lunes, 29 de marzo de 2010

El traje


Le supliqué a mi madre que me comprara un traje completo del Athletic, con las medias blanquirrojas y todo, porque se iba a celebrar como fiesta de fin de curso un partido contra otro colegio y hasta el último de nosotros era un manojo de nervios a la espera del Día D. La pretensión era que nadie dejara de participar aunque sólo fuera testimonialmente - había ordenado el profesor de gimnasia -, incluyendo los torpes y los gorditos, escala en la que yo ocupaba el primer grado, y quizá por eso, cuando decidí llevar puesto el traje desde casa, atrayendo las miradas sorprendidas y burlonas de los peatones, me sentía como un pequeño pero glorioso gladiador.
Había a lo largo del patio unas gradas de cemento y allí nos quedamos los suplentes cuando tocaron el silbato, éramos un triste cuarteto, mirándonos de refilón con mutua ansiedad, animando al equipo con cara de bobos y una convicción cargada de presagios. Acudió una masa notable de gente, algunos padres levantaban el dedo y me señalaban, porque mi traje era sin duda el más llamativo de todos los del campo, o al menos el más flamante, lo que hizo que me sintiese como un protagonista un poco ridículo.
Fueron pasando los minutos y a la media hora ya habían llamado a dos de mis compañeros, uno por cuestiones tácticas, según opinión de los expertos, y otro para sustituir a un lesionado que se retiró con una rodilla hecha puré. El partido era muy disputado, cada vez había más espectadores, varios profesores, entre ellos mi tutor, se dejaron caer por allí. Durante el descanso bajé a los vestuarios, pero había corrillos discutiendo acaloradamente, el capitán arengaba al equipo con rostro fiero, nadie pareció percatarse de mi presencia.
Como ya habrán adivinado los lectores más perspicaces, acabaron por citar al tercer suplente y según el tiempo agonizaba y transcurrían los minutos, era notorio y palpable que a mí no me iban a llamar. Supongo que nadie deseaba que un jugador sin recursos pusiera en peligro el resultado, aunque era evidente que no nos podían arrebatar la victoria, por lo que a cinco minutos del final el profesor de gimnasia reparó en mi aspecto desolado en medio de las gradas y le exigió al capitán que me sacara, algunos compañeros se fijaron por primera vez en mí, que baje, anda, oí que decía a regañadientes la figura del equipo, yo estaba rojo como la grana, da igual, contesté, creo que alguna profesora me miró compasivamente, eso fue lo más humillante de todo, las miradas de pena, me di la vuelta y salí por una puerta lateral, ánimo muchacho, musitó un padre, otra vez será, yo tenía las orejas encarnadas, me venían las lágrimas a los ojos y lo único que podía hacer era acelerar el paso y agachar la cabezota. Pero no podía pasar inadvertido, llevaba un traje flamante del Athletic, todo el mundo se giraba al verme pasar por la calle, con aquellas lágrimas como churretones de cera, amargas y silenciosas, desde el cielo se podían ver mis puños cerrados y el pompis regordete, una figura bastante patética, se había puesto frío e intentaba subirme las medias para que me dieran algo de calor.
Lo peor de todo es que no podía llegar a casa diciendo que no había jugado, así que me manché un poco la camiseta y fui corriendo hasta el portal, para que pareciese que había sudado y hecho un notable esfuerzo persiguiendo la pelota; cuando llegué le dije a mi madre que muy bien, que casi había metido un gol, luego me encerré en el cuarto y arrojé la ropa a una esquina.
Digan lo que digan, las humillaciones nunca te endurecen, sólo dejan un pequeño sarcófago de harapos y veladuras en el armario del corazón.
Siendo mayor jugué algún partido por casualidad, pero nunca me volví a poner aquel traje con el escudo y las rayas del Athletic, convertido a los ojos del jugador que nunca pisó el campo en una especie de mortaja.

