jueves, 11 de marzo de 2010

Tiempos modernos

A cierta edad empiezas a trabajar para empresas que llevan a rajatabla el principio de la productividad, alma mater de la ideología capitalista y principio supremo de los fieles de Adam Smith, y compruebas que ese factor posee una íntima relación – casi sexual - con otro más escurridizo, o que a mí siempre me ha parecido que tenía una entidad ontológica, Maese Tiempo, pero que entre las finas paredes de las oficinas y los despachos adquiere una adherencia progresiva, un efluvio físico y acongojante, como el gong de los relojes que sonaban en las plazas donde guillotinaban de tres en tres a los nobles o a los monarcas franceses. En mi larga experiencia como asalariado he conocido métodos menos agresivos, aunque a la postre los resultados - digamos que de modo más sibilino - venían a recordarte tu condición, a ser igual de eficaces y banales: miradas torvas del jefe cuando te sorprendía charlando con la secretaria, imposición de un teléfono móvil para estar perpetuamente localizado, llamadas inesperadas a horas intempestivas (cuando el sol se hunde en el horizonte y ya estás con el abrigo a medio poner), etc., etc. Reconozco que entre los procedimientos más tortuosos y eficientes se halla el juego diabólico de las temperaturas, también denominado “inducción laboral por ciclos oscilantes de calefacción”, que consiste básicamente en crear climas diferentes por secciones de trabajo, según te halles sentado frente a tu ordenador o haciendo el longuis en el hall de entrada, de forma que en tu puesto goces de unos razonables veintiún grados y en el exterior la escala descienda bruscamente (como dicen los metereólogos que no temen a la lírica) a los trece o catorce. Se imagina uno entonces a los compañeros y compañeras en el duro trance de ir al baño, expresamente convertido en una especie de área refrigerada, bajándose las mudas (que es el lindo y extraño nombre que las madres de antes ponían a las bragas, camisetas y calzoncillos) con gesto hierático, resoplando en las yemas de los dedos con angustia mientras se liberan de moles y fluidos y, en síntesis, emitiendo ese tipo de crujidos (juramentos, castañeteo de dientes…) que tampoco consiguen sacarles de apuros y aliviar la insoportable levedad del Ser Lívido y Helado. Si además el agua que sale de los grifos, en chorro abundante y automático, brota como la de un manantial de las sagradas montañas del Tibet (esto es, cristalina y cortante), el proceso de lavarse las manos añade a toda la odisea de giñar, orinar o simplemente desmaquillarse, un conato de tortura inexpresable, que lleva al empleado a pensarse muy mucho lo de salirse de su rincón.
Me dirán ustedes que más negras las pasan los que están en el paro, pero sobre eso asunto no me pronuncio – a ver por qué he de hacerlo si este es mi jodido blog -, entre otras razones porque a lo mejor, precisamente, de lo que se trata es de ir preparándonos gradualmente para la inminente época de glaciación laboral de este siglo esperpéntico.

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