miércoles, 28 de diciembre de 2011

Las avispas furiosas

Nadábamos en el río, untábamos nuestros pezones con miel, tomábamos el sol en la orilla. La luz se filtraba entre las hojas. Consagrábamos perezosos nuestra silueta en el jardín. Una joven desnuda zigzagueaba en la hierba. Miles de insectos resplandecían entre los juncos. La luna era un escombro de harina blanca. Te cegaba, nos cegaba, su suave resplandor. Las faldas de las tenistas se secaban en la red. Había vasos con limón azucarado, y también una bandeja de plata. Cuando deslizabas la lengua áspera, entre los muslos soleados, la piel sabía a humo. Espigas tiernas. Sobre el lodo, desfalleciente, la lluvia era un semen manso. Polvo resbaladizo en los graneros. Novillas de ubres turgentes. La lujuria de la botánica. Al atardecer, como pequeñas avionetas lacadas, las avispas descendían furiosas sobre nosotros.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Es verdad

Es verdad que hay esqueletos en los armarios, siameses y mujeres barbudas, pistoleros que atravesaban en el aire un dólar de plata, pozos en medio del desierto, ancianos que sobrevivieron a un mar de escombros, feos seductores, hombres que pintan con los pies, cartas que nadie se atrevió a echar al buzón, pájaros que vuelan durante semanas, desertores enamorados, ateos que lloran en catedrales, brújulas, lunes extraños y dulces, caravanas que rodaban por desfiladeros, huéspedes misteriosos, lanceros bengalíes, trajes de seda y tafetán, tifones y relámpagos, niños que rompieron la hucha a sabiendas de que serían azotados, ópalos y zarpas, anguilas y daguerrotipos, hombres que aseguran haber nacido en Albania, planetas sin un átomo de vida, líquenes y estuarios, sonatas de Bach, mujeres de una belleza embriagadora, mapas donde aún no existía América, libros que nunca leeré…todo eso, como si fuese el espejo de mi propia nostalgia, seguirá existiendo cuando no esté aquí.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Best-seller

Hubo una época en la que leía novelas de mil páginas, guerra y paz, la montaña mágica, los papeles póstumos del club pickwick. Como un explorador ávido bajo una lámpara de carburo, tumbado en un catre duro y angosto. Se supone que ahora debería afrontarlas con ese aplomo reflexivo que otorga la madurez, pero en su lugar busco lecturas fugaces, fragmentos irrepetibles, como un adolescente pajillero incapaz de controlar sus instintos más procaces. Lástima de no haber leído la biblia antes, la reina de las novelas-río. Tal vez lo peor sea saber que, si volvieses a leer aquella prosa abrasadora, mareante, inagotable de Henry Miller, no se te iba a poner igual de dura. Pálido y ojeroso en las noches turbias de tu juventud, caminando por el muelle con Moby Dick bajo el brazo. Qué le vamos a hacer, Miguelin, ahora ya solo escriben libros gordos los autores de best-sellers.

jueves, 1 de diciembre de 2011

No ha cesado

Fue reportero durante mucho tiempo y en su madurez sus fotos se requerían en publicaciones importantes. Elogiaban su carácter insólito y fresco, su capacidad de retratar el dolor de modo subversivo. A pesar de su fama, su soledad era para él un santuario. Un editor tenaz obtuvo su compromiso, no obstante, para una exposición. Se resistió hasta el último momento, pero finalmente se acercó a la ciudad. Le reservaron un espacio único, una sala estratégica y bien iluminada. Debía colocar sus fotos en una fecha y lo hizo la noche antes. Pidió que lo dejaran solo, sin ayudas, para utilizar su propio criterio. Quería elegir las más sublimes, las que agitasen el alma del público. Sin embargo, tenía que hacer un esfuerzo por volver a ellas, por recordarlas en su remoto origen. En realidad, nunca las había sacado en un catálogo. Eso le generaba, curiosamente, una poderosa inquietud. En sus fotos salían escenas anonadadoras, de un sufrimiento indescriptible. Y sin embargo, no había en sus encuadres ni un solo cadáver, ni una patera sucia o ensangrentada. Había otra cosa, una piedad terrible que procedía exclusivamente de sus ojos. Se pasó la noche mirándolas, cambiándolas de sitio, evocando los momentos en que había sido testigo de aquella crueldad. Lo encontraron por la mañana acurrucado, aferrado a sus fotos en un rincón. Parecía, el viejo fotógrafo, un proscrito. Las paredes de la sala, altas y limpias, seguían desnudas. Una joven le preguntó qué hacía allí. “El dolor no ha cesado – susurró -; todo esta mierda no acabará nunca”.

martes, 22 de noviembre de 2011

Noviembre

Después de varias semanas de plomo y nieblas, un atisbo de sol. Noviembre. El mundo está a punto de irse al carajo, pero hablamos una vez a la semana con Sara, mi chica romana, con sus ojos que, siendo azules, se oscurecen al otro lado del mar. ¿No estás muy pálida; comes bien?, le preguntamos. Son cosas de la videocámara, nos dice; yo miro su rostro como un hombre del neolítico, intentando que no se me note el asombro y la ignorancia. Los niños han dejado de jugar en los patios y las calles enmudecen. Voy dejando vaho en las ventanas, mientras pienso que todos los días se han convertido en lunes. Leo los periódicos de papel, porque creo que en ellos late una disidencia efímera. Noviembre. Mis padres regresarán dentro de poco, pero entonces tendré que evocar la Navidad, y sentirme bien, los despojos felices en casa, hay ruinas que son alegres, noviembre ha sido benigno y espero ver a Sara en casa. Entonces serán los días más cortos, pero yo los cogeré por el cuello como a un coronel pomposo y les diré que no me importa, que estamos juntos de nuevo, vuelvo a mirar por la ventana, el cielo se encoge, las nubes heladas parecen madres levantando la tapa de una cazuela. Cojo mi abrigo y salgo a la calle antes de que oscurezca.