viernes, 26 de marzo de 2010

Leteo

Cuando llegué a León no conocía a nadie y un puñado de años después había sido adoptado por los miembros del Club Leteo, un grupo de jovenzuelos que cultivaba la literatura y la poesía con la desfachatez libertaria de quienes echan azufre en las azaleas de los jardines públicos y tiñen de rojo el pubis de sus chicas en las noches de luna llena. Me publicaron mi primer libro de relatos una tarde lluviosa, me acogieron en reuniones que tenían algo de clandestino (yo siempre llegaba el primero, cosas de la edad, el lugar de las citas era un piso desconchado que olía a ceniceros de latón y sudor frío) y llegaron a otorgarme honores de secretario, cargo que ostenté efímeramente, acaso por mi costumbre decimonónica de levantar actas y exigir puntualidad, o me temo que por nuestras agrias discusiones literarias, donde todos esperaban que el otro cediese, normalmente por la vía del sarcasmo, el desprecio o la petulancia. Hubo incluso una foto en grupo (con aire de rokeros a punto de despellejarse tras editar su último y despampanante disco) en un periódico local y allí, para quien sea adicto a hemerotecas, se puede palpar la templanza irónica de Sergio, la discreción taimada de Torices, el aire de querubín diabólico de Saravia, el hermetismo esdrújulo de Arce, la genialidad huidiza de Yago y el aspecto de manager trasnochado del que esto escribe. Nacho, como siempre, no estaba. El caso es que durante un tiempo escribimos juntos en una web inolvidable, http://www.clubleteo.com/, en la que todavía se pueden rastrear las cenizas gloriosas de algunos relatos prodigiosos y en la que, ignoro la causa, yo inauguré una sección llamada Libro de Necrológicas. Quizá porque siempre me fascinaron las últimas palabras del gran Rabelais, “¡Que baje el telón, la farsa terminó!; o la ironía de Marlene Dietrich en su lecho de muerte ante las barbas de un clérigo imprudente: “¿De qué voy a hablar con usted? ¡Tengo un encuentro inminente con su jefe!”. Aunque puede que alguna vez, en aquellas necrológicas soñadas, me inspirase también algo menos pirotécnico, acaso la prosa sucinta del último y solitario verso que hallase su hermano en el gabán de Antonio Machado: “Estos días azules y este sol de la infancia”.
Y a eso creo que se pareció mi paso por Leteo: a una ensoñación, a la nostalgia de las cosas que nunca sucedieron, como cantaba Sabina.
Porque no sé si lo he dicho: todos esos muchachos, a su manera, eran, son unos genios.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Yo me casé con calcetines blancos



Yo me casé con calcetines blancos. Creo que ahora, al igual que los vinilos y la moda vintage, se estila su uso entre algunas tribus iconoclastas, pero sigue siendo, canónicamente hablando, una elección de indudable mal gusto. Con el dinero de una beca, mi madre me llevó a las Siete Calles de Bilbao y allí un sastre de postín, de los de chaqueta cruzada y modales de cónsul inglés, me endosó un traje, cito textualmente, “sobrio pero de aire deportivo”, que me tiraba de la sisa. Llegamos tardísimo de hacernos las fotos (no hablaré del patetismo surrealista de aquella sesión) y aunque los comensales saludaron nuestra entrada con una salva de aplausos, también hubo silbidos y voces estranguladas por el muermo de la espera y la embriaguez. La cólera de los comensales fue rápidamente mitigada con un festín de viandas, donde no faltaron bombones regados con cuantró y terciopelos culinarios que hubiesen desencajado al mismísimo Ferrán Adriá. Hubo cantos regionales, tipos con la corbata en la frente, rostros congestionados…bailamos el vals entre un coro de gritos simiescos y el humo ferroviario de las farias que había comprado mi padre a un estanquero de Sestao. De aquel espectáculo aberrante recuerdo una foto con mis abuelos, y a mi madre, que insistía en doblarme correctamente los puños de la camisa, que yo llevaba groseramente arremangada. No pudo acudir mi tía Celia, a la que había picado una víbora. A pesar de la reticencia de mis padres y suegros, que al fin y al cabo eran los que pagaban el ágape, invité a un primo lejano de sesenta años, que había conocido apenas unos meses antes, pero que me había caído simpático porque de joven había curado un catarro tomándose de golpe un frasco de jarabe para la tos. Como les suele ocurrir a los novios, pendientes de atender cortésmente a los invitados, apenas probamos bocado y al anochecer nos metimos en un bar cutre a devorar unos huevos fritos. La mayor parte de los jóvenes se diseminaron por los pueblos adyacentes y prácticamente nos dejaron tirados. Imagino que alguno acabó en una casa de putas, porque de aquella no había despedidas de solteros. Al día siguiente mis padres se quedaron media hora en un cruce, desconsolados, convencidos de que su primogénito había cometido una locura.
No viajamos a ningún paraíso tropical porque no teníamos ni un puto duro. En realidad, ni siquiera fuimos de luna de miel.
La mañana de la boda, antes de la ceremonia, se había levantado un viento húmedo y lluvioso, a pesar de estar a primeros de julio. La iglesia era una ermita pequeña y helada. Imagino que algunas vegijas se resintieron de un modo violento. Por supuesto no hubo limusinas, ni coches de lujo y ella se trasladó en un seat horizon con asientos de plexiglás.
Éramos dos críos.
Cuando la vi bajar, con su vestido blanco, me pareció la chica más guapa de la tierra.

