martes, 21 de diciembre de 2010

Feliz Navidad (versión Tim Burton)

Creo que agradeceré siempre su llanto y el elocuente responso del cura. El rostro sollozante de las mujeres y el silencio respetuoso de los mayores. Incluso que hayan depositado sobre mi tumba un puñado de flores frescas. Pero cuando nadie quede aquí, cuando se haya evaporado el crujido del último carruaje, lo que pronto sabrán es que festejaré, con las mandíbulas sedientas, que me hayan enterrado vivo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Carta del viejo

Me tengo que ir, tengo que dejarte para siempre, aunque no sepa dónde marchar con este cuerpo desahuciado. Ayer mi di cuenta de que nunca amaré a nadie como te he amado a ti, con el mismo vértigo y la misma pasión. Sin falsas galanterías, sin lujurias furtivas, sin desfallecimientos o rutinas domésticas. Como un hombre que viene caminando por el hielo durante horas y encuentra una casa con el fuego encendido. Tú has sido esa casa. O como aquel a quien arrojan a la noche y halla una luz en medio de las tinieblas. Tú has sido esa luz. Por esa razón he de irme, arrastrar mi maleta, marcharme. Esta mañana me levanté aturdido y advertí que no recordaba tu nombre: fue como despertar en un pozo negro, como asomarme de golpe a un abismo. Como si un relámpago negro me hubiese retorcido el alma. ¡Tu nombre! ¡Mi rosa, mi adorable amor! ¿Cómo pude haberlo olvidado, así fueran unos tristes, efímeros minutos? No sé qué diagnóstico le dan a este mal, a esta carcoma atroz, pero poco me importa. No permitiré que mis sinapsis, mis células, mi cerebro marchito me haga olvidar. Olvidar tu nombre, tu nombre, tu nombre, así lo exijan los dioses o los demonios. ¿No poder deletrearlo, renunciar a que mis labios lo pronuncien dulce, lenta, golosamente? Jamás aceptaré semejante vileza: la vileza de mi propio cuerpo, de mi decrepitud, de mi cerebro enfermo. Al paredón con el olvido y la muerte. Tatuaré tu nombre hasta ocupar el último rincón de mi piel y cuando me devore la oscuridad, cuando el olvido sea una serpiente enroscada en mi corazón, la estiraré para reírme de mis estragos. Por eso tengo que huir, por eso he de irme. Porque cuando mis ojos te miren y no te reconozcan, cuando eso deje de ser casual y momentáneo, seré el hombre más desolado del mundo. Y ningún consuelo, ninguna explicación médica ni religiosa conseguirá revocarlo. Prefiero partir ahora, cuanto antes, a pesar de la incomprensión y el estigma...cuando aún puedo asociar tu nombre, Raquel, al primer beso que me diste.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Los ojos de los niños

Algunos días, cuando salgo del curro, paso junto a un colegio cuyo patio linda con la acera que atravieso para llegar a casa. Suele estar vacío, pero en ocasiones - no sé si por un imperativo docente que se me escapa - está colonizado por una turba de niños que llena el aire con una algarabía increíble. El espectáculo que ofrecen es memorable y a la vez abrumador: corren enloquecidos unos, se suben a chepas ajenas otros, se quedan ensimismados en las esquinas algunos y se agarran a las faldas de sus maestras los que apenas levantan tres palmos del suelo. A pesar de que un puñado de ellos va forrado hasta la coronilla (convertidos por sus madres en polichinelas de trapo), la mayoría persigue luciérnagas invisibles en mangas de camisa. En estos días gélidos y novembrinos, tanta temeridad le deja a uno con la cara pasmada. De un tiempo a esta parte, sin embargo, vengo pensando que los niños no son de este mundo. Podría parecer que lo digo en sentido mefistofélico, como si se tratase de una invasión marciana, pero por desgracia no es así. Más bien da la sensación de que los hubiésemos raptado de un país donde dormían soberanamente y ahora intentasen despistarnos con su sobresalto perpetuo. Incluso cuando se detienen parecen absortos en un pasado remoto, una frontera donde los sueños tienen una lógica inviolable. Nos toleran porque no les queda más remedio, pero guardan en sus bolsillos guijarros acuñados en otro planeta. Por eso, cuando nos paramos para saludar a una madre joven, y yo me agacho para ver al niño que sueña - pues no están sólo dormidos -, siempre rezo para que abra de golpe los ojos. Los ojos de los niños son caramelos de fiebre que a mí me gustaría guardar bajo los párpados cuando me entran ganas de llorar.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Hamelín

A pesar de su aspecto decrépito y lánguido, aún provocaba inquietud. Había oído hablar de él en mi infancia, citarlo en las noches más oscuras y su solo nombre, Hamelín, me suscitaba escalofríos. Pero ahora era sólo un viejo chepudo y costaba imaginar que en otra época hubiese suscitado tanta desolación. Mi madre lo veía aproximarse con su andar pausado, subiendo y bajando las colinas que rodeaban el pueblo, con su flauta travesera oscilándole al cinto.
- ¿Crees que conservará su talento? - le pregunté con esperanza.
- Confíemos en que sea así - respondió ella, con un suspiro -. Tampoco lo tiene tan difícil: cada vez son menos y su estupidez es insuperable.
La silueta de Hamelín se fue haciendo más rotunda y mi madre, para sosegarme, me abrazó con su rabo escamoso. El grupo de ratas que esperaba, con ella al frente, alzó sus hocicos puntiagudos. Hamelín nos saludó al llegar y detectamos en su semblante una sonrisa irónica. En cuanto extrajo la primera nota de su flauta, los últimos humanos que había en la plaza, con rostro sonámbulo, echaron a caminar detrás de él.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Doctor Cabanas

Mi madre se llevó un disgusto tremendo cuando dejé los estudios de medicina. Lo cierto es que, pasados los años, a mucha gente le ha dado por decir que yo hubiese hecho buen papel como galeno, creo que por la misma causa que los testigos de Jehová me paran por la calle intentando evangelizarme. Cuánto soplapollas, Dios mío. Supongo que fue un fracaso en toda regla, pero la mía era una vocación más lúgubre que profesional. Evoco ese episodio de mi juventud y me veo a mí mismo haciendo gala de un humor macabro - de qué género iba a ser, sino -, gesticulando teatralmente para impresionar a las chicas. Ah, los muertos... me impresionó más verlos cubiertos por una sábana que luego sobre las mesas como odres de cartón. Durante mucho tiempo me acosó aquel hedor dulce y penetrante del formol, impregnando las lámparas y los visillos de mi casa. Nunca compartí el entusiasmo de mis colegas por localizar tibias en los osarios y el balde donde flotaban las vísceras - en una especie de ponche amniótico - sólo me inspiraba un tibio horror. Cómo creer en el alma después de haber sido testigo impertinente de tanta ausencia. En las frías mañanas de diciembre, tenía que coger una barca para cruzar la ría y desde allí un autobús que me llevaba a la facultad. Siempre que pienso en esa época me viene a la memoria una sucesión de días plomizos y un campo embarrado donde jugábamos al rugby. Pero sobre todo recuerdo al legionario que había donado su cadáver a la ciencia, después de que un rival tabernario le abriera el cráneo con un hacha. Mejor dicho, lo debió hacer antes, tal vez mientras fumaba hachis en las dunas, sospechando que, por encima de todo, él siempre sería un novio de la muerte. El pequeño legionario de cuerpo fibroso, tendido en una mesa de acero rodeado de batas blancas, a quien el destino había despojado de la serigrafía heroica de sus tatuajes. Tal vez era el único que conservaba un vestigio de alma, una sombra pálida y sinuosa, elevándose como polvo duro hacia el cielo. Aquellos años donde yo perdí la pureza, entre alumnas lindas y aplicadas, caminando por aulas vacías que parecían un laberinto. En la morgue reposaba el soldadito español y entre las nubes, a veces, yo veía pájaros negros.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Edipo

