martes, 21 de diciembre de 2010

Feliz Navidad (versión Tim Burton)

Creo que agradeceré siempre su llanto y el elocuente responso del cura. El rostro sollozante de las mujeres y el silencio respetuoso de los mayores. Incluso que hayan depositado sobre mi tumba un puñado de flores frescas. Pero cuando nadie quede aquí, cuando se haya evaporado el crujido del último carruaje, lo que pronto sabrán es que festejaré, con las mandíbulas sedientas, que me hayan enterrado vivo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Carta del viejo

Me tengo que ir, tengo que dejarte para siempre, aunque no sepa dónde marchar con este cuerpo desahuciado. Ayer mi di cuenta de que nunca amaré a nadie como te he amado a ti, con el mismo vértigo y la misma pasión. Sin falsas galanterías, sin lujurias furtivas, sin desfallecimientos o rutinas domésticas. Como un hombre que viene caminando por el hielo durante horas y encuentra una casa con el fuego encendido. Tú has sido esa casa. O como aquel a quien arrojan a la noche y halla una luz en medio de las tinieblas. Tú has sido esa luz. Por esa razón he de irme, arrastrar mi maleta, marcharme. Esta mañana me levanté aturdido y advertí que no recordaba tu nombre: fue como despertar en un pozo negro, como asomarme de golpe a un abismo. Como si un relámpago negro me hubiese retorcido el alma. ¡Tu nombre! ¡Mi rosa, mi adorable amor! ¿Cómo pude haberlo olvidado, así fueran unos tristes, efímeros minutos? No sé qué diagnóstico le dan a este mal, a esta carcoma atroz, pero poco me importa. No permitiré que mis sinapsis, mis células, mi cerebro marchito me haga olvidar. Olvidar tu nombre, tu nombre, tu nombre, así lo exijan los dioses o los demonios. ¿No poder deletrearlo, renunciar a que mis labios lo pronuncien dulce, lenta, golosamente? Jamás aceptaré semejante vileza: la vileza de mi propio cuerpo, de mi decrepitud, de mi cerebro enfermo. Al paredón con el olvido y la muerte. Tatuaré tu nombre hasta ocupar el último rincón de mi piel y cuando me devore la oscuridad, cuando el olvido sea una serpiente enroscada en mi corazón, la estiraré para reírme de mis estragos. Por eso tengo que huir, por eso he de irme. Porque cuando mis ojos te miren y no te reconozcan, cuando eso deje de ser casual y momentáneo, seré el hombre más desolado del mundo. Y ningún consuelo, ninguna explicación médica ni religiosa conseguirá revocarlo. Prefiero partir ahora, cuanto antes, a pesar de la incomprensión y el estigma...cuando aún puedo asociar tu nombre, Raquel, al primer beso que me diste.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Los ojos de los niños

Algunos días, cuando salgo del curro, paso junto a un colegio cuyo patio linda con la acera que atravieso para llegar a casa. Suele estar vacío, pero en ocasiones - no sé si por un imperativo docente que se me escapa - está colonizado por una turba de niños que llena el aire con una algarabía increíble. El espectáculo que ofrecen es memorable y a la vez abrumador: corren enloquecidos unos, se suben a chepas ajenas otros, se quedan ensimismados en las esquinas algunos y se agarran a las faldas de sus maestras los que apenas levantan tres palmos del suelo. A pesar de que un puñado de ellos va forrado hasta la coronilla (convertidos por sus madres en polichinelas de trapo), la mayoría persigue luciérnagas invisibles en mangas de camisa. En estos días gélidos y novembrinos, tanta temeridad le deja a uno con la cara pasmada. De un tiempo a esta parte, sin embargo, vengo pensando que los niños no son de este mundo. Podría parecer que lo digo en sentido mefistofélico, como si se tratase de una invasión marciana, pero por desgracia no es así. Más bien da la sensación de que los hubiésemos raptado de un país donde dormían soberanamente y ahora intentasen despistarnos con su sobresalto perpetuo. Incluso cuando se detienen parecen absortos en un pasado remoto, una frontera donde los sueños tienen una lógica inviolable. Nos toleran porque no les queda más remedio, pero guardan en sus bolsillos guijarros acuñados en otro planeta. Por eso, cuando nos paramos para saludar a una madre joven, y yo me agacho para ver al niño que sueña - pues no están sólo dormidos -, siempre rezo para que abra de golpe los ojos. Los ojos de los niños son caramelos de fiebre que a mí me gustaría guardar bajo los párpados cuando me entran ganas de llorar.