lunes, 22 de marzo de 2010

Humor

Tardé muchos años en asimilar el humor de mi familia gallega. No sólo por insólito, o surrealista, sino porque se desataba en el momento más inesperado del día. Me preguntaba si su hilaridad respondía a un virus celta, o una peculiaridad de aquella hermandad de chalados rubicundos, con el cuchillo sajando el lacón mientras se contorsionaban de risa. A veces, la historia ni siquiera tenía gracia. Me costó comprender que el misterio residía, por asombroso que resulte, en la reiteración y estiramiento de la anécdota hasta extremos delirantes. Quiero decir que alguien entraba en la cocina, contaba algo que había oído sobre una tercera persona y de repente, tras un silencio religioso, empezaban las carcajadas. Como dije, el asunto podía ser tan simple como que un vecino había probado una motocicleta nueva y no había parado de dar vueltas por los alrededores del pueblo. Risas feroces. Tú los mirabas anonadado, sin entender la causa, como el testigo de un incidente fortuito y banal. Volvía a la carga el narrador, para referir exactamente lo mismo (“iba con la moto dando vueltas, ja, ja”) y todos seguían desternillándose, algunos con el pan y el lacón dentro de la boca, casi a punto de ahogarse. Entonces, sutilmente, la historia se enriquecía un poco más, apenas con una frase, que provocaba un estrépito común, una salva de carcajadas, un manantial de risas sinuosas: “Es que no debía saber frenarla”, añadía otro y en la cocina era ya todo un temblor unánime, fastuoso, con palmadas en la frente y puñetazos en la mesa; “¡dio vueltas hasta que se le acabó la gasolina!”, aportaba un tercero y al poco alguien añadía que: “había recorrido la provincia en moto sin poder bajarse”, y en ese momento, justo en ese momento, te imaginabas por primera vez al pobre diablo montado en su vespino, recorriendo millas sin lograr detenerse, saludando a los labradores que se cruzaba en las parroquias (“¡fue hasta Lugo y regresó!”, exclamaba uno nuevo), con su cara enrojecida por el viento, aferrado al manillar desesperadamente, desamparadamente, ofuscado y extraviado por pistas forestales al anochecer, porque a aquellas alturas la historia ya lo situaba camino de Finisterre, perdido entre robles milenarios, perseguido tal vez por una manada de lobos, el culo prieto en un sillín que se había convertido en un potro de tortura. En ese momento tu risa, igual de absurda, formaba parte del coro que resonaba en la casa. Ya no importaba que todo fuera una ficción delirante, que en realidad el vecino, a esas horas, durmiese plácidamente en su cama con la moto a salvo y que tus tías y tíos, envueltos en un manto de suspiros y lágrimas, siguieran proyectando la historia hacia un final interminable.
Porque al día siguiente, y durante semanas, y en ocasiones meses, la historia seguiría invocándose inopinadamente, bajo cualquier pretexto, con el vecino eternamente subido a su moto, como un centauro trepidante y alucinado, saludando a las viejas que se asomaban a las ventanas, a los niños que salían de las escuelas y, entre una fila de castaños, bajo la sombra de un cruceiro, al mismísimo Obispo de Mondoñedo camino de su iglesia.