Nunca me parecí a mi padre, ni siquiera físicamente, adopté alguna de sus aficiones, como la caza, por esa admiración que a cierta edad suscitan en los púberes las figuras paternas, siempre ha sido un hombre honesto, pero con el tiempo me distancié rotundamente, no es que discutiéramos, simplemente estábamos en planetas distintos, en galaxias distintas, lo curioso es que ahora empiezo a parecerme un poco a él, pero en cosas que resultan insidiosas, en sus manías y recelos, en esos miedos absurdos que tejen una niebla ante sus ojos, la oscuridad, los viajes, los extraños, neurosis mezquinas e intempestivas, van soldando un núcleo duro, en mí empiezan a ser palpables, como las canas o los pelos de la nariz, la triste decadencia, el espejo en el que uno no desea reflejarse, aunque lo que me solivianta es evocar su juventud, trufada de proezas anónimas, actos que poseen algo de temerario, como esas fotos en las que se le ve junto a un puñado de moros, o sorteando con su montura un seto imposible, los años en que iba a buscar a mi madre en moto bajo la lluvia de Bilbao, su vida en pensiones fronterizas, el cuerpo esbelto y fibroso, su aire seductor, me pregunto por qué no heredé esa estampa de jinete intrépido, de joven que no tenía miedo a nada, tan diferente del anciano que ahora se obsesiona con los enchufes, con las estufas, con las grietas, él que se burló de rayos y abismos, que estuvo a punto de embarcar rumbo a Sydney, este viejo maniático, no puede ser la misma persona, ya no se acuerda de su propia vida, supongo que debería reprochárselo, pero por eso merece mi respeto, su pasado sólo le pertenece a él, igual que las coronas a los reyes destronados, yo soy su último testigo, todo lo que él fue y yo nunca seré es como la epopeya de los héroes inmortales que nos deslumbraron en nuestra juventud.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Seguir vivo

Existen dos momentos trascendentes en la vida de una persona que, salvo delirio, no debería pasar por alto: el día en que presiente que todo es una estafa y la noche en que, a pesar de todo, decide seguir vivo. El conflicto estriba en asumirlo y en no claudicar como un cobarde. Ahí es donde unos fundan dinastías, algunos se resignan y otra parte, diremos que la mayoría, se encoge de hombros. A muchos, con frecuencia, les da por comprarse un coche.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Antes de todo eso

Antes de los nietos, de los hijos, del divorcio, de aquella operación a vida o muerte, de la cátedra, de los años de esplendor, de mi juventud, del primer orgasmo, de los veranos eternos, de los pasos vacilantes, de la primera luz, del grito envuelto en una placenta pegajosa, del útero, antes de todo eso, sabía que tenía las horas contadas.

viernes, 8 de octubre de 2010

El Ferroviario

Conservo un recuerdo imborrable de Cheers, aquella serie pionera que se desarrollaba en un bar de Boston de la mano de un puñado de protagonistas maravillosos, entre los que destacaban un camarero seductor y un gordo rizoso al que todos gritaban Norm! cuando hacía su gloriosa entrada en el atestado local. Los bares siempre han sido territorios novelescos, aunque mi colega Yago, apostado detrás de sus barras desde hace mucho tiempo, afirma que eso sólo es una frivolidad romántica. En León existe un bar centenario cuyo nombre, El Ferroviario, posee resonancias literarias de corte industrial. Ubicado en un barrio duro y periférico, el mismo que le da nombre, está a unos centenares de metros de la estación y muy cerca de otro distrito, Paraíso-Cantinas, cuyo sólo título, no me lo negarán, evoca un lugar donde puede ocurrir cualquier cosa. Para que un bar tenga pedigrí ha de contar con un dueño de una sola pieza, y en éste tenemos a Luis, culé incondicional, que además de una experiencia imbatible se dirige a sus clientes con esa profesionalidad castiza y disuasoria que caracteriza a los camareros de raza: distribuye en justas dosis la ironía, la caballerosidad, la impertinencia y los comentarios agudos y sagaces. Ni qué decir tiene que conoce las preferencias de todos sus parroquianos, en un país donde las modalidades para pedir un café (solo, cortado, expreso, descafeinado de máquina o con leche, con leche fría o templada, con unas gotas de anís, etc.) son prácticamente infinitas. El Ferroviario, como no podía ser de otra manera, siempre está llena de humo y en él se pueden ver desde tipos de mirada vidriosa y mentón azul a hombres circunspectos y trajeados. Sus raciones de tortilla son generosas y el bullicio y las confidencias están garantizadas. En otra época o lugar, quizá hubiese sido un bar de poetas suburbiales, o de anarquistas de mirada huidiza y conspiradora. Es de los pocos sitios que te puedes encontrar abierto a las siete de la mañana, y eso, en una ciudad pija y aburguesada como ésta, es una trasgresión honorable. A ciertas horas, si sabes hacerte un hueco entre las mesas del fondo, no hay mayor placer que tomarte un Bombay etiqueta azul con tónica junto a una de sus amplias ventanas.

domingo, 3 de octubre de 2010

Las estaciones

Desde hace mucho siento fascinación por las islas, aunque no sé si sería capaz de vivir en un pedazo de tierra donde el tiempo, salvo ráfagas de tormentas o ciclones desmelenados, suele ser siempre el mismo. Un conocido me dijo en cierta ocasión que ya sólo se podía celebrar el paso de las estaciones en lugares como Montreal o Nueva Inglaterra. Inviernos pavorosos, primaveras luminosas, otoños ocres, veranos perezosos y cálidos. De mi infancia, como cualquiera, recuerdo los veranos interminables y la llegada discreta de octubre, como una doncella que atravesase de puntillas un jardín y sacase del fondo de los armarios las primeras prendas de lana fría. Hace tiempo que el otoño y la primavera se han convertido en testigos casuales. Su curso limpio y elegante, en una época en la que todo se ha vuelto pesado, ha adquirido una cronología furtiva. Pasamos del lino a la pana sin solución de continuidad y en las noches de agosto, cuando aún se oye el clamor de las chicharras, presientes en el aire la amenaza bastarda del invierno. Creo que la muerte de esas dos estaciones constituye un reflejo de la degeneración del mundo. Todo lo que no posea un cariz mortuorio y blindado, parece condenado a desaparecer. En mi madurez sólo veo inviernos y veranos plomizos, como a mi alrededor sólo distingo la hegemonía de lo inalterable: los mismos políticos con distinto collar, la eterna presencia de la Banca, el consumo convertido en divisa, la razón transformada en un pretexto para opiniones rotundas y sectarias. Lo comento en el trabajo y en la calle, y la gente parece encogerse de hombros. Saltamos de la hibernación al estío sin inmutarnos lo más mínimo. No hay espacio para todo aquello que puedes asociar a la templanza, la suavidad, la melancolía efímera de las transiciones. Por eso las frutas saben igual en cualquier estación del año: su insipidez perpetua se ha instalado con avaricia en nuestras bocas, como un engrudo sintético e impermeable. El sol derrite nuestros cerebros y el invierno los conserva en formol. En las calles del otoño, en los escasos días en que sopla un viento de hojas herrumbrosas, se asoma el color gris en las esquinas. En este octubre que acaba de comenzar, las casas han dejado de oler a membrillos y los ancianos pasean bajo las choperas sintiendo en sus huesos el presagio de la nieve. Como si en todo el jodido planeta sólo se proyectase una película en blanco y negro. Hablo de la carne y el frío de las estaciones plúmbeas, que no dejan sitio para los titubeos de la luz. De niño siempre disfrutaba las horas previas a los viajes largos: esas que pasan inadvertidas, pero que te hacen cosquillas en el corazón. Cuando el otoño y la primavera dejen de existir, sólo seremos viajeros tristes a los que han robado el equipaje.

