viernes, 27 de febrero de 2009

Espalda

Cuando caminas por la calle, a tu espalda queda un mundo entero y vivo que no estás viendo. Si vuelves sobre tus pasos, creas otro igualmente invisible. Es inquietante y, sin embargo, la nostalgia reside en esa secuencia: cuando regresas a las casas de tu infancia que fueron derrumbadas y reemplazadas por edificios de apartamentos, cuando te marchas y les das la espalda, esas casas siguen ahí.

martes, 24 de febrero de 2009

23 F

La gente se pregunta qué es lo que estaba haciendo el 23 F, pero a mí me da por arrastrar la imaginación más lejos y pensar qué hubieran perpetrado de haber sido muchachos talluditos o mesoneras bávaras en los tiempos de Adolf, y de pronto veo al poeta M. delatando a ese hombre con guedejas de rabino, o al profesor S. tocando el violín ante un grupo de SS-Obergruppenführer y, por supuesto, a más de un jefe engrasando con aceite suizo el reloj de la cámara de gas. Soplones, insensibles, alimañas, así es como concibo a muchos que ahora presumen de prurito democrático o dibujan versos en papel de arroz. De vez en cuando, hay que mirarse en el espejo histórico de lo que podríamos haber llegado a ser. ¿Que cómo me veo a mí mismo? Tampoco salgo bien parado, pero a vosotros os lo voy a contar.

viernes, 20 de febrero de 2009

Rudezas

Ocasionalmente, si la enemistad entre dos de nosotros se enquistaba, los mayores organizaban una pelea en el portal. Se creaba un círculo y nos ponían a los púgiles dentro. Era un zaguán húmedo, oscuro, que olía a pis de vieja. Roberto y yo fuimos cocinando nuestro odio, hasta que nos emplazaron a tomar los guantes. Lo digo en plan simbólico, porque nos enfrentamos con los nudillos desnudos. Aguantamos mucho rato en pie y nos dimos una buena tunda. Lo vi hace un par de años, detrás de la barra de un bar. Entristecido, sin pelo, con los párpados fofos y azules. He procurado conservar una pizca de aquel odio infantil. Porque a pesar de la grosera celebración de los mayores, aquel día, después de astillarnos las cejas, nos estrechamos con fuerza la mano.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Buster Keaton

No era un cura al uso. Llevaba pantalones de pana, jerséis raídos, impartía sus clases sin afeitar. Creo que fue de los pocos que nunca nos puso la mano encima. Prácticamente ignorábamos quién era, pero cuando la palmó Franco, nos bajó a la capilla y nos instó a rezar por algo que nos sonaba pecaminoso: la amnistía de los presos políticos. Su espalda ancha y encorvada se mecía delante de nosotros. Fue la única vez en mi vida que me arrodillé en un templo y también la primera que oí nombrar la palabra libertad. Cuando regresamos de vacaciones, en su clase de lengua, nos habló de Buster Keaton.

lunes, 16 de febrero de 2009

La muerte tenía un precio

Me encontré con Martín seis años después de que me diese un puñetazo en clase. Fue él quien me identificó y me requirió junto al complejo donde yo iba diariamente a nadar y levantar pesas. Estaba irreconocible, parecía un sapo medroso, tenía chepa y, a pesar de su juventud, una prominente barriga. Me saludó con nostalgia y a mi mente vino su imagen de matón, su pelo ensortijado y duro y, cómo no, la bofetada que me propinó siendo yo un delegado gordito. ¡Tío, cuánto tiempo!, exclamó como si hubiésemos combatido juntos en Verdún. Lo miré un rato, pensando que, justo en aquel instante, lejos del pasado, podía cobrarme hormonalmente una venganza demorada. Le dediqué una sonrisa despectiva (no sé si la notó) y me fui calle abajo silbando y con algo parecido a una sensación triunfal. ¡Podía haberle partido la boca!, cavilé exultante. Al llegar a casa, sin embargo, evoqué la vieja humillación y pensé, casi con dolor, que era aquel día cuando, a pesar de la derrota y la sangre segura, me tenía que haber enfrentado a él.

viernes, 13 de febrero de 2009

Queda niebla

Una vez asesiné una golondrina. Iba por el campo con una carabina de aire, incrustando balines en los pechos de los gorriones, los herrerillos y los petirrojos. Luego los cocinábamos en una cazuela de barro. La golondrina, que a diferencia de otros pájaros más asustadizos, podía pasarse minutos posada en un cable, esperó imprudentemente a que la abatiese de un balazo. Era una de esas que vuelan zigzagueantes y llevan sobre sus huesos un frac minúsculo. Fue un crimen innombrable, y yo fui testigo y actor de mi triste crueldad. Luego he tenido a personas que murieron en mis brazos y su último hálito, el suspiro del moribundo, fue tan misterioso como el cuerpo inerte de aquella golondrina.