martes, 15 de noviembre de 2011

Ceniza

Nos habituamos a ver la ceniza sobre las hojas, las lombrices, los caracoles del jardín. Caía con una suavidad de pequeños harapos, huidiza y morosa. Caía sorda y lánguidamente sobre las pizarras, sobre la colina, sobre el lecho turbio del río. Nuestros padres la llevaban sobre los hombros y se la sacudían en el umbral. Mamá decía que era como la nieve prematura que tapa los campos en otoño. Lo decía mientras separaba los visillos almidonados de su cocina. A veces las bolas de ceniza se ensanchaban y cubrían el sol. Cuando hacía viento zigzagueaban enloquecidas y nosotros jugábamos con ellas. Igual que las batallas de almohadas que celebrábamos en el desván. Un día madrugué mucho y fui con mi padre a la fábrica. Yo cabeceaba por el sueño y el cielo me parecía de papel. Después de cruzar la aldea, llegamos a las alambradas. No sé por qué me impresionó tanto aquel campo, sus bocetos helados de maleza. Había niños como yo, pero tenían la cabeza pelada. También hombres con un casco negro sobre los ojos. Los perros ladraban. Los barracones eran de una madera que tenía el color del regaliz. A la entrada, sobre un arco de hierro forjado, había una leyenda: “Arbeit macht frei”, El trabajo os hace libres.

martes, 8 de noviembre de 2011

Náufrago

Creo que ya sé cuál es el origen de mi melancolía: cuando mi madre rompió aguas, yo me negué a abandonar el barco.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Pésame

Fui al entierro de la madre de mi tío Amadeo y al verle entrar en la iglesia rechacé su mano y lo abracé, para expresarle mi condolencia y compartir su dolor. Creo que él me ofrecía su mano porque le pareció más natural, porque ya me ve un hombre hecho y derecho, alguien que ha cruzado hace mucho el umbral de la madurez. No pude decirle que yo lo veía con otros ojos, que quien lo abrazaba no era un sobrino cuarentón, sino el adolescente que reía con sus hijos sentado en las escaleras de su casa. Besé sus mejillas como cuando era niño y mi madre y mi tía llevaban vestidos blancos. En la iglesia había mucha gente, pero las palabras del cura sonaron protocolarias. Soy llorón por naturaleza, pero siempre me pareció terrible ver las lágrimas de mi padre, de sus hermanos, de los hombres que han conocido el exilio o la miseria. Algunas mujeres, vestidas de luto, se arrodillaron en el filo de los reclinatorios. Hay sepelios bajo el sol de mayo y el júbilo sugerente del azafrán. Los ladrillos rojos de la iglesia eran grises bajo un cielo que parecía la mirada errante de un vagabundo.

sábado, 22 de octubre de 2011

Soez

Luis me confesó que en una ocasión, estando en un centro comercial donde no se veía ni un alma, se tiró un pedo horroroso. En ese instante, como por arte de birlibirloque, surgió a su lado una vendedora que, de modo inexplicable, le sonrió con candor. El olor tibio y hediondo del pedo los envolvía nocivamente, pero a pesar del tufo la chica permaneció impasible. Una verdadera profesional, apostilló Luis. Estos chismes sórdidos y banales, relacionados con nuestra naturaleza carnal, nunca me han sublevado. Más bien me han suscitado una reacción aprobadora, como si fueran detalles de la luz que ilumina por dentro a los hombres. Yo le conté que en mi adolescencia, tras soportar los reproches de mi madre, fui a una zapatería de lujo a comprarme unos playeros y que, después de mostrar unos calcetines con tomates, le aclaré a la señorita que no me importaba calzar un número mayor, pues me daba pereza cortarme las uñas de los pies. María Jesús, que está leyendo mi novela, sostiene que el protagonista es bastante piltroso. Diría que me recuerda un poco a ti, me dice con malicia. Es posible que en lo soez haya un punto de lamento inaplazable, le respondo yo.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Fiebre

Veía gigantes en la oscuridad. Dice mi madre que cuando era bebé, y me subía la fiebre, me ponía de pie en la cuna y me quedaba mirando fijamente la pared, los puños cerrados como candados, la carita ardiendo entre gemidos angustiosos. Yo veía jodidos gigantes a mi alrededor, o al menos las cosas fabulosamente grandes, la lámpara sobre mi cráneo infantil, el rostro amado de mi madre, la esquina redondeada de la cama, los globos desinflados que alguien había colgado en la cabecera. Me pregunto qué significaban aquellos delirios y por qué me asaltaban aquellas imágenes desmesuradas, la sensación de que el mundo era un lugar inhóspito y truculento, un sitio que un Dios malévolo, un moldeador de universos ciegos y fríos, había creado exclusivamente para torturar a los débiles y los inocentes. De pie en la cuna, apretaba los párpados y sollozaba como si me abrasaran las tenazas de un verdugo. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento de un niño? Años después, aquella fiebre me acosaría en tardes anonadadoras, envuelto en sábanas de sudor, persuadido de que la verdad estaba en el umbral que separa la lucidez de unas décimas de fiebre, en un osario de ángeles insolentes y humillados. Bendita y maldita fiebre, convirtiéndote en un náufrago aturdido en medio de la oscuridad.

martes, 4 de octubre de 2011

El coño de Eva Braun

Suponía que en algunos círculos era objeto de chanzas. Sus conocidos lo disimulaban con discreción, pero les costaba reprimir la risa. Eso a él, parco en emociones, le traía sin cuidado. Amaba a su muñeca y discernía su lenguaje de modo exquisito: sus vagidos se componían de sintagmas que asimilaba con nitidez. Daban largos paseos y robustecían su afinidad. La amistad que los unía se basaba en una confianza embriagadora. Al llegar a casa le reconfortó sentarse y oír, como siempre, su fiel consejo. Era una muñeca juiciosa que sólo pronunciaba agudezas. Aquella noche estuvo especialmente sagaz y visitó su alcoba complacido. Sí, reflexionó entre las sábanas, pasaremos juntos a la Historia.