martes, 21 de septiembre de 2010

Aprendiz de brujo

A veces encuentro alguna cosa que escribí siendo joven y me parece endemoniadamente mala. Pomposa, risible, mediocre hasta la exasperación. Siempre he admirado a esos autores precoces que conseguían redactar en su juventud obras que frisaban la maestría. Como Truman Capote, por ejemplo, que a los diecisiete años ya trabajaba para el New Yorker. A esa edad yo me hacía pajas como un mono y me pasaba el tiempo leyendo en la cama. Absorbía cada frase que leía, pero cada vez que intentaba imitar aquel estilo reluciente sólo me salía un churro. Abría botellas de vino, pensando que la embriaguez haría florecer en mis dedos las yemas de la inspiración. Aparte de unas migrañas pegajosas, nunca conseguí construir un relato memorable. Por eso me da rubor confesar que no publiqué mi primera novela hasta los cuarenta y cinco años. A esa edad, la mitad de los romanos que soportaron a Nerón estaban criando malvas. Y los que habían sobrevivido a la peste, paseaban sus huesos podridos en la Baja Edad Media. Esta época, por lo demás, en la que los hijos de Fleming han logrado que estiremos la pata más tarde, denigra y aborrece la longevidad. Nunca fue más hermoso ser joven, sobre todo si te ganas la vida como escritor. Llegados a este punto, me pregunto qué hago juntando palabras para ustedes. Tal vez no tenga otro remedio, sobre todo si asumo que ya no puedo hacerme tantas pajas. Ese es otro lastre de la madurez, aunque empuñemos la pluma con más destreza. Pero dejémonos de símiles pseudoeróticos. Leo con envidia ciertos blogs escritos por adolescentes y pienso que no merece la pena seguir. A pesar de todo, puede que a causa de que ahora bebo menos vino pero de mejor calidad, estoy persuadido de que aún seré capaz de parir una obra maestra. Aunque acabe arrojándola, con una lira vetusta en la mano, en una hoguera de llamas azules.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Con Dios

En Babia hay un párroco que declama las misas en veinte minutos. Veinte minutos cronometrados, incluyendo credo, liturgia y homilía. La facción más beata de su grey sale algo enfurruñada, persuadida de que, desahuciado el latín, le han robado la fe y la cartera. Sin embargo, en estos tiempos donde uno pone el telediario y no sabe cuándo acaba, a mí me parece un cura ejemplar. No diré que despierta pasiones, pero sí que recita salmos hermosos. Palabras antiguas resonando en el templo. Para un agnóstico como yo, esas parábolas mezcladas con incienso poseen una belleza salomónica. Lo cierto es que este cura lacónico, que con el tiempo se ha vuelto algo desabrido, también es capaz de prestar su voz a misas plúmbeas y agotadoras. Suelen coincidir con las fiestas patronales y con el hecho de que, atraídos por la romería, los fieles se congregan a centenares. A esas misas vernáculas esos fieles, de todas las edades y condiciones, acuden a pie con una vela en la mano. Los más correosos se dejan los zapatos en casa y visten ropas de luto. Los más suspicaces, que no son pocos, dicen que la duración de las misas es efecto de las colectas silenciosas. Se llaman así porque los donativos deben ser en papel, para evitar la ignominia de las monedas. Yo, como sólo doy limosnas a los pobres, nunca suelto ni un euro. Por eso no entro a criticar si existe o no afán de lucro. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra, y vaya esto a su vez para los hijoputas que lapidan. Sea como sea, las misas y los discursos largos, sobre todo si hay reclinatorios, siempre me provocan desconfianza.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Coches

El primer coche que compró mi padre fue un Seat 650 blanco, que llevaba, donde hoy van los maleteros, un motor lustroso y una rejilla para la ventilación. Los domingos hacía varios viajes para transportar a otros vecinos a la playa, pues en aquella época, salvo el 1500 de Ciriaco, mi padre, con la parejita a bordo, era el único que podía presumir de coche y de carné de conducir. Naturalmente, entonces no sabíamos que nos convertiríamos en personajes de televisión, entre otras cosas porque lo único que nos importaba era salir del barrio como emperadores, remontar los montes de Trápaga y acabar merendando en un pinar.
Con aquel auto hicimos rutas inverosímiles, tanto por las distancias recorridas como por el estado de las carreteras, llegando a caminar durante horas interminables al rebufo de algún camión. A veces, asediados por la niebla o por el hambre, nos parábamos en medio de un puerto y con el freno de mano echado, nos comíamos en la cuneta un bocadillo de sardinas. Pedrafita do Cebreiro, con sus curvas sinuosas e infinitas, representaba rumbo a las Galias nuestro Everest particular.
Años después mi padre compraría un Simca 1200, al que mandó pintar de un verde pistacho, cuando nadie sabía lo que era el color garbanzo en las paredes y mucho menos el borgoña o el blanco hueso. Gracias a ese vehículo mi padre alcanzó su gloria como piloto, aunque una vez, en medio de una caravana, nos cruzamos pasmosamente con otro coche del mismo color.
Con el Visa de Charo hicimos más kilómetros que Fangio y en una ocasión, con la palanca de cambios temblando como un flan, atravesamos el Puente 25 de Abril para llegar a Lisboa. Como yo era un inútil, la pobre tuvo que conducir embarazada de siete meses, con la cabeza de Sara a un palmo del volante.
Las presiones familiares y las dudas sembradas sobre mi virilidad, me empujaron a sacar el carné una gélida mañana de diciembre. Exaltado por mi proeza, aduje que no me compraría cualquier coche y elogié sin reservas la tecnología alemana. A tiro de piedra de Torrelavega, adelantando un camión de tres ejes, se nos partió la correa de distribución y no nos matamos de puro milagro. Creo que por una casualidad siniestra, la matrícula de aquel Opel era la fecha de mi cumpleaños al revés.
Si quieren que les diga la verdad, sólo echo de menos los coches de mi infancia. Y si me apuran un poco, aquellos bocadillos atiborrados de sardinas que nos dejaban los dedos pringados de aceite.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Laberintos