miércoles, 11 de febrero de 2009

De Dickens

El azar de los piojos nos remite a un mundo mefítico, medieval, de espacios lóbregos y escuelas de posguerra. Sin embargo permanecen ajenos a los ciclos históricos y siempre han estado ahí, incluso después de la muerte de Franco. El Director nos dijo a Edu y a mí que, por ser de un curso superior, acompañáramos a su casa a un mocoso de primero. “Díganle a su madre que está infectado de parásitos”, nos indicó con su habitual tono lacónico. Vivía en Portugalete, así que tuvimos que ir andando con él una interminable media hora. No me acuerdo de su nombre, pero sí de que su cabeza nos parecía inmensa, como una luna que fuese flotando sobre el suelo. Lo llevábamos tres o cuatro metros por delante de nosotros, con el aviso de que, si se le ocurría detenerse o girar su cabezón, lo correríamos a pedradas. Lo humillamos a conciencia, pero a medida que nos acercábamos a su casa, nos dio por pensar que su madre, en gratitud por nuestra peligrosa expedición, nos daría una pingüe propina. Nos abrió una señora en bata, con bigote, aureolada por un tufo a repollo. Le explicamos el incidente y exhibimos la mejor de nuestras sonrisas. El chaval cruzó el umbral silencioso, como si volviese de una trinchera lejana. La muy cabrona, después de murmurar algo siniestro, nos dio con la puerta en las narices.

viernes, 6 de febrero de 2009

Digan lo que digan

La vida, digan lo que digan, es puta, muy puta. Manuel era un hombre generoso y un carpintero formidable. Mientras trabajó para mí, no hubo día que no me contara alguna anécdota jugosa, o se sonriera evocando su estancia en la Ibiza de los sesenta, o sus viajes como emigrado por Suiza y Montreal. En el taller, a pesar de que literalmente les ladraba, era admirado por todos sus alumnos. Tenía unas manos grandes y firmes, que habían acariciado las maderas más fragantes y a las mujeres más exóticas. Me parecía excepcional, Manuel, incluso cuando se burlaba de mi bisoñez, como aquel día en mi casa, años más tarde, cuando ya estaba en su silla de ruedas y se partía la mandíbula viéndome en un video haciendo el ridículo. La enfermedad lo hizo trizas y se cebó en su cuerpo de un modo metódico, insidioso, aniquilador. La primera vez que lo fuimos a ver al hospital rompió a llorar amargamente (la boca llena de flemas, gimiendo como un niño), avergonzado de que lo viéramos así. Luego empezó a recibirnos con una sonrisa, reía constantemente, sobre todo cuando lo sacaban a la calle sus hermanas, cada día más delgado, más consumido, más devastado. Un buen día, él que era un narrador ejemplar, perdió la voz. Su risa se deformó, se hizo más desgarrada, más menuda. Digan lo que digan, la vida es una mierda. Y en cuanto a mí, joder, nunca le dije que lo quería.

lunes, 2 de febrero de 2009

La noche

P. me decía que tenía que conocer “la noche”, que un escritor de raza no podía escribir sobre la vida sin meterse de lleno en ella y que la noche era “la madre de todas las experiencias, incluyendo gozos y quejumbres”. Sumergido en mi tediosa vida familiar y doméstica, hacía tiempo que había dejado de brincar a horas intempestivas y beber ginebra de garrafón en antros sórdidos, así que decidí coger un cuaderno de campo y, en plan antropólogo, seguir los pasos de mi amigo. P. es un crápula seductor, acostumbrado a cebar sus colchones con carnes prietas y relucientes, con la piel curtida en peleas callejeras y el estómago en licores inverosímiles. No dejamos “ambiente” sin visitar y durante una noche larga machacamos los tímpanos con música grunge y nu metal, mientras a nuestro lado se deslizaban tribus de góticos, nenazas, emos, pijos y, por supuesto, borrachos. De madrugada, como dictan las buenas costumbres, acabamos en el garito de la estación, donde un tipo de mentón azul y ojos vidriosos lanzaba esputos sanguinolentos sobre un puré de serrín. P. sobaba el culo esférico de una dominicana y a esas horas, con la sensación de haber tragado un saco de monedas oxidadas, yo me decía a mí mismo que todo aquel tinglado nocturno no merecía ni una hora de sueño prestado y, mucho menos, una mísera coma. Sí, había sido testigo de algunas historias salvajes, pero ninguna tenía la fuerza del viaje de Teodoro, un babiano de metro cincuenta que, para menguar un par de centímetros y librarse de la mili, había recorrido a pie cien kilómetros el día antes de tallarse.