A la mañana siguiente, ebrio de vida, congregó a sus generales y, tras evocar los labios de su compañera, ordenó invadir Polonia.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Secundario

Había muerto muchas veces, tocando el piano en salones cegados de humo, a bordo de lanchas que surcaban ríos cenagosos, acribillado en emboscadas que le tendían Frank o Jessie James. Siempre lo hacía lánguido, antes de desenfundar, con un rictus de acritud en la curva de los labios. Pasaba por un virtuoso de la muerte, de los desenlaces furtivos, corriendo de puntillas por escenas sanguinarias. A veces era un espadachín a quien despachaban con un estoque; otras, un viejo soldado enfrentado a un pelotón. Hubo vampiros, orcas asesinas, y marcianos que lo fulminaron con rayos mostaza. Ocasionalmente, si el guionista deliraba, moría sacrificado sobre un volcán de cartón piedra.

Nunca, ni una sola vez, tuvo a Lauren Bacall entre los brazos. Él era el secuaz, el hampón de baja estofa, el soplón ansioso al que humillaba el detective. Los sombreros de fieltro entristecían su mirada; las capas de Fantomas le rozaban los talones; y en las pelis de piratas, y en los westerns, lucía cicatrices que le recorrían el mentón.

No es de extrañar, pues, que nadie acudiese a su entierro. Nadie con glamour, con swing, con afán de notoriedad. Caían paladas de tierra seca sobre su ataúd de pino blanco. También, alguna vez, hizo de sepulturero. O de mancebo giboso a las órdenes de un doctor alemán. Empujó fiambres por húmedos pasadizos, antes de ser degollado en la penumbra con un tenedor. Del dedo del pie le colgaron etiquetas a la fría luz de la morgue. Rodó por abismos, se balanceó sobre cadalsos, le clavaron bayonetas en las trincheras de Verdún. En un instante de gloria, aturdido por la pólvora, blandió una bandera ensangrentada en Little Big Horn.

Por eso hoy no se ven testigos famosos en su lívido cortejo. La mujer que se asoma a la tumba mira el reloj impaciente. Ella, como todos, ignora la causa de su aciago final: un frenazo intempestivo, que removió una bala, alojada en su columna como un gusano de acero. La bala que le disparó un extra accidentalmente, al apoyar su pistola, hace justo veinte años. Acudía a rodar infatigable otra película de serie B. Desplomado sobre el volante, oprimiendo el claxon con su pecho partido, pensó por un segundo, con la sangre en sus manos, que era John Garfield huyendo de la Ley.

martes, 20 de septiembre de 2011

Cierro los ojos y los huelo

Siempre me gustó oler las cosas, como a otros devorar chuches o ponerse bufandas de seda. Meter las narices en cualquier sitio, restregar la punta colorada, dilatar como un cazón las fosas nasales. Oler las manos, el tapón de vino, la ropa interior, el agua con sabor a hierro, la hierba recién segada. Acercar a la cara la ropa sucia o nueva, envolver con ella los ojos y el pelo, asfixiarme lentamente en su aroma innombrable. Todo se puede oler, las heces y el ámbar, la sangre y los recuerdos, las uñas de los viejos y de los niños, a las que sólo separa un soplo de vida. Me quedaba mudo oliendo mi decrepitud cuando estaba enfermo, podía imaginarme la salitre royendo mi piel, unas abejas pesadas y rizosas dejando un polen oloroso sobre mi vientre. Puedo oler el pañuelo perfumado que me dejaste en mi juventud, era tan cursi, abría el armario y me metía dentro buscando tu olor, en el ojal de una chaqueta, en los puños rozados, en los círculos hinchados y salaces de mi memoria. Puedo oler a veces la muerte, en los árboles, no sólo en los árboles de los cementerios, sino en esos otros de copas altas, como cabezas de mujer, zarandeados por el viento, los árboles de mis paseos, de las películas de cine, dejando una resina que es como fuego líquido y santo en mi corazón. Cierro los ojos y los huelo.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

El fin de la guerra

Vi un peine tirado en la calle. Uno de esos con púas de plástico, que antes llevaban los caballeros en los bolsillos de la chaqueta, o entre las solapas de la cartera de piel. Ahora sería un gesto trasnochado, pero hubo un tiempo en que podías ver a un hombre deteniéndose en la calle para pasarse el peine por los cabellos, reculando frente a la luna de una tienda. Era, tal vez, un signo de coquetería viril, un vestigio de un narcisismo inofensivo y galante. Mi tío Genaro, a punto de jubilarse, tiene esa afición capilar, porque siempre se tuvo por guapo. Tirado en el suelo, aquel peine me hizo pensar en una época donde los hombres transportaban sus ilusiones en un bolsillo, como tahúres viajando solos con un mazo de cartas. No en un portátil, o en un chip prodigioso, sino en un simple fondillo de tela.

