me sugiere que debo practicar el distanciamiento, imagino que mental, sobre aquellas cosas que me preocupan. No las ha enumerado, las cosas me refiero, pero yo creo que alude a mi sobrecarga laboral, las reuniones de la comunidad de vecinos y el contacto con amplios segmentos de lo que se conoce como raza humana. Mi psiquiatra es un hombre de palidez cerosa, aire concienzudo y gestos mesurados. Tiene un crucifijo en la mesa, lo que me produce cierta inquietud, pero no por mi agnosticismo, sino porque yo sigo creyendo – sobre todo, en los sepelios íntimos - en un Dios de Barba Blanca (con mechones color calabaza) que desata tempestades y fractura piedras bíblicas con los puños. De lo que se trata, en cualquier caso, es de que mi psiquiatra me dé algo para favorecer ese distanciamiento, y mientras le miro extender recetas – con una caligrafía quirúrgica y comprimida -, confío en que me prepare un cóctel adecuado, una mixtura que no se reduzca a la típica dosis de prozac y benzodiacepinas. Y parece que sí, que esta vez recurre a drogas de última generación (una expresión equívoca, que haría pensar en pócimas medievales) y cuando llego a casa, casi antes de desempaquetarlas y engullirlas, ya estoy notando los efectos, cáspitas, ese desapego del que me hablaba, un subidón (precisamente para distanciarme mejor) nebuloso y sutil, y sólo me queda agradecer a la ciencia y a las farmacéuticas que explotan a los nubios y los pigmeos su fantástica aptitud para fomentar mi bienestar y endulzar el sabor a ceniza que tienen las cosas. Las cosas que me preocupan. Sobre la mesa, con una sintaxis quirúrgica y comprimida, los prospectos infinitos describen minuciosamente sus efectos secundarios: caída del cabello, tendencia al ostracismo, disfunción eréctil.

jueves, 15 de enero de 2009

Don Nadie

Yo soy de esos a los que ignoran en las fiestas. Tipos que se quedan con la copa llena en un rincón, solos, al lado de un mueble de diseño. A veces consigues que te preste atención alguien a quien admiras y reprimes tu entusiasmo. Te balanceas sobre los pies, mueves las cejas, intentas entablar una conversación erudita. Entonces aparece ELLA, la diosa, la artista que concita todas las miradas (y los torvos deseos, y las erecciones dominicales) y, tomando del brazo femeninamente a tu interlocutor, te lo arrebata. No es que se esfumen, es peor, te humillan, se quedan junto a ti, hablando de sus cosas, cosas excelsas, o rutinarias, de las que no formas parte. Con rostro lacayuno te vas al retrete y lees, como periódicamente vienes haciendo desde que naciste, las pintadas inefables que decoran el averno. Piensas en los espasmos gandules de tu próstata y en la pereza cósmica con que se desplaza el mundo; luego sales con mirada huidiza y los ves al fondo. Antes de abrir la puerta del círculo de bellas artes, o del museo etnográfico, miras de refilón la chaqueta de punto que llevaba ELLA y que cogiste de una percha solitaria. Y percibes en sus delicados pespuntes, después de devolverla a su sitio, el brillo jabonoso y úrico de tus gotitas de pis.