viernes, 19 de marzo de 2010

Días de vino y rosas

La primera vez que ella posó su mano sobre la mía (debía haber sido al revés), estábamos en Tercero de BUP y reaccioné poniéndome rojo como la grana, como el capote de un torero, como un tomate maduro, como el sol que se oculta en julio entre las Montañas Rocosas, es posible que hasta como un pimentón. Tuve en aquel momento varias alternativas, (incluyendo la sonrisa cómplice o entrelazar mis dedos con los suyos), pero como un timorato, creo que opté por levantar la mano a la carrera y tragar una densa, qué digo densa, viscosa bola de saliva.
He de pensar que ella encontró encantadora mi timidez, porque semanas después prolongábamos nuestros paseos a la salida del instituto, buscando la forma en que la distancia que separaba nuestros portales se hiciese lo más larga posible (contradiciendo, de paso, los principios y las leyes insobornables que en aquellos mismos meses nos estaban inculcando en la clase de matemáticas).
Supongo que no debí empezar a hablarle de vino. Concretamente del vino que mi padre, gracias a sus contactos con un amigo que trabajaba en el Puerto de Bilbao, obtenía de contrabando para sacarse unos duros. En realidad era vino de Rioja con destino a Southampton, del que, misteriosamente, siempre desaparecían en el muelle unas pocas cajas. Era un reserva excepcional, que yo probé un domingo por primera vez en mi vida, pese a las protestas y recelos de mi madre (ah, las madres, siempre velando por nuestros hígados e intestinos, como si en su amor por nosotros se deslizara cierta admiración por la casquería). El caso es que beber de aquella copa fue como descubrir un mundo nuevo, no sólo de sensaciones aromáticas, sino de ensoñaciones, de opulencias suaves y prometedoras: mejor que cualquier porro, mucho mejor, desde luego, que el vino de mesa que habitualmente tomaba mi padre y que yo ignoraba con desdén.
Le hablé, pues, de aquel descubrimiento a la chica que paseaba junto a mí, con su pelo negro como el carbón rozándole la cintura, y después de que escuchara atentamente mis palabras, mi tibia explosión de éxtasis enológico, se paró en la acera y, con sus hermosas pupilas brillantes clavadas en mi cara, me espetó “Pero, ¿qué estás diciendo?”, y en ese instante supe que la había perdido para siempre, que ya no volvería a oír su dulce voz de alondra y que mi imagen de joven tímido y dulce había pasado a convertirse súbitamente en la de un perverso Mr Hyde.
Por eso siempre me han gustado las mujeres que disfrutan con una copa de vino y que te cogen de las manos cuando les das lumbre para que enciendan un cigarro.

