domingo, 27 de junio de 2010

Los domingos por la mañana

Las personas que deambulan por las calles los domingos por la mañana aparentan ser ciudadanos tristes y feos. Damas envejecidas que van a rezar el rosario, solteronas con bolsas arrugadas que guardan cola para comprar el pan, ancianos que recorren en zapatillas aceras salpicadas de chicles, mendigos con pulgas y roña, divorciados ociosos que madrugan y toman café con rocío en los zapatos. Suelen dejar a su paso un aroma a jabón de Castilla, o a colonias anónimas, de esas que mezclan olores a lavanda y a velas de parafina. Son los antagonistas de esos otros seres crepusculares que, alzados sobre tacones imposibles o engominados como para la boda de un traficante, salen disparados en coches ruidosos y tuneados. El que esto escribe, a lo mejor porque le crecen pelos hirsutos en nariz o le revienta la arrogante estupidez de ciertos jóvenes, simpatiza más con los primeros. No es que me entusiasmen, o me congratulen en exceso, pero concitan en mis neuronas una forma minimalista de piedad. Con su vida a rastras, su soledad medicinal y esas ojeras obsoletas que carecen de glamour, me parecen – a pesar de su notoria tenacidad por continuar absurdamente vivos - al borde de la extinción. Esta mañana, sin embargo, he sido testigo de un suceso memorable. Examinaba desde la ventana ese andar errabundo de los seres matutinos, cuando he visto a una viejecilla rechoncha saliendo de un portal. Llevaba, como detalles coquetos, un par de gafas de pasta roja y un pequeño bolso con cadena dorada. Y entonces, cruzando peligrosamente por una zona alejada del paso de cebra (imprudencia que, en este país, es directamente proporcional al deterioro físico y la edad de los peatones), la he visto dirigirse a un lugar increíble, o mejor expresado, hacia un vehículo de auténtico lujo, aparcado en frente de mi casa. No era un BMW flamante y opulento, sino un deportivo inmortal, un alfa romeo spider descapotable, con asientos de cuero y volante de madera. Y después de subirse a él con evidente torpeza, en el aire claro de esta mañana de junio, he escuchado las notas felinas de su motor de cuatro cilindros, justo antes de ponerlo en marcha y alejarse lentamente avenida abajo. En dirección contraria, acudía como un rotwailer el estrépito bárbaro de las tribus nocturnas que llegaban borrachas a sus casas.

miércoles, 23 de junio de 2010

Las Cartas 2


Hubo una época en la que escribía cartas asiduamente: cartas de amor, de amistad, de protesta, incluso una a la Comandancia de La Coruña para que un colega – no recuerdo el contenido, creo que recurrimos a una combinación de pretextos académicos y sentimentales – evitase ser enviado a realizar la mili a una isla pedregosa.
Sería cuestión de preguntarse quién escribe cartas hoy, quién pierde el tiempo en hacerlo a mano, quién se molesta en meterlas en un sobre y localizar después un buzón. Supongo que viejas aficionadas a la correspondencia comercial, algún profesor con aire filatélico, eruditos habituados al uso de objetos atávicos, como los astrolabios, el cartabón o el plumier. Y por supuesto los niños, pero durante un lapso efímero, antes de descubrir la play-station o el fiasco de los Reyes Magos. La Humanidad ha prescindido del recurso epistolar para siempre y se ciñe a los mensajes del móvil, a las redes virtuales, a navegar cómoda y velozmente por el espacio de Internet.
Pero yo escribí muchas cartas en mis años de juventud. Tantas que a veces aparecen entre pliegos amarillos, al fondo de cajones con aire de sarcófago, en el mismo sitio donde descubres fotos jurásicas o lápices de colores con el carbón intacto. No me explico cómo fui capaz de sentarme a escribirlas, ni de dónde saqué esa paciencia que ahora se me antoja irreal. Alguien a quien entregué mi vida conserva un puñado de aquellas cartas que redacté cuando estaba perdidamente enamorado, en noches de invierno o tardes de junio, pero a pesar de mis súplicas esporádicas, se niega a revelarme dónde están. Tal vez haga bien. Cómo leer ahora esas cartas sin que le despedace a uno la nostalgia, la memoria, las horas dulces del pasado. Verse con la nuca y el mentón inclinado, los ojos jóvenes, la mente absorbida por imágenes de una luz cegadora. Si traspaso el umbral de la vejez, creo que volveré a escribir cartas en mis tardes muertas, incluso a los que fueron mis más acendrados enemigos. Aunque me haya convertido en un guiñapo y las firme, rodeado de monjas o celadores indolentes, con dedos temblorosos.

jueves, 17 de junio de 2010

Un cuento



Escribí este microrrelato hace tiempo y cuando lo hice pensé en una persona concreta: no en un niño que hubiese emigrado desde una frontera lejana, ni siquiera en alguien de otro país, sino en un muchacho que había venido desde el sur con su familia y que no se integró en el pequeño colegio al que yo iba por entonces. Ni siquiera era un colegio elitista, sino más bien suburbial, lo que demuestra que los prejuicios se asientan en los sitios más insólitos y que casualmente se ceban en quien suele tener la piel de un tono más amarillo o tostado.
Me pregunto muy de vez en cuando qué habrá sido de su vida y lo cierto es que, ignoro el motivo, soy incapaz de imaginármela.

He aquí el cuento.