sábado, 10 de enero de 2009

La nieve estaba sucia


¿A quién le conmueve la nieve? El mejor adjetivo se lo dedicó Georges Simenon en La nieve estaba sucia, una novela memorable. El manto blanco en la ciudad es una miseria. La nieve es un pretexto de postales alpinas, películas indie y Navidades empalagosas. La última vez que nevó en Bilbao se desencadenó un cataclismo. Yo tenía diecisiete años. Dejaron de poner bombas, nos quedamos sin pan, los trenes y las musarañas derrapaban sobre las vías. La nieve nunca había llegado a Sestao, un lugar sucio y lleno de cuestas. A pesar de estar cojo, convencimos a Joserra para que saliese a celebrarlo. Había familias enteras paseando por las calles. Estaba oscureciendo cuando fuimos testigos del ingenio infantil: dos niños, montados en cajas vacías, bajaban y reían por las pendientes de Galindo. Llegaban a un cruce jugándose la vida, como un par de duendes temerarios. Se las robamos en plan hampón, amenzándoles con dejarlos desnudos. Pasamos horas gozosas, disfrutando del vértigo, volando sobre la nieve como murciélagos gigantes. Los trineos improvisados acabaron por desaparecer. Exhaustos, decidimos regresar a tomar unas cervezas. Nevaba de nuevo, sin pausa, sobre las oscuras aguas de los ríos de Joyce. En una esquina aparecieron veinte chavales de siete años. Las pedradas de nieve que nos arrojaban parecían bolas de billar: duras, prietas, mezcladas con cantos y ladrillos. A Joserra, cojo y ofuscado, lo pillaron de frente. Hay que dispersarse, grité yo, evocando las películas de Peckinpah. Éramos tres, pero pronto estaba solo, corría sin mirar hacia atrás. Furtivamente, en un momento que giré la cara, pude ver a Joserra en el suelo, las gafas rotas, un tumulto de fieras precipitándose sobre él. Llegué como pude al bar y pedí un bote de cerveza. Estaba lleno de gente, colegas fumándose un porro, chicas tetudas, gudaris ebrios montando belenes. La nieve caía despacio, siniestra, como una fiebre de pústulas blancas. Al llegar a casa, entrada la noche, mi madre me dijo que estaba tiritando.

jueves, 8 de enero de 2009

Tiempo de amar, tiempo de morir

Siempre hay alguien a quien se la tienes jurada. Por supuesto el tipo que te birló la novia, el idiota que te obligó a frenar intempestivamente, el jefe, el funcionario agresivo y maleducado. Los liceos, las escuelas, los institutos son verdaderos jardines del mal. Fíjense, sino, en las plantas ajadas que crecen en las conserjerías. Tercero, segundo de bachiller, ya no recuerdo. Dos tipos atléticos y esbeltos que se llevaban a las ninfas de calle y ambos estudiantes primorosos. Entre ellos existía cierta competencia, pero sin llegar a la antipatía. El más alto tenía un cuaderno impecable, uno de esos con apuntes pulcros y ordenados. Un día, en el recreo, lo deja abierto en la mesa y sale al pasillo. Al asomarme lo veo a sus anchas, cigarrillo en ristre, cortejando a un bombón de quince años. La tentación es demasiado poderosa y empiezo a dibujarle cosas soeces, concretamente un coño peludo reprochando a una polla mustia que no le ayude en la compra. Se acerca el otro querubín y al ver mi dibujo se le escapa la risa. Qué haces, estás loco, no te preocupes se ha largado, joder, es que mira qué cuaderno, tío, no me digas que no dan ganas de estropeárselo un poco, ya, la verdad es que parece un misal, cógete un boli, tronco, échale una firma, qué dices, vamos, no seas cagón, ya verás la cara que pone. El otro titubea, saliva, por fin toma un rotulador y se sienta a mi lado. Nos relamemos los dos, disfrutamos de lo lindo, mi colega se entusiasma y yo, como quien no quiere la cosa, me levanto, me meo de la risa, tío, voy al baño un momento, el otro casi no me escucha, está como embelesado. Avanzo por el pasillo con mala cara y al llegar a la altura del conquistador, con voz neutral, le digo: "Joder, no sabes la que te está montando en el cuaderno Eloy". Es como si hubiese pronunciado un sortilegio, algo terrible, se le cambia la expresión de la cara, echa a correr por el pasillo como si le persiguiese el peluquero de Robespierre. Tómatelo con calma, me digo, tardo un rato en regresar, aunque a diez metros ya oigo las voces, qué haces con mi cuaderno, hijo de puta, te voy a matar, qué pasa, no era más que una broma, tu puta madre, cabrón, yo te jodo vivo. Al entrar hay un revuelo de jerseys, gente apelotonada, el alboroto llega hasta el segundo piso, consigo meter la cabeza y allí están, rompiéndose cosas, arrancándose los ojos, mordiéndose las mejillas. El estrépito es tremendo, así que no tarda en llegar la tutora, se le caen las bragas, ¡Director, Director!, ¡que alguien pare esto! Quién cojones los iba a separar, eran como dos miuras metidos en un baúl y luego dicen que el hambre da cornadas. Los expulsaron medio mes, fue un combate histórico, después de aquello dejaron de comunicarse. Teníais que haberlos visto, cómo les sangraban las narices, qué hostias se arreaban, qué bultos de carne malva brillaban en sus cabezas.