martes, 16 de marzo de 2010

Gnomo

Todos lo apodaban gnomo, pero en aquel verano de verbenas en pueblos abandonados de la mano de Dios era nuestro héroe particular, porque él tenía treinta tacos y nosotros dieciséis y además conducía un 127 con matrícula de Barcelona. Apenas levantaba cuatro palmos del suelo, su cabeza la coronaban unas guedejas color maíz y en su cara de sátiro había dos ojos saltones azul lechoso. Con esas credenciales no podía seducir a nadie pero, a diferencia de nosotros, había viajado por el mundo y encima no lo había hecho de cualquier modo, sino como cámara de televisión: eso lo convertía en algo parecido a un director de cine y apiñados en el interior de su coche – un montón de becerros sedientos de historias -, nos desplazábamos por trochas y pistas a velocidades endiabladas, pitando a los campesinos que regaban los prados de noche y esquivando vacas que se cruzaban fantasmagóricas a la salida de alguna curva. Probablemente nunca estuve más cerca de partirme la crisma, o de acabar con un cartón en el dedo gordo del pie, mientras era sajado por el bisturí de algún forense de provincias. De vez en cuando se detenía en seco, delante de alguna casa donde se veía una luz encendida y con su voz de falsete, nos decía: a esa viuda me la tiré el año pasado, o tengo una cuenta que saldar con ese hijoputa, y luego arrancaba a toda leche, no sin derrapar delante de los corrales y reventar la noche con los pitidos de su 127 matrícula de Barcelona. Nos contó que había vivido en el Paraguay, el verdadero Paraíso en la tierra, un país donde había una media de dieciséis mujeres por hombre, todo gracias a la Guerra del Chacro, que había diezmado las reservas viriles de la nación y había dejado millares de viudas jóvenes a lo largo del país. Nosotros nos imaginábamos aquellas camas náufragas, los cuerpos sollozantes en la penumbra y teníamos que sofocar la concupiscencia para no hacernos una paja allí mismo, cosa que teníamos tajantemente prohibida, a pesar de que la tapicería de su coche estaba llena de agujeros y se parecía al pellejo de un corsario merendado por el escorbuto. A una hora intempestiva, cuando los últimos ecos de las orquestas se desvanecían en el aire mordiente y helado, salíamos todos a orinar, no siempre contra la tapia de un convento, pero él se separaba de nosotros, borracho como una cuba, con una ebriedad hosca y mercenaria, y lo veíamos internarse entre los espinos, con la polla al aire, meándose los pantalones y los zapatos, mascullando palabras soeces e ininteligibles en medio de la oscuridad. Esa noche tardó en volver y fuimos a buscarlo preocupados, pero el elemento se había quedado roncando junto a una presa, la mayoría optó por dejarle durmiendo la mona, era mucho mejor ver el amanecer dentro del coche; al poco rato, todo el mundo dormía. Parecía realmente un gnomo, o quizá un niño grande y frágil, con su cabezón entre las hierbas, me quedé un rato a su lado, fumando un cigarrillo, antes de regresar al coche y taparlo con una manta. En el Paraguay, pensaba yo, alguna chiquita estará ahora mismo bajo un cobertor de lana, entre sueños febriles, imaginando que su soldadito muere de frío en una trinchera remota. Al igual que ella, tampoco yo lo volví a ver al siguiente verano.

sábado, 13 de marzo de 2010

En el espejo

¿Pero no te produce pudor que un desconocido entre aquí y lea todas las barbaridades que pones?

¿Barbaridades?

Joder, desnudas el alma, tío, hablas sin decoro de tu familia, de tus experiencias más profundas, de tus aversiones y flaquezas…te falta poco para colocar imágenes comprometedoras.

Todo se andará.

Sinceramente, no esperaba esto de ti.

¿Por qué?

Mírate: eres un tipo cabal, introvertido, casi eres abstemio y llevas diez años desayunando la misma marca de cereales… ¡Pero si hasta te licenciaste en la Universidad de Deusto, entre jesuitas!

Sí bebo. Pero me gusta hacerlo solo.

¿No irás a decirme que eres alcohólico? ¿Qué te encierras en la alcoba a beberte pequeñas copas de absenta?

Admito lo de los cereales… Ya sabes, la función intestinal…

¿Ves? ¡No te importa contar tus intimidades! ¿Qué pretendes? Y además, ¿a quién le van a interesar?

Eso sí que no lo sé; te juro que no lo sé.

Y aún así no te sientes culpable.

Sólo los culpables dicen la verdad.

No me seas sentencioso.

Lo siento.

Hay cosas que un hombre debería guardar sólo para sí mismo.

Sí, yo también pensaba antes eso…pero estoy envejeciendo y…en fin, empiezo a tener cada día menos prejuicios, empezando por sacar a la luz mis propias miserias…

Me produce consternación.

No debería.

Se reirán de ti, se escandalizarán, perderás amigos, sembrarás la duda en futuros empresarios.

Es posible.

¿Y no te importa?

