jueves, 17 de junio de 2010

Un cuento



Escribí este microrrelato hace tiempo y cuando lo hice pensé en una persona concreta: no en un niño que hubiese emigrado desde una frontera lejana, ni siquiera en alguien de otro país, sino en un muchacho que había venido desde el sur con su familia y que no se integró en el pequeño colegio al que yo iba por entonces. Ni siquiera era un colegio elitista, sino más bien suburbial, lo que demuestra que los prejuicios se asientan en los sitios más insólitos y que casualmente se ceban en quien suele tener la piel de un tono más amarillo o tostado.
Me pregunto muy de vez en cuando qué habrá sido de su vida y lo cierto es que, ignoro el motivo, soy incapaz de imaginármela.

He aquí el cuento.

“Hanan había venido de África, creo que de una aldea polvorienta y marrón. Su rostro era como el de un mono y le faltaban cuatro dientes. Se sentaba al final, inhóspito, mirando de refilón a las chicas. La maestra se esforzaba para que lo aceptáramos, pero no alcanzó éxito alguno. Una vez convocó a nuestros padres por ponerle pegamento en la silla y arrojarle terrones de hierba a la salida de clase.

La tarde en que bajamos al río nos burlamos de su suciedad. Éramos doce querubines sedientos de sangre. Hanan se desnudó y se subió a la roca más alta. “No os tengo miedo”, gritó, y se lanzó sin más al vacío. Se hizo un silencio profundo y fulminante, como si hubiese caído del cielo un meteoro. Su torso se estiró en el aire con gracia e hizo una cabriola imposible. Recuerdo la armonía de aquel salto, la tensa esbeltez de su cuerpo. Hanan se zambulló en el agua de la poza como una piedra afilada y negra.

No he vuelto a ver, nunca más, tanta belleza. Duró sólo un instante: Hanan, que había cruzado un océano, no sabía nadar.”

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