miércoles, 28 de septiembre de 2011

Secundario

Había muerto muchas veces, tocando el piano en salones cegados de humo, a bordo de lanchas que surcaban ríos cenagosos, acribillado en emboscadas que le tendían Frank o Jessie James. Siempre lo hacía lánguido, antes de desenfundar, con un rictus de acritud en la curva de los labios. Pasaba por un virtuoso de la muerte, de los desenlaces furtivos, corriendo de puntillas por escenas sanguinarias. A veces era un espadachín a quien despachaban con un estoque; otras, un viejo soldado enfrentado a un pelotón. Hubo vampiros, orcas asesinas, y marcianos que lo fulminaron con rayos mostaza. Ocasionalmente, si el guionista deliraba, moría sacrificado sobre un volcán de cartón piedra.

Nunca, ni una sola vez, tuvo a Lauren Bacall entre los brazos. Él era el secuaz, el hampón de baja estofa, el soplón ansioso al que humillaba el detective. Los sombreros de fieltro entristecían su mirada; las capas de Fantomas le rozaban los talones; y en las pelis de piratas, y en los westerns, lucía cicatrices que le recorrían el mentón.

No es de extrañar, pues, que nadie acudiese a su entierro. Nadie con glamour, con swing, con afán de notoriedad. Caían paladas de tierra seca sobre su ataúd de pino blanco. También, alguna vez, hizo de sepulturero. O de mancebo giboso a las órdenes de un doctor alemán. Empujó fiambres por húmedos pasadizos, antes de ser degollado en la penumbra con un tenedor. Del dedo del pie le colgaron etiquetas a la fría luz de la morgue. Rodó por abismos, se balanceó sobre cadalsos, le clavaron bayonetas en las trincheras de Verdún. En un instante de gloria, aturdido por la pólvora, blandió una bandera ensangrentada en Little Big Horn.

Por eso hoy no se ven testigos famosos en su lívido cortejo. La mujer que se asoma a la tumba mira el reloj impaciente. Ella, como todos, ignora la causa de su aciago final: un frenazo intempestivo, que removió una bala, alojada en su columna como un gusano de acero. La bala que le disparó un extra accidentalmente, al apoyar su pistola, hace justo veinte años. Acudía a rodar infatigable otra película de serie B. Desplomado sobre el volante, oprimiendo el claxon con su pecho partido, pensó por un segundo, con la sangre en sus manos, que era John Garfield huyendo de la Ley.

martes, 20 de septiembre de 2011

Cierro los ojos y los huelo

Siempre me gustó oler las cosas, como a otros devorar chuches o ponerse bufandas de seda. Meter las narices en cualquier sitio, restregar la punta colorada, dilatar como un cazón las fosas nasales. Oler las manos, el tapón de vino, la ropa interior, el agua con sabor a hierro, la hierba recién segada. Acercar a la cara la ropa sucia o nueva, envolver con ella los ojos y el pelo, asfixiarme lentamente en su aroma innombrable. Todo se puede oler, las heces y el ámbar, la sangre y los recuerdos, las uñas de los viejos y de los niños, a las que sólo separa un soplo de vida. Me quedaba mudo oliendo mi decrepitud cuando estaba enfermo, podía imaginarme la salitre royendo mi piel, unas abejas pesadas y rizosas dejando un polen oloroso sobre mi vientre. Puedo oler el pañuelo perfumado que me dejaste en mi juventud, era tan cursi, abría el armario y me metía dentro buscando tu olor, en el ojal de una chaqueta, en los puños rozados, en los círculos hinchados y salaces de mi memoria. Puedo oler a veces la muerte, en los árboles, no sólo en los árboles de los cementerios, sino en esos otros de copas altas, como cabezas de mujer, zarandeados por el viento, los árboles de mis paseos, de las películas de cine, dejando una resina que es como fuego líquido y santo en mi corazón. Cierro los ojos y los huelo.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

El fin de la guerra

Vi un peine tirado en la calle. Uno de esos con púas de plástico, que antes llevaban los caballeros en los bolsillos de la chaqueta, o entre las solapas de la cartera de piel. Ahora sería un gesto trasnochado, pero hubo un tiempo en que podías ver a un hombre deteniéndose en la calle para pasarse el peine por los cabellos, reculando frente a la luna de una tienda. Era, tal vez, un signo de coquetería viril, un vestigio de un narcisismo inofensivo y galante. Mi tío Genaro, a punto de jubilarse, tiene esa afición capilar, porque siempre se tuvo por guapo. Tirado en el suelo, aquel peine me hizo pensar en una época donde los hombres transportaban sus ilusiones en un bolsillo, como tahúres viajando solos con un mazo de cartas. No en un portátil, o en un chip prodigioso, sino en un simple fondillo de tela.

Veo a esos hombres de espaldas, oliendo a loción de afeitar, y reconozco que me conmueven. Es algo inexplicable: me los imagino besando a una chica en mitad de Times Square, el día que anunciaban el fin de la guerra.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Un mago incomparable

Jacobo Timmerman, el ilusionista de la chistera verde y el ojo de cristal, que fue capaz de introducir un elefante y dos serpientes en una cabina de teléfonos, salir indemne de una inmersión a cien metros de profundidad en el Ártico y pernoctar en la alcoba de la Reina Margarita de Holanda después de esfumarse ante los atónitos ojos de mil espectadores en el Royal Albert Hall de Londres, resucitó este domingo, rodeado de su escueta familia, tras leer su propio óbito en un periódico de New Jersey.