De niño tenía miedo a perderme, como otros se asustaban de los vampiros o se comían los mocos cuando veían entrar en clase al maestro de religión. Siempre he admirado a esas personas que se orientan fácilmente, no ya en junglas o practicando alpinismo con un mapa agujereado, sino simplemente entre las calles estrechas de cualquier ciudad, donde yo sólo veo dédalos indescifrables, al final de los cuales imagino el fin del mundo, un abismo, o a un Minotauro hambriento esperándome con las fauces abiertas. Entrar con el coche en una ciudad grande es un suplicio y desde que oí la historia de un tipo que combatía su soledad bajando al garaje para escuchar la voz del GPS, tampoco me confortan los auxilios tecnológicos. De niño caminaba colgado de la mano protectora de mi padre, y aunque no lo recuerdo y soy incapaz de visualizar la escena, me estremece oírle contar que una vez nos vio en la plataforma de un tren a punto de partir, mientras mi madre, que era muy joven, bajaba al kiosco a comprar una revista. Debió ser apenas un instante, un puñado de segundos, gélidos, interminables. A ese tren, lo presumo con una certeza salomónica, sé que volveré a subir en el futuro, completamente solo, con los ojos absortos en un andén barrido por el viento. No estarán entonces los míos, no quedará a mi lado nadie, pero seguramente lograré recuperar esa escena, habré viajado por un bucle para verme nuevamente subido a ese tren: para regresar al laberinto de páginas arrancadas en el que se ha convertido mi vida.

lunes, 2 de agosto de 2010

Pagad, pagad, malditos

Con la boca abierta, mientras el cirujano maxilofacial me golpeaba con un martillo en el mentón para extraerme esquirlas óseas con las que realizarme un injerto y procesar el implante, me hice a la idea de que podía estar en manos de un herrero o de un ebanista especializado en la construcción de ataúdes. Me acordé del escritor Alberto R. Torices, más inclinado a sufrir esas penalidades en los ambulatorios de la Seguridad Social, pegando aullidos mientras un zoquete le intentaba extraer una muela apoyando la rodilla en su caja torácica (me levanté de allí avergonzado”, me confesó, “tenías que haber visto las caras aterradas de los otros pacientes cuando salí de la consulta”), pero siendo muy consciente de que la factura que me iban a clavar a mí rebasaría con creces los sufrimientos de mi amigo. Cinco mil euros del ala, a los que se sumarían otras retribuciones por placas y limpiezas, que yo suponía incluidas en el atraco, pero que la enfermera (que me recordaba, con su sonrisa aséptica y reprimida, a aquella otra que enloqueciera a Jack Nicholson en “Alguien voló sobre el nido del cuco”) se encargaba de cobrarme con la rapacidad sinuosa de una dependienta de Loewe.
Jodidos dentistas. Si es que ya lo cantaba Sabina cuando su voz no era tan cazallera, que al entierro de Franco acudieron, entre otros personajes siniestros, militares con monóculo y un dentista de León. Sacamuelas y sacacuartos simultáneamente, representan, junto a los notarios, los abogados y otros colegas de la profesión, los baluartes del esplendor burgués, el último vestigio de una época en la que no se consiguió que los españoles gozarán de empastes gratuitos, pero sí de una casta de vampiros que, impávidos y sonrosados, siguen esquilmando bolsillos con la pericia de su bisturí.

miércoles, 28 de julio de 2010

Juan Eichhorn

Un día escribiré una novela pensando en Juan Eichhorn. No como protagonista, aunque tal vez merezca serlo, sino volcando cada palabra y cada frase pensando que él será mi único lector. Nunca he conocido a nadie que se tome la lectura de un libro como si fuese un acto de fe metódico y religioso. Nadie tan voraz, implacable, perfeccionista e ilustrado; capaz de denostar las obras más reputadas y de citar pasajes enteros de perlas desconocidas. Un autodidacta que humillaría a catedráticos de postín y por cuyos dedos han pasado miles de páginas que fueron creadas bajo la tempestad de la inspiración en honor a tipos como él.
Juan Eichhorn vive de ingresos ocasionales y patibularios que le permiten leer de día y de noche, al igual que otros ejercen trabajos insufribles para pagar hipotecas, o malgastar sus ahorros en vacaciones engañosas. Su idea de la existencia se basa en un paradigma simple, pero inapelable: no cambiaría su vasta biblioteca por ninguna gloria efímera. Es posible que ni siquiera por follar con la mujer más bella en las alcobas del Taj Mahal, ni por charlar camino del Gólgota con el mismísimo Jesucristo. Más allá de sus paredes el mundo es un pudridero sin sentido y los hombres, metidos en latas ambulantes y ruidosas, van degradándose velozmente hasta parecerse a ratas de laboratorio.
Juan Eichhorn es el último nihilista lúcido, porque en su casa, donde es posible que haya traficado con biblias y absenta, no tiene televisor. El cónsul de Lowry debió tropezarse con él en una esquina y allí descubrió el enigma del mezcal. Eichhorn no tiene un puto duro en el bolsillo, pero va dejando a su paso – en conventos, en tascas, en timbas nocturnas - propinas generosas, que provocan en las monjas y los mesoneros un asombro póstumo. Su humor vitriólico sólo es comparable a su apetito y en los restaurantes chinos y los buffet, su presencia imponente suscita un estremecimiento en los propietarios. Podría leer en las condiciones más inhóspitas, bajo la luz titilante de la última estrella que flotase en el cielo. O reconstruir en un frenesí sonámbulo la biblioteca de Alejandría. Su soledad, sin embargo, posee una oscura majestad: no es la de los mercenarios, o la de los parásitos, sino la de un proscrito que, caminando por un bosque imposible, robase libros de sus ramas más altas. Así es Juan Eichhorn; esas son sus divisas.
Ya lo he dicho: algún día escribiré una novela pensando exclusivamente en él. Puede que antes de hacerlo, tenga que escuchar la crónica de su vida pacientemente…no con el afán de reproducirla, sino para honrar la pulcritud severa de los adverbios. En un planeta donde la palabra escrita se convertirá en una perversión, Eichhorn, libre de impurezas, será para siempre la concubina de los renglones más puros y afilados.

miércoles, 21 de julio de 2010

Al fondo

La noche en que Pujol soltó el testarazo que hincó de rodillas a los alemanes y nos llevó a la final del mundial, al regresar horas después hacia el coche, mientras sorteaba a las manadas de jóvenes que salían de las fuentes y tocaban con furia sus trompetas de plástico, vi en una esquina de la calle, postrado en una silla de ruedas, a un anciano observando en silencio aquel espectáculo inolvidable. Junto a él, sentada en un banco de madera, había una negrita joven, que no parecía manifestar demasiado interés por lo que sucedía a su alrededor. El viejo miraba a la gente con una sonrisa en los labios, pero apenas esbozada, con la serenidad de un espectador que asistiese complacido a una velada familiar. También había un brillo un poco apagado en sus ojos y unas manos que, tendidas en la manta que cubría sus piernas, no sugerían ningún tipo de movimiento. Estaba allí, solo – la compañía de la muchacha se asemejaba más a la de una escolta neutral -, viendo pasar la marea de hinchas sin musitar nada, absorbido por una reflexión que, sin embargo, no parecía profunda ni dolorosa: era una mirada de melancolía en medio de un ambiente festivo, una presencia que se posaba en la ciudad sin pena ni gloria, completamente desapercibida. Habíamos rebasado con creces la medianoche y ese hombre estaba en la calle porque su soledad le permitía actuar libremente y porque seguramente a ninguna de las personas que deberían prestarle sus cuidados en ese momento, les importaba que estuviese allí. En medio del jolgorio errabundo de los jóvenes, su soledad parecía casi una apostasía, un detalle incongruente, una silueta fantástica en medio de la oscuridad. Un viejo en las postrimerías de la noche, sobre una silla de ruedas. Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí y entonces pensé que en el pasado de aquel hombre tuvo que haber algo que lo hizo distinto, un temperamento que muchos años después, a pesar de la tierna desolación que transmitía, le había hecho bajar anónimamente a la calle.
La ciudad era un himno nocturno. Arranqué el motor y me fui entre un estruendo de cornetines.