Veo a esos hombres de espaldas, oliendo a loción de afeitar, y reconozco que me conmueven. Es algo inexplicable: me los imagino besando a una chica en mitad de Times Square, el día que anunciaban el fin de la guerra.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Un mago incomparable

Jacobo Timmerman, el ilusionista de la chistera verde y el ojo de cristal, que fue capaz de introducir un elefante y dos serpientes en una cabina de teléfonos, salir indemne de una inmersión a cien metros de profundidad en el Ártico y pernoctar en la alcoba de la Reina Margarita de Holanda después de esfumarse ante los atónitos ojos de mil espectadores en el Royal Albert Hall de Londres, resucitó este domingo, rodeado de su escueta familia, tras leer su propio óbito en un periódico de New Jersey.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Decepción

Me acuerdo a veces de las personas a las que he dejado en la estacada, a las que no escuché como merecían, como correspondía, a las que incluso traté con un tic de displicencia. Veo a P., cuya trayectoria profesional se había alejado de la mía muchos años atrás, sentado en mi oficina, susurrándome mi vida se ha derrumbado, se han roto los lazos familiares, ni siquiera me queda aquel pequeño negocio, lo veo contándome una historia de fracaso canónico, de manual, agravada por desenlaces aciagos, patéticos, casi un poco inverosímiles. Intentaré hacer lo que pueda, le digo, dame tu móvil, lo acompaño hasta el pasillo, palabras de gratitud, un apretón de manos, un silencio angustioso, un suspiro de alivio cuando se cierran las puertas del ascensor. No conservaré el móvil, meses después me acordaré vagamente de él por una oportunidad y no encontraré el número, intentaré localizarlo a través de un tercero, sabré perfectamente que practico un simulacro, una especie de justificación estéril, las puertas del ascensor viajando la una hacia la otra, eso es lo que recordaré con una nitidez hiriente, el rostro de mi amigo recortándose en el espejo manoseado del fondo, su rostro flaco y su sonrisa triste, el bigote humedecido. Él sabía, con una certeza desoladora, que no le prestaría ninguna ayuda.

martes, 26 de julio de 2011

Nubes

No soporto el cielo sin nubes, aunque aborrezco la niebla. Sé que hay gente que acepta el sopor de la canícula a cambio de sentir el sol en sus huesos. Las nubes me conmueven y me hacen pensar que el mundo tiene sentido. Una vez, bajando una montaña, sufrí un terror ciego mientras descendía en medio de una tempestad (corría por la ladera cobarde, insensatamente, dejando atrás a los más débiles). Los truenos sonaban a nuestro alrededor como crótalos siniestros, llenándonos de angustia el corazón. Estoy dispuesto a pagar ese precio a pesar de cagarme en los pantalones. Un millón de veces antes un cielo entenebrecido que un lienzo desnudo. Cielos donde, al menos, aflore un diminuto cardenal. El cuello de la cazadora alzado mientras las nubes se desgajan como ramas viejas, como camisas que llevan demasiado tiempo al sol. A veces me las quedo mirando sin respirar: masas hinchadas que avanzan amenazantes, presagiando un día húmedo y ventoso. La ciencia las define con una caligrafía de flechas, de mapas isométricos, pero para mí son islas que viajan alrededor de la tierra. Nube oscura, nube añil, nube del alma, yo te bendigo cuando camino bajo los cielos. Sobre bosques sonoros o diligencias renqueantes, os imagino dejando pasar las horas. Sí, ya lo sé, vuelvo al pasado, a las ventanas de mi niñez, y mi madre diciéndome que tengo la cabeza en las nubes.

martes, 19 de julio de 2011

De regreso

En medio de la rotonda, en un atasco bestial, entre conductores que hablan por sus móviles con las manos crispadas al volante, acosado por los bocinazos y la peste a gasolina, justo a la izquierda, al lado de unas casas chatas y pobres, a veces hay una cuerda en la que veo tendidas mudas viejas, pantalones holgadísimos, chándals de colores eléctricos, bragas y pinzas, pinzas solitarias como orejas puntiagudas, y una loma que se recorta en un cielo que es un escupitajo de nácar. Nunca hay gente en ese lugar, pero cuando miro por el retrovisor, saliendo de la rotonda, me imagino a una niña rasgando como un pequeño huracán las sábanas de la tarde blanca.

miércoles, 29 de junio de 2011

Periferias

El primer día de clase el alumno apareció montado en una moto de aspecto macarra y sin dejarle echar el pie a tierra, los municipales que lo perseguían se abalanzaron sobre él, le aplastaron los morros contra una chapa y lo esposaron entre maldiciones y jadeos. Intervine para decirles que aquel era un espacio docente, pero el más rudo me plantó una mano enguantada frente a los ojos y, por su forma de mirarme, me dio la impresión de que creía ser la reencarnación de Liberty Valance. Al día siguiente, con el fin de plantear mis protestas y pedir explicaciones, fui a ver al comisario, un cincuentón sosegado y flemático que, después de pedirme disculpas, me dijo que el chico, camino de la Escuela Taller, había sacado una moto del propio parque de la policía, moto que le habían requisado días antes por andar sin carné. “Una pieza de cuidado”, agregó el jefe en argot policial, y dándome la mano se despidió con una fatiga suburbial cargada de conmiseración. Efectivamente, no pudimos reinsertar al alumno, que acabó semanas después amenazando con un martillo de bola a su profesor, e ingresando, al cabo de unos meses, en la penitenciaria de la ciudad. Incluso llegó a telefonearme a casa cierta noche, pronosticando que algún día nos volveríamos a ver las caras. Recuerdo a su padre sollozando en mi despacho, retorciendo febrilmente las manos, rogándome que le diéramos otra oportunidad. Parecía un buen hombre, pero había algo en su rostro contraído y en el vello frondoso de sus brazos que me repugnaba. Oía sus palabras e imaginaba a su hijo con un pincho en la mano, escuálido y furtivo, intentando forzar una persiana al oscurecer. Allí estaba yo, incapaz de compadecer a ese hombre, pensando absurdamente que, de habérselo propuesto, su retoño hubiese aprobado con nota alta las oposiciones para municipal. La balanza de la vida se inclina caprichosamente desde el primer balanceo de la cuna. Cuando se marchó, me quedé mirando la ventana, las naves del polígono que rodeaban la escuela, sus volúmenes simétricos y deprimentes. Dentro podías imaginar a un grupo de operarios fabricando escritorios, o a una familia de tarados desollando ninfas en un matadero clandestino.

lunes, 20 de junio de 2011

Verano

Voy a ir al verano

donde dicen que las campanas aturden

y los ángeles custodian templos

donde mueren las playas.