“Hanan había venido de África, creo que de una aldea polvorienta y marrón. Su rostro era como el de un mono y le faltaban cuatro dientes. Se sentaba al final, inhóspito, mirando de refilón a las chicas. La maestra se esforzaba para que lo aceptáramos, pero no alcanzó éxito alguno. Una vez convocó a nuestros padres por ponerle pegamento en la silla y arrojarle terrones de hierba a la salida de clase.

La tarde en que bajamos al río nos burlamos de su suciedad. Éramos doce querubines sedientos de sangre. Hanan se desnudó y se subió a la roca más alta. “No os tengo miedo”, gritó, y se lanzó sin más al vacío. Se hizo un silencio profundo y fulminante, como si hubiese caído del cielo un meteoro. Su torso se estiró en el aire con gracia e hizo una cabriola imposible. Recuerdo la armonía de aquel salto, la tensa esbeltez de su cuerpo. Hanan se zambulló en el agua de la poza como una piedra afilada y negra.

No he vuelto a ver, nunca más, tanta belleza. Duró sólo un instante: Hanan, que había cruzado un océano, no sabía nadar.”

miércoles, 9 de junio de 2010

Otra foto


Hay otra foto en casa de mis padres en la que se me ve, nada menos, que con un cachorro de león en brazos y tanto la expresión que compongo delante de la cámara como la actitud espantadiza de la bestezuela no tienen desperdicio alguno. Dado que la instantánea se remonta a los años setenta y por entonces los viajes a África (a diferencia de ahora, donde pasar las vacaciones entre los últimos indígenas del Orinoco o fornicando con esquimales es lo más vanguardista en materia de turismo) se consideraban, no ya exóticos, sino sencillamente implanteables, habrán adivinado que me la hicieron en el circo, uno de esos circos de antaño que probablemente aún conservase entre sus atracciones al hombre bala y la mujer barbuda, donde los acróbatas daban saltos en el aire sin red y a cuyo alrededor, entre los carros pintarrajeados y las heces humeantes, persistía una siniestra mezcla de regocijo y atrocidad, representada en los elefantes enjaezados con plumas y aquellos payasos tristes que ejecutaban sus números en la pista con una pachorra sádica y burlesca.
Fue uno de aquellos payasos el que me sacó la foto y quien, visiblemente nervioso (según iba viendo cómo evolucionaba el asunto), me arrebató al felino de los brazos, ante la mirada alarmada de mi madre y las risas entre compasivas y morbosas de los espectadores (unos preocupados por mí, y los más, por el pobre cachorro). No obstante, la foto llegó a concretarse y en ella se me ve con los paletos hundidos en el labio inferior, una especie de hijo de Tarzán rechoncho y bien alimentado, con zapatitos y pantalón corto, apresando con todo mi aliento al futuro rey de la selva. Éste, literalmente empavorecido, pugnaba por zafarse, clavándome unas garras incipientes en mi nuevo polo de espuma. Patético, qué decir. A mi madre (más a mi hija, siempre presta a mofarse de los percances paternos) le encanta esa foto en blanco y negro, que tiene ubicada en el centro de la salita y que yo miro cuando regreso con una mezcla de vergüenza y melancolía.
Tal vez de ahí proceda mi fascinación por los circos, pero es posible que también mi resentimiento hacia los payasos, la peste de los equinos, los leones enjaulados, el público y la manipulación infantil. Y, por supuesto, los pantaloncitos de color blanco.

domingo, 6 de junio de 2010

Cuidando la imagen

El vendedor, que tenía pinta de haber atracado un banco en Cheyenne con una recortada, no vaciló ni un segundo cuando le expuse mis dudas acerca de la talla del pantalón: “Pruébeselo ahora mismo, joven, le aseguro que le sentarán como un guante”. Estábamos en un descampado repleto de furgonetas y tenderetes, atestado de madres de familia numerosa y señores con bolsas de plástico: lo que en España conocemos como un rastro callejero. El puesto al que yo me había acercado ofrecía una orgía de productos textiles, desde sujetadores tamaño ubre a pantalones de pitillo con serigrafías de los Rolling Stone. Me introduje en el probador, es decir, en la furgoneta del tipo con aspecto de haber estrangulado a Jesse James, y haciendo equilibrios entre paquetes de cartón y residuos orgánicos, logré embutirme en una pieza vaquera que, según la versión posterior de mi novia, me quedaba como un churro (“pareces un quinqui”, me dijo) y que sin embargo, para el enemigo público número uno, me sentaban de puta madre. “Además, si se lleva otro, le regalo el cinturón y unos slips fosforescentes”, agregó, a lo que yo sonreí rechazando la oferta.
Ahora contemplo el fondo de mi armario y dada la cantidad de ropa sobrante que tengo, no sé qué ponerme. En el baño ocurre algo similar: diferentes clases de espuma, after shave, colonias, desodorantes y cremas faciales. Como diría mi hija, soy un cuarentón en crisis rodeado de productos lujosos y excedentarios.
Creo que a mi madre tampoco la hizo mucha gracia que llevara a la Universidad unos pantalones tan ajustados. Sobre todo, porque yo tenía la costumbre de ponerlos durante semanas sin meterlos en la lavadora.
Verme en fotos de aquella época me genera una mezcla de vértigo y asombro. Admitiré que también de nostalgia. Sea como sea, aquellos pantalones que compraba a traperos y forajidos del Medio Oeste, tenían una cualidad indiscutible: se te pegaban al cuerpo como una segunda piel y eran jodidamente resistentes.