lunes, 5 de julio de 2010

Canicas


Veo a padres comprando cromos en los kioscos y me pregunto qué habrá sido de aquella época en la que, sin un céntimo en el bolsillo, te las apañabas para ganarlos en la calle, en duelos de precisión que se celebraban en caños de tierra blanda (que a su modo, parecían pequeñas trincheras llenas de túneles), con canicas que a su vez conquistabas en partidas que finalizaban, a pesar de los gritos de las madres, al filo del anochecer. Yo fui durante un tiempo un jugador temible, y aunque mi especialidad era un caño de cemento donde nadie se podía escapar a mis tiros implacables, no hacía ascos a ninguna superficie, por lo que cuando los mayores organizaban un torneo para desplumar de cromos a los chicos más pijos, mi nombre siempre figuraba en la lista de seleccionados. Alguna de mis canicas llegó a hacerse célebre y mis disparos a tumba abierta ponían los pelos de punta a más de un rival, algo que me hacía sentir de maravilla, en un mundo donde si no eras hábil con la pelota o con los puños tus posibilidades de ser aceptado pasaban por algún talento como aquel: mientras los hampones del barrio vieran aumentar (en un remedo de las amistades peligrosas que años después retrataría Scorsese) su fajo de cromos, tenías garantizado cierto grado de supervivencia, o que tu cabeza no acabara introducida por la fuerza en un barril de arenques (concretamente, en el área de salazones de la tienda de ultramarinos de Venancio).
Dejé de jugar a las canicas a esa edad en la que buscas otros desafíos, o simplemente te empieza a embriagar el perfume de la carne femenina – que hasta entonces ignorabas -, sí bien me gustaba ver cómo se desenvolvían mis sucesores, intentando captar en su estilo de golpear reminiscencias del mío. Un día vi a un chaval jugando solo, tres o cuatro años menor que yo, le dije que yo había sido muy bueno en los hoyos aunque él no había oído hablar de mí, no sé cómo empezamos a jugar y al poco me retó, creo recordar que sonreí con suficiencia, pensé que le podría dar alguna lección magistral, hasta nos debimos apostar un duro. A la media hora la vejación no conocía límites, y no solo porque aquel mocoso de mierda me estuviese dando un repaso de cuidado, sino porque se mofaba ostensiblemente de mí, de mi estilo caduco, de mi pasado glorioso, de la torpeza de mis dedos grandes que no conseguían domeñar la canica. Hasta que llegó un punto en que reclamó su duro y yo, con fuego en los ojos, me levanté sin prisas, lo cogí por las solapas y, tras zarandearlo vivamente, le dije que “le iba a pagar su puta madre”, expresado lo cual mi adversario salió pitando, mientras yo sonreía como una hiena y él, a lo lejos, me maldecía entre sollozos y amenazas. Me fui del sitio evitando las miradas, por calles que no solía frecuentar, evitando girar mi cuello por si un testigo me reconocía. Era de noche y mi padre roncaba, entré en mi cuarto con aires de merodeador… Como esos leones costrosos y moribundos que, después de ser vapuleados por una bestia más joven, se internan con lentitud en la jungla sabiendo que nunca más volverán a su manada.

domingo, 27 de junio de 2010

Los domingos por la mañana

Las personas que deambulan por las calles los domingos por la mañana aparentan ser ciudadanos tristes y feos. Damas envejecidas que van a rezar el rosario, solteronas con bolsas arrugadas que guardan cola para comprar el pan, ancianos que recorren en zapatillas aceras salpicadas de chicles, mendigos con pulgas y roña, divorciados ociosos que madrugan y toman café con rocío en los zapatos. Suelen dejar a su paso un aroma a jabón de Castilla, o a colonias anónimas, de esas que mezclan olores a lavanda y a velas de parafina. Son los antagonistas de esos otros seres crepusculares que, alzados sobre tacones imposibles o engominados como para la boda de un traficante, salen disparados en coches ruidosos y tuneados. El que esto escribe, a lo mejor porque le crecen pelos hirsutos en nariz o le revienta la arrogante estupidez de ciertos jóvenes, simpatiza más con los primeros. No es que me entusiasmen, o me congratulen en exceso, pero concitan en mis neuronas una forma minimalista de piedad. Con su vida a rastras, su soledad medicinal y esas ojeras obsoletas que carecen de glamour, me parecen – a pesar de su notoria tenacidad por continuar absurdamente vivos - al borde de la extinción. Esta mañana, sin embargo, he sido testigo de un suceso memorable. Examinaba desde la ventana ese andar errabundo de los seres matutinos, cuando he visto a una viejecilla rechoncha saliendo de un portal. Llevaba, como detalles coquetos, un par de gafas de pasta roja y un pequeño bolso con cadena dorada. Y entonces, cruzando peligrosamente por una zona alejada del paso de cebra (imprudencia que, en este país, es directamente proporcional al deterioro físico y la edad de los peatones), la he visto dirigirse a un lugar increíble, o mejor expresado, hacia un vehículo de auténtico lujo, aparcado en frente de mi casa. No era un BMW flamante y opulento, sino un deportivo inmortal, un alfa romeo spider descapotable, con asientos de cuero y volante de madera. Y después de subirse a él con evidente torpeza, en el aire claro de esta mañana de junio, he escuchado las notas felinas de su motor de cuatro cilindros, justo antes de ponerlo en marcha y alejarse lentamente avenida abajo. En dirección contraria, acudía como un rotwailer el estrépito bárbaro de las tribus nocturnas que llegaban borrachas a sus casas.

miércoles, 23 de junio de 2010

Las Cartas 2


Hubo una época en la que escribía cartas asiduamente: cartas de amor, de amistad, de protesta, incluso una a la Comandancia de La Coruña para que un colega – no recuerdo el contenido, creo que recurrimos a una combinación de pretextos académicos y sentimentales – evitase ser enviado a realizar la mili a una isla pedregosa.
Sería cuestión de preguntarse quién escribe cartas hoy, quién pierde el tiempo en hacerlo a mano, quién se molesta en meterlas en un sobre y localizar después un buzón. Supongo que viejas aficionadas a la correspondencia comercial, algún profesor con aire filatélico, eruditos habituados al uso de objetos atávicos, como los astrolabios, el cartabón o el plumier. Y por supuesto los niños, pero durante un lapso efímero, antes de descubrir la play-station o el fiasco de los Reyes Magos. La Humanidad ha prescindido del recurso epistolar para siempre y se ciñe a los mensajes del móvil, a las redes virtuales, a navegar cómoda y velozmente por el espacio de Internet.
Pero yo escribí muchas cartas en mis años de juventud. Tantas que a veces aparecen entre pliegos amarillos, al fondo de cajones con aire de sarcófago, en el mismo sitio donde descubres fotos jurásicas o lápices de colores con el carbón intacto. No me explico cómo fui capaz de sentarme a escribirlas, ni de dónde saqué esa paciencia que ahora se me antoja irreal. Alguien a quien entregué mi vida conserva un puñado de aquellas cartas que redacté cuando estaba perdidamente enamorado, en noches de invierno o tardes de junio, pero a pesar de mis súplicas esporádicas, se niega a revelarme dónde están. Tal vez haga bien. Cómo leer ahora esas cartas sin que le despedace a uno la nostalgia, la memoria, las horas dulces del pasado. Verse con la nuca y el mentón inclinado, los ojos jóvenes, la mente absorbida por imágenes de una luz cegadora. Si traspaso el umbral de la vejez, creo que volveré a escribir cartas en mis tardes muertas, incluso a los que fueron mis más acendrados enemigos. Aunque me haya convertido en un guiñapo y las firme, rodeado de monjas o celadores indolentes, con dedos temblorosos.