Voy a ir allí,

y espero hallar

lo que todos los poetas

perciben

en el filo de sus versos:

el vértigo melancólico de las golondrinas

que se persiguen

unas a otras

unas a otras

unas a otras.

viernes, 3 de junio de 2011

Viejo

Me vi viejo. Había refrescado inesperadamente y me puse a buscar unas zapatillas de invierno y al ponérmelas percibí de repente la vejez. Como muchos otros antes que yo, hasta ahora, cada vez que veía un anciano en la calle, pensaba que nunca llegaría a ser como ellos. Que nunca tendría su mirada triste, su andar titubeante, la piel ajada o flácida. Es preferible no llegar a eso, pensaba, no pasar ese umbral donde la muerte acecha como un abismo detrás de una puerta, donde los días resbalan en la turbia economía de las cosas prestadas. Por qué aceptar la decrepitud, su crueldad, la implacable parsimonia de sus sinsabores: los padecimientos óseos, las dispepsias, la corrupción dental, el insomnio, la angustia. El estúpido consuelo de las religiones. Y toda la farmacopea convirtiéndote en una rata de laboratorio. Mejor no llegar a eso, me dije, no cruzar el umbral. Calzado sobre unas zapatillas de felpa, partido en dos delante del espejo, con la mitad de mi vida engastada en la joya de la juventud y la otra en un reflejo amenazante, me vi en la frontera de la vejez. Saqué los pies de su sitio y dejé que me atravesara el frío blanco de las baldosas.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Último asalto

Me da igual la muerte. Hace tiempo que mis puños son como una bola de trapo y las chicas ya no doblan su cintura al verme pasar. Me da igual el infierno. No me importa el dolor, ni la humillación de mi cuerpo desnudo. Sólo quiero morir lejos de casa. Cuando los focos iluminen el ring deseo estar allí, por última vez, besando la lona.

martes, 10 de mayo de 2011

La belleza depravada

Sobre la vela mayor surgía esporádicamente el vértigo blanco de las gaviotas, mientras el casco abría bocas de espuma en la cresta nívea de las olas. El velero se acompasaba a su vaivén con docilidad. El mar, al unísono, adquirió bajo el crepúsculo una escala corporal, como si fuese una gran médula dorada. Todo se recuperó en la piedad de la memoria y del tiempo, en la evocación de las tempestades vencidas. Las olas retornaron con una insolencia alegre y en la noche incipiente se desfiguró la cinta del cielo, dejando una mancha púrpura en el mundo. Las sirenas se zambullían en el océano y la costa, suave y oscura, se ofrecía en el horizonte como una promesa de luz. Cualquiera de los hombres que navegaba en ese barco desde hacía tiempo podía sentir el rumor de las páginas vírgenes de las velas, sobre ese otro, más hondo, de los cristales opacos del mar. Soplaba sobre sus rostros un céfiro leve, preñado de júbilo y añoranzas. El mismo Dios, con sus grandes barbas blancas, asistía conmovido a la serena belleza de aquel momento.

Corría el año 1416; el velero arribó al puerto de Génova en una magnífica noche de verano.

En las plazas bullía un ambiente suntuoso y festivo.

Las primeras pulgas que descendieron del barco, ávidas y expectantes, se agitaban malignamente bajo las bubónicas axilas del capitán.

lunes, 25 de abril de 2011

El cementerio de los astronautas

Al caer la tarde, distingo con nitidez las viejas lunas que ruedan por el horizonte. Parecen, en su orfandad, pares sueltos de zapatos. Resulta curioso pensar que, precisamente, cuando alguien muere, suele quedarse con un solo pie calzado. Rotan con pereza y se rozan con sus luminosos anillos de helio. La noche en el espacio no puede ser más temible y opaca. Todos los cementerios lo dicen, pero éste lo hace con un suave y extraño júbilo: os espero entre mis lápidas blancas, bajo el polvo rojo que pisáis, en la usura sensual de la muerte.

Soy el último astronauta que queda en Marte. Cuando llegue la tormenta, como el lacre de una carta póstuma, el cementerio habrá desaparecido.

martes, 12 de abril de 2011

Enemigos

A veces me pregunto cómo he conseguido a lo largo de mi vida hacerme con tantos enemigos. Lo curioso del caso es que muchos de ellos, a pesar de lo que me dictaba mi conciencia (o precisamente por eso), me los he granjeado por obrar con rectitud. No me estoy refiriendo a enemigos más o menos banales, furtivos o gaseosos, rivales de alcoba o vecinos con cara de malas pulgas: hablo de indeseables que me llamaron a casa de madrugada, me enviaron bultos sospechosos al trabajo o me amenazaron con partirme las piernas. Gente que, en una ciudad tan pequeña, a veces me encuentro por la calle y, desde un iris del color de una sopa fría, me miran con una mirada vitrificada por el odio. Sí, admito que yo también he mirado así a otros seres humanos, especialmente cuando van en coche o sonríen con suficiencia en restaurantes pudientes. Incluso he pensado en hacer expediciones nocturnas empuñando un cuchillo con mango de carey. Pero siempre acabo pensando en esa frase que soltaba Clint Eastwood en Sin Perdón (“matar a un hombre es muy duro, le despojas de todo lo que es… y de todo lo que podría llegar a ser”) y acabo por retirarme a la cueva. No sé, puede que mi principal enemigo esté dentro de mí: ese tipo que intenta caminar por el mundo apretando entre los labios una brizna de honestidad. Qué gilipollez. Tal vez por eso me gusten las bebidas refrescantes con un fondo amargo… y los hielos que flotan en él con forma de bala.