Me importan muy pocas cosas: me gustaría no padecer insomnio, o ser capaz de permanecer horas tumbado delante de un río, sobre la hierba, pero al final no logro conciliar el sueño ni acercarme a sus aguas oscuras y por eso tengo que sentarme en soledad y, de vez en cuando, escribir.

Creo que estás mal, tío.

Hay mucha gente peor que yo. Lectores con sinusitis, hemorroides, caspa…

Sí, eso, encima métete con los que están al otro lado.

Me merecen mi más absoluto respeto…sobre todo aquellos a quien nunca conoceré.

¿Y eso no te produce vértigo? ¿Saber que te puede leer cualquiera? ¿Incluso algún enemigo?

No soy paranoico.

Puede que a quien no les haga ni pizca de gracia sea a los protagonistas que aparecen sin pedirlo en tus historias… Más de uno se va a recoger un rebote cojonudo.

Son las desventajas de entablar conversación con un escritor. O pasar por su vida aunque sólo sea un instante.

Valiente bellaquería.

Qué le vamos a hacer.

A este paso, te convertirás en un misántropo.

Creo que estas memorias demuestran las dos cosas: que lo soy y no lo soy.

No te entiendo.

No pasa nada.

Está bien. De todos modos, creo que a estas alturas deberías presentarme, ¿no?

¿A ti? Estoy cansado de verte todos los días, en el espejo.

jueves, 11 de marzo de 2010

Tiempos modernos

A cierta edad empiezas a trabajar para empresas que llevan a rajatabla el principio de la productividad, alma mater de la ideología capitalista y principio supremo de los fieles de Adam Smith, y compruebas que ese factor posee una íntima relación – casi sexual - con otro más escurridizo, o que a mí siempre me ha parecido que tenía una entidad ontológica, Maese Tiempo, pero que entre las finas paredes de las oficinas y los despachos adquiere una adherencia progresiva, un efluvio físico y acongojante, como el gong de los relojes que sonaban en las plazas donde guillotinaban de tres en tres a los nobles o a los monarcas franceses. En mi larga experiencia como asalariado he conocido métodos menos agresivos, aunque a la postre los resultados - digamos que de modo más sibilino - venían a recordarte tu condición, a ser igual de eficaces y banales: miradas torvas del jefe cuando te sorprendía charlando con la secretaria, imposición de un teléfono móvil para estar perpetuamente localizado, llamadas inesperadas a horas intempestivas (cuando el sol se hunde en el horizonte y ya estás con el abrigo a medio poner), etc., etc. Reconozco que entre los procedimientos más tortuosos y eficientes se halla el juego diabólico de las temperaturas, también denominado “inducción laboral por ciclos oscilantes de calefacción”, que consiste básicamente en crear climas diferentes por secciones de trabajo, según te halles sentado frente a tu ordenador o haciendo el longuis en el hall de entrada, de forma que en tu puesto goces de unos razonables veintiún grados y en el exterior la escala descienda bruscamente (como dicen los metereólogos que no temen a la lírica) a los trece o catorce. Se imagina uno entonces a los compañeros y compañeras en el duro trance de ir al baño, expresamente convertido en una especie de área refrigerada, bajándose las mudas (que es el lindo y extraño nombre que las madres de antes ponían a las bragas, camisetas y calzoncillos) con gesto hierático, resoplando en las yemas de los dedos con angustia mientras se liberan de moles y fluidos y, en síntesis, emitiendo ese tipo de crujidos (juramentos, castañeteo de dientes…) que tampoco consiguen sacarles de apuros y aliviar la insoportable levedad del Ser Lívido y Helado. Si además el agua que sale de los grifos, en chorro abundante y automático, brota como la de un manantial de las sagradas montañas del Tibet (esto es, cristalina y cortante), el proceso de lavarse las manos añade a toda la odisea de giñar, orinar o simplemente desmaquillarse, un conato de tortura inexpresable, que lleva al empleado a pensarse muy mucho lo de salirse de su rincón.
Me dirán ustedes que más negras las pasan los que están en el paro, pero sobre eso asunto no me pronuncio – a ver por qué he de hacerlo si este es mi jodido blog -, entre otras razones porque a lo mejor, precisamente, de lo que se trata es de ir preparándonos gradualmente para la inminente época de glaciación laboral de este siglo esperpéntico.