jueves, 17 de junio de 2010

Un cuento



Escribí este microrrelato hace tiempo y cuando lo hice pensé en una persona concreta: no en un niño que hubiese emigrado desde una frontera lejana, ni siquiera en alguien de otro país, sino en un muchacho que había venido desde el sur con su familia y que no se integró en el pequeño colegio al que yo iba por entonces. Ni siquiera era un colegio elitista, sino más bien suburbial, lo que demuestra que los prejuicios se asientan en los sitios más insólitos y que casualmente se ceban en quien suele tener la piel de un tono más amarillo o tostado.
Me pregunto muy de vez en cuando qué habrá sido de su vida y lo cierto es que, ignoro el motivo, soy incapaz de imaginármela.

He aquí el cuento.

“Hanan había venido de África, creo que de una aldea polvorienta y marrón. Su rostro era como el de un mono y le faltaban cuatro dientes. Se sentaba al final, inhóspito, mirando de refilón a las chicas. La maestra se esforzaba para que lo aceptáramos, pero no alcanzó éxito alguno. Una vez convocó a nuestros padres por ponerle pegamento en la silla y arrojarle terrones de hierba a la salida de clase.

La tarde en que bajamos al río nos burlamos de su suciedad. Éramos doce querubines sedientos de sangre. Hanan se desnudó y se subió a la roca más alta. “No os tengo miedo”, gritó, y se lanzó sin más al vacío. Se hizo un silencio profundo y fulminante, como si hubiese caído del cielo un meteoro. Su torso se estiró en el aire con gracia e hizo una cabriola imposible. Recuerdo la armonía de aquel salto, la tensa esbeltez de su cuerpo. Hanan se zambulló en el agua de la poza como una piedra afilada y negra.

No he vuelto a ver, nunca más, tanta belleza. Duró sólo un instante: Hanan, que había cruzado un océano, no sabía nadar.”

miércoles, 9 de junio de 2010

Otra foto


Hay otra foto en casa de mis padres en la que se me ve, nada menos, que con un cachorro de león en brazos y tanto la expresión que compongo delante de la cámara como la actitud espantadiza de la bestezuela no tienen desperdicio alguno. Dado que la instantánea se remonta a los años setenta y por entonces los viajes a África (a diferencia de ahora, donde pasar las vacaciones entre los últimos indígenas del Orinoco o fornicando con esquimales es lo más vanguardista en materia de turismo) se consideraban, no ya exóticos, sino sencillamente implanteables, habrán adivinado que me la hicieron en el circo, uno de esos circos de antaño que probablemente aún conservase entre sus atracciones al hombre bala y la mujer barbuda, donde los acróbatas daban saltos en el aire sin red y a cuyo alrededor, entre los carros pintarrajeados y las heces humeantes, persistía una siniestra mezcla de regocijo y atrocidad, representada en los elefantes enjaezados con plumas y aquellos payasos tristes que ejecutaban sus números en la pista con una pachorra sádica y burlesca.
Fue uno de aquellos payasos el que me sacó la foto y quien, visiblemente nervioso (según iba viendo cómo evolucionaba el asunto), me arrebató al felino de los brazos, ante la mirada alarmada de mi madre y las risas entre compasivas y morbosas de los espectadores (unos preocupados por mí, y los más, por el pobre cachorro). No obstante, la foto llegó a concretarse y en ella se me ve con los paletos hundidos en el labio inferior, una especie de hijo de Tarzán rechoncho y bien alimentado, con zapatitos y pantalón corto, apresando con todo mi aliento al futuro rey de la selva. Éste, literalmente empavorecido, pugnaba por zafarse, clavándome unas garras incipientes en mi nuevo polo de espuma. Patético, qué decir. A mi madre (más a mi hija, siempre presta a mofarse de los percances paternos) le encanta esa foto en blanco y negro, que tiene ubicada en el centro de la salita y que yo miro cuando regreso con una mezcla de vergüenza y melancolía.
Tal vez de ahí proceda mi fascinación por los circos, pero es posible que también mi resentimiento hacia los payasos, la peste de los equinos, los leones enjaulados, el público y la manipulación infantil. Y, por supuesto, los pantaloncitos de color blanco.

domingo, 6 de junio de 2010

Cuidando la imagen

El vendedor, que tenía pinta de haber atracado un banco en Cheyenne con una recortada, no vaciló ni un segundo cuando le expuse mis dudas acerca de la talla del pantalón: “Pruébeselo ahora mismo, joven, le aseguro que le sentarán como un guante”. Estábamos en un descampado repleto de furgonetas y tenderetes, atestado de madres de familia numerosa y señores con bolsas de plástico: lo que en España conocemos como un rastro callejero. El puesto al que yo me había acercado ofrecía una orgía de productos textiles, desde sujetadores tamaño ubre a pantalones de pitillo con serigrafías de los Rolling Stone. Me introduje en el probador, es decir, en la furgoneta del tipo con aspecto de haber estrangulado a Jesse James, y haciendo equilibrios entre paquetes de cartón y residuos orgánicos, logré embutirme en una pieza vaquera que, según la versión posterior de mi novia, me quedaba como un churro (“pareces un quinqui”, me dijo) y que sin embargo, para el enemigo público número uno, me sentaban de puta madre. “Además, si se lleva otro, le regalo el cinturón y unos slips fosforescentes”, agregó, a lo que yo sonreí rechazando la oferta.
Ahora contemplo el fondo de mi armario y dada la cantidad de ropa sobrante que tengo, no sé qué ponerme. En el baño ocurre algo similar: diferentes clases de espuma, after shave, colonias, desodorantes y cremas faciales. Como diría mi hija, soy un cuarentón en crisis rodeado de productos lujosos y excedentarios.
Creo que a mi madre tampoco la hizo mucha gracia que llevara a la Universidad unos pantalones tan ajustados. Sobre todo, porque yo tenía la costumbre de ponerlos durante semanas sin meterlos en la lavadora.
Verme en fotos de aquella época me genera una mezcla de vértigo y asombro. Admitiré que también de nostalgia. Sea como sea, aquellos pantalones que compraba a traperos y forajidos del Medio Oeste, tenían una cualidad indiscutible: se te pegaban al cuerpo como una segunda piel y eran jodidamente resistentes.