viernes, 1 de abril de 2011

No es mal sitio éste

No es mal sitio éste. Me advirtieron de que el invierno sería cruel, de que lo podía pasar realmente mal. Me susurraron que suplicando en las calles podías quedarte carámbano. Es verdad que a veces me muerde el aire y que no siento los dedos de los pies; o que me crecen sabañones como larvas en la carne de las orejas. Pero más frío sufría en mi país, cuando aullaba aquel viento gélido y nocturno. Eso sin contar el tiempo que pasé en la colina, rodeado de soldados. Aquellos sí que fueron tiempos feroces. Tiempos de espadas y espinas. Así que ahora pido limosna recitando versos, tengo un repertorio amplio y, sin pecar de vanidoso, bastante digno. No siempre escucha uno a Gabriela Mistral en la calle, o los sonetos dulces de Rubén Darío. La gente cruza deprisa, suelta monedas y a veces, con asombro, se detienen: una madre joven, obreros sobre un pequeño bastón, personas que me miran con una extraña nostalgia.

En ocasiones, sin embargo, echo de menos mi hogar. Aunque no se lo crean, llegué a ser un buen carpintero. Construía ataúdes para niños y poetas. A veces, hacía inscripciones a mano. Pero, bueno, eso fue hace mucho tiempo, parece que hayan pasado siglos, clavos revestidos de musgo, cuando me colgaron de aquella jodida cruz.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Mentiras

Mentiras, sólo hay mentiras, no sólo de los políticos, de los cuentistas de zoco, sino de las personas que admiras, de ti mismo, de aquellos a los que socorriste, de los que te prestaron su ayuda en el pasado. Mentiras opulentas, como falsos escenarios de cartón, envolviéndolo todo, poniendo biombos negros sobre las rosas de tu memoria. Mentiras que acabas creyéndote, ufanas, silenciosas, mentiras que leen el libro de tu propia vida sin que te des cuenta. Mentiras cuando lloras, cuando viajas, cuando te estremeces, en la orilla de las islas, tierra adentro, en el fondo del mar, cuando rompes los jarrones, cuando persuades a tus amigos de lo que les dices es verdad. Mentiras seductoras, sabrosas, fértiles, mentiras como cálido estiércol pintando el paladar de tu boca. Mentiras en la plaza de los hombres desolados, de los niños hambrientos, de las mujeres que caminan sobre tacones de aguja. Mentiras en las iglesias y las murallas, en los cementerios, en la solapa de los mapas, en los paraísos que nos construyeron, en las hojas marchitas de tanta verdad. La verdad, quién quiere la verdad, yo vivo de mis mentiras, como otros lo hacen en la cola de un vagón, proscritos que carecen de nombre y bajan a dormir en estaciones vacías. Alguien alza una piedra y la arroja en medio de un bosque: la mentira es esa piedra que quiebra a su paso todas las ramas y duerme eternamente en el lecho de un río.

viernes, 11 de marzo de 2011

Bares y pantanos

Hubo una época en la que, a falta de pantanos, yo inauguraba bares. Solía ir con Iñaki, que contaba con una fina red de informadores, lo que nos permitía saber con exactitud qué garitos se estrenaban (incluyendo el lugar y la hora, como en una entrega de drogas), así que allí aparecíamos, ávidos y silenciosos, dispuestos a beber gratis mientras el hígado aguantase. No siempre éramos bienvenidos. En una ocasión, el día antes de un jodido examen de estadística, nos presentamos en un café demasiado elegante y nuestro aspecto despertó enseguida las sospechas de los anfitriones. La buena educación que se supone a la gente pudiente impidió que nos expulsaran escaleras abajo, merced a lo cual, y a pesar de las miradas reprobatorias, dimos buena cuenta de las golosinas. Canapés, champán, frutos glaseados y fragantes. Pero los dioses nos tenían reservado un castigo por nuestra osadía y al día siguiente, en medio del jodido examen de estadística, yo sufrí, precedido de un ataque de náuseas, un severo dolor estomacal. Aprobé gracias a que una chica me pasó su hoja y a que el profesor Acha, que hacía gala de una paciencia y una ironía infinitas, me permitió ir a los baños al ver mi rostro suplicante. Sentado en la taza me juré a mi mismo que nunca volvería a dejarme tentar por el becerro de oro y que tampoco (mientras imaginaba pantanos de champán donde sirenas atroces corrompían el alma de marineros embriagados) volvería a inaugurar una jodida coctelería de lujo.

sábado, 5 de marzo de 2011

Trípoli

No quedaba candor ni lujuria, agua ni claridad, no había ni un solo árbol, se habían marchado las jirafas, no se oía el rumor de las velas, había glaciares color marrón, cofres sin sueños, hoteles vacíos, bazares como tumbas, no quedaban palabras, solo monólogos, un viento sombrío, ni una sola barca, ni un solo motín, los jardines exhaustos, las islas en penumbra, estanques sedientos, no oía a mi madre, las canciones de mi madre, un silencio atroz, un silencio de termitas, no había lápices, ni libros, ni pájaros, ni violines, sólo un fuego negro, un zumo de escorias, cúpulas hundidas, camisas amontonadas, polvo en los templos, tapices quemados, un perro sonámbulo, escombros, moscas, osarios, carcasas…y la luna reflejada en una tele encendida. En el informativo, con voz monótona, hablaban del fin del mundo.

