viernes, 13 de febrero de 2009

Queda niebla

Una vez asesiné una golondrina. Iba por el campo con una carabina de aire, incrustando balines en los pechos de los gorriones, los herrerillos y los petirrojos. Luego los cocinábamos en una cazuela de barro. La golondrina, que a diferencia de otros pájaros más asustadizos, podía pasarse minutos posada en un cable, esperó imprudentemente a que la abatiese de un balazo. Era una de esas que vuelan zigzagueantes y llevan sobre sus huesos un frac minúsculo. Fue un crimen innombrable, y yo fui testigo y actor de mi triste crueldad. Luego he tenido a personas que murieron en mis brazos y su último hálito, el suspiro del moribundo, fue tan misterioso como el cuerpo inerte de aquella golondrina.

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