lunes, 31 de mayo de 2010

El viaje del idiota

Es mi primera novela. Antes de que se convirtiera en este hijo de papel (recién nacido, con 172 páginas o gramos de peso), estuvo hibernando un tiempo en un cajón, como aconsejan los autores experimentados y luego rodó sin pena ni gloria por media docena de editoriales de prestigio, alguna de las cuales me sugirió que recurriera a un agente (me veía convertido en un escritor con pipa y chaqueta de tweed, recibiendo en mi casa de campo a una mujer de mirada ardiente y actitud neurótica) e incluso, en un alarde de altivez desidiosa o simple desdén, me recomendaron que lo enviara a sellos “independientes”, pues ellos ya tenían su nómina de autores consagrados repleta (pardiez, mira que hay escritores en este país de perfil reputado…y eso que uno lee bastante morralla). Tal cosa hice y de forma afirmaré que milagrosa (dado que para moverse en este mundo, aunque se trate de la editorial más peregrina, necesitas algún contacto), la gente de Baile del Sol aceptó mi manuscrito y ahora, seis meses después de que me enviaran un email, ha salido a la luz.
No diré más. Se titula “El viaje del idiota” y el tiempo lo pondrá en su sitio. Quizá tenga yo que hacer un viaje interior por culpa de ella. El prologuista, al que tendré que besar los pies, dice que es una novela que “al principio hará reír, luego pensar y finalmente llorar”. Ahí es nada. Me conformaría con que entretuviese y removiese en el fondo de algún cerebro (seguramente femenino) un puñado de dudas.
Entre tanto, no puedo dejar de mirarla como si la hubiese encontrado en el fondo de un arca llena de doblones de oro.
P.D.: No duden en robarla de las bibliotecas o pedirla prestada, incluso de comprarla tras insistir a su librero "que sin embargo, existe". El domingo 13 de junio, metido en la caseta 262, firmaré por la mañana ejemplares en la Feria del Libro de Madrid: a quien no le haya gustado, puede ir a tirar tomates, o despacharse en este blog. Salud y libertad.

domingo, 23 de mayo de 2010

Bestiario

Resulta duro comerse algo con nombre, como aquel gallo que nos clavaba pico y espolones cuando mi hermana y yo íbamos al pueblo y al que al final, lamentándolo profundamente, mi abuela María colocó entre sus faldas y le pegó un tajo a la altura de la cerviz, aplacando el revuelo histérico de sus alones color fuego mientras se desangraba lentamente. Era un gallo soberbio, de plumaje incandescente, que se paseaba como un emperador ocioso por el corral y montaba a su corte de gallinas con un frenesí de semental infalible. Antes de eso yo me había acostumbrado a arrojar cigarras a sus odaliscas, que se abalanzaban como posesas sobre su carne verde, como viudas repulsivas y hambrientas, cada una con un pedazo en el pico, a ver cómo iba a querer yo luego comerme sus huevos, que no sé si habrán dado cuenta, por muy fritos que estén, no dejan de salir precisamente del culo de las gallinas.
En la infancia de los veranos caniculares, yo vagaba con mi carabina asesinando pardales en compañía de mi primo Manolo y al atardecer llegaba a casa con un manojo de pájaros al cinto, que mi madre desplumaba con pericia y que luego nos comíamos con un lienzo de arroz en cazuelas de barro. A veces los esperaba cuando llevaban insectos a sus polluelos y los abatía en el momento de entrar al nido, convirtiéndome, sin saberlo, en un personaje infantil y siniestro de “El señor de las moscas”. Siendo ya cadete, y con una escopeta en las manos, segué la vida de urracas, lechuzas, perdices y conejos, y en una ocasión, también con Manolo, me entregué a un festín de sangre, disparando balines a una familia de ratas de agua, que salían de la charca lanzando gritos despavoridos, heridas en los flancos o la cabeza, o flotando con el acero incrustrado en sus tripas sobre el verde tierno de los juncos.
Muchos años después leería una frase de Brecht, esa que dice que es muy fácil matar a un gusano, pero resulta imposible crear uno, y recordé aquella época en la que arrojaba saltamontes vivos a los hormigueros con una mezcla de incredulidad y repulsión.
Si tuviese una máquina del tiempo, volvería con un látigo a lacerar el culo rechoncho de aquel matarife de ratones y polluelos y es posible que conservase en mis nalgas los verdugones de esa justicia tardía.
A uno no le queda más remedio que aceptar sus miserias de pubertad, por tremendas y atroces que le parezcan.
Ahora me fascinan los pájaros, sus costumbres, sus cortejos nupciales. Puedo pasarme horas observando sus vidas, o viendo correr a un conejo sin sentir la necesidad de descerrajarle un tiro. También es cierto que, cuando veo una cabritilla o un potro de semanas, me los imagino convertidos en chuletas, asados a la estaca, o salseados con orégano sobre una gran fuente de loza blanca.

jueves, 20 de mayo de 2010

Finita la Commedia

Finita la commedia, dice Sara ahora que está a punto de concluir su periplo universitario. La Universidad: cuando llegas el primer día el preludio cosquilleante de la madurez, el alma en vilo, la sonrisa en los labios, la mente fértil y expectante. La sensación – engañosa, claro – de que eres un individuo libre y emancipado. Despojada de pompa, pronto se convertirá en un santuario de fiestas salvajes y locuras que, pasmosamente, no te dejarán huellas de relevancia en el círculo polar hepático. Un barullo de amigos irremplazables, de los que sin embargo sólo quedarán unos pocos, probablemente los mejores de tu vida. Veladas y conversaciones interminables, sobre autores que no volverás a leer y sustancias lisérgicas que no volverás a probar. Un pasadizo, un jardín o unas escaleras que se convertirán durante años en algo rutinario y que con el tiempo, cuando regreses a ellos furtivamente, tendrán un aire de desolación absoluta. Una retahíla de profesores mediocres, que siguen dictando apuntes como en el cuaternario, de los que sobresale algún espíritu libre, alguien que no olvidarás por culpa de su rara mezcla de humildad y erudición. Ciertos libros, ciertas chicas, un puñado de clases magistrales, unas cuantas clases fumadas, algún atisbo del club de los poetas muertos y un título que sólo los gilipollas y los dentistas enmarcarán en el salón de su casa. La Universidad, finalmente más decepcionante de lo que esperabas cuando cruzaste su umbral, acaso por culpa de tus propias expectativas. Lejos del templo del saber de los clásicos y de la crítica de la Ilustración. Lejos de ser el jardín mítico que imaginabas… Pero cuánto darías, aburguesado y cínico, por volver a ella.