jueves, 24 de febrero de 2011

enlascallesloslabios

Me encuentro a Juan en una de esas calles sucias y estrechas que vengo cruzando desde mi niñez y, después de recomendarme con voz de converso La broma infinita de Foster Wallace, me pide que me mire las uñas. Extiendo la palma en lugar de replegar los dedos y me dice que así es como lo hacen las mujeres, o al menos las mujeres coquetas, dejando en el aire una sospecha furtiva sobre mi virilidad, no sé si social o cromosómica, pero a estas horas, con el estómago vacío, mis manos sólo buscarían esos pechos blancos que se pronuncian bajo mallas de acero y que tienen la fragilidad trémula y nupcial de una manzana virgen. Puedo imaginar, en medio de la nieve, a una joven que cabalga rítmicamente hacia mí, aunque en la calle (los callejones anónimos que vengo recorriendo desde mi niñez) se ven mujeronas con bolsas de plástico, embrutecidas por el tiempo, al igual que esos niños grises que pierden la gracia y el candor en la penumbra de los hospicios. Los hombres no merecen mejor suerte que la que tienen, pero ningún Dios debería permitir que las mujeres perdieran su belleza, la de los veinte años, por efímera que fuese, no sólo por una cuestión de canon estético, o de justicia poética, sino porque bajo su mirada el mundo sería un infierno dulce, la única de las razones por las que merecería vivir en él, en un reino de cielos salvajes, con todos nosotros merodeando las calles (las calles tristes de nuestra niñez) y la zarza tierna de sus labios.

miércoles, 16 de febrero de 2011

El jugador

Perdí a una edad temprana un dinero que no tenía, participando en un juego de mesa del que ya no recuerdo ni el nombre. Nunca tuve maneras de tahúr, ni fisonomía, ni el carácter que se asocia a un jugador curtido: su calma proverbial, el pulso firme, la mirada inexpresiva de quien se tira un farol. Sin embargo, creo que sería capaz de quemar todas mis naves en un envite y perder el honor en un momento de éxtasis. Convertirme en un ser abyecto por un mazo de cartas manchadas y salir de una timba con los pantalones bajados. Corromper mi espíritu por contar con una ficha más. Si confieso esto la gente no me cree, pero podría llegar a ser muy miserable. Alcanzar esa hora en que la ginebra sabe a ceniza y los colibríes rebotan en tu cabeza como balas invisibles. Salir de un garito tambaleándote más allá de la desesperación. Hay algo subyugante en exprimir hasta el último chavo y saber que nadie rezará por ti. La calle helada como una morgue y un bulbo de cemento en tu nuca. El susurro del Jaguar de quien te ha ganado la última mano. Sólo los jugadores que apuestan el alma saben lo que eso significa: algo en la vida, en el núcleo de la vida, huele igual que los bolsillos de los perdedores.

domingo, 6 de febrero de 2011

Febrero

A Ignacio Abad
Empieza a salir tímidamente el sol y me acuerdo de esas personas que han nacido un veintinueve de febrero, y pienso que este año se acercarán a esa fecha con una mezcla de placer y vacío en el corazón, como esos exploradores que cruzan el meridiano sin saberlo y miran al cielo intrigados, expulsados del tiempo sin saber bien dónde se encuentran, como esos pueblos que huyen de una epidemia desoladora, o como el exiliado que toma café en una plaza que no conoce, demorándose en su sabor amargo con una pereza esquiva, observando a un perro vagabundo que sortea una calle llena de coches, los pájaros no saben que la rama donde se balancean dio sombra a ese ser anónimo, el mismo que ahora abre la puerta de una casa que no le pertenece, alguien que pudo haber nacido un veintinueve de febrero, que guarda en el bolsillo un papel donde escribió su nombre, a lo mejor para que no se le olvide, como otros tallan en la corteza de un árbol un corazón o un epitafio, y ese viajero que odia los domingos y las tardes sin luz me mira desde la ventana sucia del balcón, tiene los ojos grises y cansados, podría decirle que nos pareceremos cuando él ya no esté aquí, pero sólo tengo tiempo de escribir mi propio nombre en otro papel, éste que otros leerán en la soledad de sus habitaciones, la soledad pura de febrero, que al final de sus días se asoma a una avenida a la que a veces el viento despoja de hojas y pájaros.

domingo, 30 de enero de 2011

Memphis

Sí, supongo que es una ironía insoportable que escriba sobre ti, después de tanto tiempo, el mismo que llevo redactando necrológicas, ya sabes, mi vocación clandestina, el punto más bajo de mi dedicación profesional, de mi frustrada carrera como periodista. Intuyo la expectación de la ciudad, la curiosidad de los lectores, el sollozo hipócrita y dulzón que verterán mis colegas. Incluso me parece sentir su aliento en la nuca, despiadado y malicioso, murmurando que no me haga de rogar. Aunque ellos saben que no les decepcionaré, que no puedo hacerlo, porque fui, como se suele decir, un testigo privilegiado: y éste es mi oficio, la tarea por la que me pagan, supongo que a regañadientes, mis noches de insomnio.