domingo, 7 de marzo de 2010

Los regresos fugaces

Regresa al nido de vez en cuando y en una de esas cenas con amigos que han tenido su prole rebasados los cuarenta, te vuelve a oír la historia cien veces repetida de que siendo bebé nos robaba el sueño, su llanto inconsolable y nocturno, las mecedoras insomnes donde intentabas adormecerla estérilmente y ves que pone cara de resignación, los padres tenemos un sexto sentido para ser despiadados, para evocar con fruición el sacrificio de los pañales y las papillas, las tardes lluviosas en los parques con tiovivos y caballos de madera, hay que ver la de horas que pasé contigo, le dices, y menos mal que comías bien, y que había médicos sin remilgos para explorarte la garganta, que no abrías la boca ni por casualidad, y las vacunas, y los cumpleaños ruidosos e interminables, pero en el fondo lo que quieres contarle es otra cosa, lo que quieres confesar es que te gustaría volver a su niñez, a tu juventud, aunque sólo fuera para ver cómo perseguía una hormiga con unos dedos minúsculos y unos ojos asombrados, para contarle cien veces aquel cuento extraño de los Hermanos Grimm, porque el cuento al final acababa siendo un mapa donde los dos os perdíais sin saber muy bien cómo, en un otoño donde la luna giraba como la cabeza de una lechuza por el cielo, y según pasa la tarde y se extingue la velada, lo que te viene a la mente son otras cosas, que a sus veintiún años la sigues echando enormemente de menos, que lo que te gustaría decirle, en realidad, es que no tenga miedo a nada, ni a la angustia ni a la tristeza, absolutamente a nada, porque es prodigiosamente libre, y tiene una luz que la acompañará siempre, la misma luz que se derrama sobre otras mujeres jóvenes, a lo mejor una chica finlandesa que mira aburrida por la ventana de un invierno que le parece eterno, o la de una muchacha que viene de recoger agua desde un pozo lejano, esa luz no la tenemos nosotros, los hombres irritables y fatigados, los padres que van acumulando escombros en el corazón, decepciones en la espalda, preguntas sin respuesta, y que cuando ven retornar a los hijos, en esos autobuses que parecen carrozas pesadas y cansadas, sienten que merece la pena seguir limpiando las ramas del nido, despojarlas de impurezas, darles un poco de pintura, como hacen los pescadores retirados con sus barcas, que las cuidan con una tenacidad inexpugnable, aunque ya naveguen sólo en las noches templadas, por la sencilla razón de que si ven a sus hijos caminando por la playa, haga viento o llovizne con furia, izarán de nuevo las velas blancas y saldrán con ellos a la mar.