Así que les confirmaré la verdad, lo que ya conocen, que eras un ser admirable, una criatura única, una mujer de belleza turbia y cegadora. Que naciste en el seno de una familia pudiente, una de esas estirpes ingobernables, que habitan a su antojo los palacios del mundo. Que creciste viendo Renoirs y caballos de carreras, y rostros blindados en el espejo de tu salón. Que aprendiste a deslizarte entre fortunas sin que nadie corrompiese tu espíritu, como una sirena salvaje, como un velero blanco en medio de la tempestad: fue así como te conocí, entre perlas y fajines, rodeada de luces y nobles medallas. Un gacetillero como yo, escarnio de miradas, aturdido por una opulencia que no compartía. Recuerdo que me miraste en medio del salón, no parecías real, viniste hacia mí con un libro en la mano. “Supongo que es usted el único que lo ha leído”, susurraste, y lo extendiste con una sonrisa furtiva, una edición de lujo, La Balada del Viejo Marinero, de Samuel Coleridge.

Pero eso fue antes del delirio, de casarnos en secreto, a despecho de tus padres y la prensa del país. Luego vinieron los viajes, mi afición al alcohol, tu larga – que yo imaginé triste – cadena de conquistas: marxistas de salón, artistas otoñales, adictos al sexo y los cuentos de Nïn. Nos peleamos, las viejas peleas, y luego pactamos, tuvimos hijos, aceptamos resignados los obsequios de tu padre. Maduraste, te hiciste más bella, y yo asistí, sublevado, a tu dulce consagración: la primera senadora, la musa de Yale, la esposa, con todo, de un escritor fracasado. Hasta que un día – un día sin luna, con niebla en las calles – dijiste adiós y cerraste, despacio, la puerta de nuestra casa.

Ahora no hay nada, no queda nada, sólo una lápida que cubre tu cuerpo. Todas las mañanas riegan el césped y dejan flores – rosas frescas y hermosas - a los pies de tu tumba. No seré yo quien las profane, quien evoque la nostalgia que devora mi cuerpo. Paseo entre las verjas, soporto sus miradas, empuño un paraguas los días de sol. Alguien insinúa, con una mueca, que sólo acudo a robar tu memoria. Qué más da, me digo, qué escupirán, qué mierda les importará mi lento desahucio. Qué sabrán ellos, todos ellos, lo que sufre en silencio mi alma vencida. Porque si estas líneas hablan de nosotros, de nuestra rivalidad y desengaños, ninguna revela, porque no puede, lo que yo conocí: la primera noche, el asombro en mis manos, el temblor azul de tu piel desnuda. Y aquel beso que me diste, sin música ni estrellas, en el andén desolado de una estación de Memphis.

jueves, 20 de enero de 2011

Máquinas

Desde hace tiempo me persiguen las máquinas. Esto me recuerda una peli de serie B que vi hace muchos años, donde una excavadora monstruosa acosaba con saña hidráulica a un puñado de protagonistas vestidos con buzos de algodón. En mi caso, se trata de vehículos más livianos, como coches y bicicletas, pero suplementan su ligereza con una precisión diabólica. Hace un mes, sin ir más lejos (término muy apropiado para la naturaleza de lo que narro), me atropelló un Seat Toledo en una rotonda. La cosa no pasó de una contusión en el cóndilo interno de la rodilla (¡cóndilo!, qué nombre tan sugestivo: ¿no hace pensar, acaso, en un hueso lujurioso y lubricante?), aunque verme allí, tumbado patas arriba como una tortuga muerta, hirió seriamente mi dignidad. Naturalmente, me cisqué en todos los parientes del chófer, que pálido y desencajado me condujo cívicamente a un hospital. Lo peor, sin embargo, ha venido de la mano de los numerosos médicos, abogados y forenses que han aparecido en mi vida desde entonces, un enjambre de insectos babosos y carnívoros. Prefiero omitir los detalles, para no empañar la delicada arborescencia de este blog. Lo curioso, no obstante (en una especie de parábola inversa), es que desde que tengo trato con ellos me han entrado ganas de atropellarlos al anochecer. Cuando salen de sus consultas y bufetes, orgullosos de su prestigio, orondos e impasibles. Reprimiré esos impulsos poco edificantes. Sobre las bicicletas asesinas, las que acechan sibilinamente en los chaflanes del bulevar, hablaré otro día.

lunes, 3 de enero de 2011

El viento

La casa donde nací sigue teniendo el pasillo angosto y el mismo baño raquítico donde me duchaba con agua helada, el cuarto que daba a un patio interior con tendederos que desafiaban la ley de la gravedad, como arañas colgando de un hilo que siempre estaba a punto de romperse. Si algo recuerdo de mi juventud es el jaleo del viento en aquel patio, su bronca de muelles y veletas, haciendo temblar los huesos de los muebles y las tablas de las persianas. A pesar de la insolencia del aire yo dormía como un bendito. Por la mañana el tren me llevaba entre casas oscuras a los pabellones de la Universidad, pero entre aquellas sábanas que mi madre planchaba para que siguiese soñando con caracolas, yo imaginaba que iba a bordo de un barco, o subiendo por una ladera pintada de nieve, mientras mi padre roncaba su fatiga de obrero y la ropa tendida al oscurecer se retorcía sobre las cuerdas con una furia de latigazos. Cómo soplaba aquel viento sin bridas de los dioses. Las novias nunca me duraban demasiado y ahora pienso que la culpa la tuvo aquel aire enloquecedor, que inexplicablemente sigo echando de menos, como los pobres sioux debieron añorar las praderas de su infancia, aquel mar de hierba teñido de sangre, los búfalos de hocicos humeantes bajando de las colinas... Por las mañanas yo veía fábricas que se caían a pedazos desde la ventanilla del tren y pensaba que solo el viento golpeaba los cristales sin importarle la desesperada soledad de los clavos. La herrumbre, como una viuda despechada, se dejaba abrazar por él, y hasta los viajeros fortuitos, mientras oían sus aullidos, guardaban un silencio maravilloso.