viernes, 5 de marzo de 2010

El seductor montaraz

El prototipo de seductor o casanova nos habla de un tipo atlético, de nariz griega y mentón viril, ojos grandes y mirada penetrante, verbo porteño y embaucador, modales de galán cosmopolita y aire elegante pero ligeramente desaliñado, brioso, aunque sin caer en excesos como la falta de aseo personal. Naturalmente, y siempre con estupor, uno ha conocido verdaderos adefesios barrigudos que, inexplicablemente, se llevaban a las mujeres de calle, habremos de pensar que por alguna clase de magnetismo que sólo percibían ellas, amén de la presunta fama que el conquistador de turno se gastase en tallas de ropa interior o en las longitudes legendarias de su miembro viril (¡Veinticinco centímetros en estado de reposo, oiga!, calibraba a gritos un tipo ebrio que vi un día a la puerta de una iglesia).
N. me habla de que en el remoto pueblo en el que ella va a veranear en las montañas del Bierzo existe un tipo bien parecido y mecánico de profesión (los mecánicos, como las enfermeras en otro orden, siempre han gozado de cierto sex-appeal: no sé, tal vez esos cotones deshilachados como bragas hechas jirones; o las manos lubricadas con el aceite de los rodamientos) que en los últimos años, además de piezas aisladas, ha conseguido reunir en el mismo lugar en el que trabaja (ya decimos: poco más que una aldea perdida entre urces y árgomas) a tres mujeres, la primera novia y esposa confesa durante quince años (a la que ya divorciada tiene contratada en el taller de secretaria), la segunda una isleña que conoció en unos de sus viajes libertinos y que abandonó su carrera como funcionaria del Estado para ir a vivir al culo del mundo con él, y la última una gallega que, otro tanto, dejó hijos, reputación de provincias y ocupación en la capital para arrojarse en sus ardientes brazos. El caso es que la segunda se tuvo que buscar la vida en el pueblo y la tercera, de momento, reside como consorte en casa del aludido.
Yo creo que a este tipo habría que erigirle un pequeño busto en la plaza de ese recóndito pueblo, e incluso ponerle como ejemplo de lo que en esta vida debería ser un credo existencial: vive, folla y nunca dejes de pensar que los harenes, por menudos que sean, tienen su delicado fulgor. Que conste que lo digo también en sentido inverso, pensando en el género femenino, con sus efebos y esclavos rondando sus casas, mientras ellas meten los pies en leche de burra y en barreños de porcelana.
Me da que el motivo de este traje literario que me he cosido hoy, se debe a que, con la llegada de la primavera, me están entrando ganas de quemar los abrigos y salir – así me sofoque el ridículo – vestido con taparrabos a la calle… O mejor por las playas del mundo, para tomar el sol en pelotas encima de cualquier roca.
No se imagina Sr. Paz, me comentaba un viejo profesor en clase de física, lo que dan de sí la mecánica y la hidráulica.

martes, 2 de marzo de 2010

Digresiones a la luz de una vela de sebo

La mayoría de las empresas y las comunidades de vecinos acaban por convertirse en nidos moralmente apestosos, llenos de tensiones y actitudes hipócritas, cuando no de enemistades y fricciones cristalizadas con una abnegación digna de mejor causa. Lo peor de la raza humana va surgiendo en la larga fila de días en que las personas se encuentran en el ascensor o en los pasillos, mirándose de reojo, poniéndose zancadillas virtuales (siempre hay algún audaz que empuja a la ancianita en silla de ruedas escaleras abajo) o largando vilezas en la pausa del café acerca de tal o cual compañero. El aire, como se suele decir, puede volverse irrespirable, y se dan casos de vecinos que aporrean las puertas de madrugada y de profesionales que dejan notas secas y amenazadoras en el frontispicio del ordenador. Así van pasando las semanas, lentas e insidiosas, formando una pelusa pegajosa y enorme que evoca esas madejas de hierba seca que son impulsadas por el viento en las películas del oste. La gente se alarma cuando ve la formidable cantidad de conflictos bélicos que se despliegan en el mundo, pero lo misterioso es que no haya más, muchos más, que no se tire de bayeta y munición en los arrabales que rodean nuestras propias ciudades. Si lo piensan bien, a poco que nos dejan, enseguida intercambiamos insultos a bordo de nuestros coches y la línea que separa la actitud cívica de la agresión petulante es más fina que el cabello de un niño. Hay que hacerse a la idea de que muchas personas, en numerosas circunstancias, se convierten en verdaderos gilipollas y que mires donde mires cada día parecen más: por insensibles, por ególatras o por majaderos, pero infinitamente más. Ese es el horizonte que te espera en la madurez y el espejo en que se reflejará una parte de tus actos cada mañana. No queda otra que envejecer presintiendo que el mundo se va llenando de culos y bocas que hablan sin pensar (a veces más las segundas que los primeros) y que llegado el momento de la verdad, cuando sepas que las cosas importantes son realmente dos, lo mejor que puedes hacer es irte a una isla y arrojar el puto teléfono móvil y el televisor a la basura, si es posible en un punto de reciclaje, y sino a las puertas de un cuartel, que ahí persisten alzados, para recordarnos que los mosquetones y las balas trazadoras siguen siendo el negocio más próspero y rentable que, con nuestra connivencia silenciosa, siguen manejando toditos los gobiernos del mundo.