jueves, 13 de mayo de 2010

En la puerta

Los trajes de los hombres que venden enciclopedias a domicilio siempre han tenido una elegancia entre chocante y mortuoria, aunque sólo sea por el contraste con las pantuflas o el pijama de los clientes que les abren la puerta de sus casas. También, a pesar de su juventud, aparentan más edad, y por eso aquel primo de mi madre que llamó a nuestra casa una tarde de noviembre con una barba densa y negra parecía un apóstol envejecido, o uno de esos reverendos polvorientos que venden jarabes milagrosos en las películas del oeste. Aquel joven, del que no recuerdo su nombre, era desmesuradamente alto y calzaba, asomando de un pantalón que le quedaba corto, unos enormes zapatones negros. Llovía con saña, y sobre el peso de los libros y la maleta de cuero que colgaba de su hombro se sumaba el de la humedad de las calles, afianzada en la irritación de sus ojos y la palidez de su cara. Tenía un aire anémico y miserable. Mi madre tardó en reconocerlo. Luego lo hizo pasar al living, que era como entonces se llamaba al salón de estar, y tras explicarnos su pasado reciente (había venido a Bilbao buscando trabajo con escasa fortuna), mi madre le ofreció una taza de chocolate y le preguntó por una familia que él simulaba haber olvidado. Sólo cuando se interesó por lo que hacía, pareció recobrar un ímpetu sombrío y empezó a sacar libros de su maleta, como un prestidigitador, pues resultaba imposible que allí hubiese sitio para tanto volumen. Mi madre lo miraba con asombro, mientras él nos mostraba los catálogos, colecciones suntuosas, llenas de láminas pesadas y chillonas, cuyas hojas pasaba con una torpeza de hombre tosco y rural. Al anochecer llegó mi padre del trabajo y se encontró en su sofá a un tipo vestido de luto, un clérigo con chepa, sollozando y sorbiéndose los mocos con un gran pañuelo azul. “Necesito hacer una venta”, le suplicaba a mi madre, “lo podéis pagar en cómodos plazos”, pero ella no sabía qué decirle, miraba azorada a mi padre, de la calle subía una música ciega, de gárgolas y canalones, un réquiem de cuerdas absorbentes y ritmo lluvioso. Finalmente le compraron una enciclopedia de caza, cinco tomos, creo que mi madre le dio dinero a escondidas, cuando salía del piso. No volvimos a saber nada más de él, debió de tener un destino aciago, de la colección sólo llegaron tres ejemplares, eso sí, encuadernados en piel, aún continúan en la estantería del salón. Treinta años después mi padre sigue refunfuñando, pero cuando voy a verles suelo coger el primer tomo, el que habla de las perdices, y si el viejo está de buen humor, le recuerdo sus hazañas con la escopeta. A veces pienso, cuando llega noviembre, que cualquier día llamará alguien a mi puerta para ofrecerme los dos libros que faltan.

lunes, 10 de mayo de 2010

La cantera

Mi madre me castigó sin salir durante un mes. Había una cantera detrás del colegio donde sólo acudían los golfos y los temerarios (no necesariamente por ese orden ni prioridad). Según contaban, allí se habían suicidado dos hombres y el hijo de Venancio, el dueño de la tienda de ultramarinos, había estado a punto de despeñarse por caminar por el filo de las sus piedras calizas con unas alpargatas sin suela. Las madres nos tenían prohibido rondar semejante lugar. Pero para nosotros estaba lleno de rincones misteriosos, como la Roca del Diablo, un sendero suspendido en el abismo y tan estrecho como aquellos que sorteaba Tarzán para salir de la jungla, mientras a su alrededor, incapaces de conservar el equilibrio, caían entre alaridos los negros que llevaban los bultos y equipajes de los insensibles exploradores blancos. En realidad, yo nunca había deambulado por la cantera, pero una vecina chismosa le insinuó a mi madre que me habían visto con otros insensatos y la sanción cayó sobre mí con una severidad ejemplar. Me levantaron el castigo la Noche de San Juan, pero para entonces era ya demasiado tarde: me había perdido los prolegómenos de la organización y no había podido aportar ni un triste madero. La hoguera, por tanto, no me pertenecía y sólo se podían acercar a ella aquellos que, en actos furtivos y denodados, habían conseguido acumular todo tipo de enseres y tablones para alimentar el fuego. Alguien me dijo que me largara y, tras empujarme, caí sobre el hueso de la risa, creo que se trata del sacro, provocándome un dolor insufrible que se me quedó clavado en la base del culo durante horas. Me fui humillado y sollozante, maldiciendo los temores maternos y deseando que una tormenta súbita apagara las llamas. Estas lamían la noche con furia, arrojando cenizas al cielo como trapos aventados y negros. Imaginé las sombras proyectadas en la cantera y entonces, por un instante, imaginé que era la boca del infierno y que todos los que allí celebraban la noche mágica acabarían atraídos por su sima maléfica, rodando como sonámbulos entre las rocas, despellejándose las rodillas y los cráneos, aullando como los negros de las películas de Tarzán mientras se despeñaban por las barrancas. No ocurrió nada semejante. Eso sí, a la mañana siguiente me pareció que el aire que entraba por la ventana venía impregnado de un aroma de azufre.

viernes, 7 de mayo de 2010

Nueva York

Filántropos en pedestal y placas de bronce en Central Park. Los muñones de un tarado recogiendo patatas fritas en la Sexta Avenida. Reverendos con túnicas negras y doradas entonando himnos guturales en una iglesia episcopaliana en el corazón de Harlem. Escaleras de incendio serpenteando fachadas sucias de ladrillo rojo. Drugstore sórdidos abiertos 24 horas cada dos esquinas. Miles de taxis surcando calles devastadas con maletones del País del Arco Iris. Obesos. La mirada triste, las mejillas hundidas y el cráneo pelado de Joseph Fontdevila pintadas por Picasso en una sala del Met. La silueta de los rascacielos desde Promenade y el puente de Brooklyn. La exuberante sutileza de la expresión inglesa installation in progres, frente al vértigo impostor del anuncio de próxima apertura de los cartelones de nuestro país. El fantasma de Fernando Rey en French Conecction saliendo del metro resonante y sonámbulo de Nueva York. Ángeles pálidos y sofisticados batiendo las aceras sobre tacones de Manolo Blahnik. El vapor cinéfilo y luciferino que salía de sus alcantarillas. Vísceras y carroñas en las lunas de Chinatown. Viejos rabinos de aire salomónico y clerical. La silueta al atardecer de la ciudad desde la planta 82 del Empire. La punta de los edificios desapareciendo en una cinta de niebla sin fin. El Village y sus avenidas arboladas. El daguerrotipo de neones y pantallas desmesuradas de Times Square. La mayor tienda de artículos de Halloween del mundo. El MOMA. La tumba de Melville en un cementerio al norte del Bronx. Los techos de la Biblioteca de Nueva York y de la Estación Central. La sugestión sacrificial de las Torres Gemelas. Los mendigos apocalípticos. La urgencia irracional y patológica de los newyorkinos. Cuatro policías irlandeses de rostro adusto montados a caballo. Mujeres bellísimas. Un puñado de negros celebrando una barbacoa bajo una lluvia inclemente. Semáforos como caramelos gigantes suspendidos del cielo. Masas de gente cruzando las calles como peregrinos del Jordán. La congregación efervescente de millones de almas. La consagración del dinero. El exterminio de la pereza. La hegemonía del jazz. El olor a lingotes de oro de la Quinta Avenida. Los predicadores apostados en intersecciones ventosas. El aire húmedo y ligeramente pútrido del río Hudson. La lujuria, el ritmo, el esplendor, la miseria, el estrépito, la usura, el color, el comercio, la palpitante elasticidad de la vida. Y un poeta en Nueva York: yo escuché al chileno Raúl Zurita pronunciar los versos más terribles en su Universidad junto a una intérprete de voz delicada y hermosa.

lunes, 3 de mayo de 2010

Esta mañana

Pensaba hablar sobre mi viaje a Nueva York, pero esta mañana fui testigo de algo terrible, una de esas cosas que te dejan tocado de verdad . Desde la oficina, que da a la calle, nos llegó una furia de gritos amenazadores, de palabras groseras y sucias, y alguien vio tras la ventana cómo un tipo la emprendía a puñetazos con una chica que pasaba por la acera. Salí al hall y abrí la puerta exterior, no porque me considere un valiente, sino por una reacción puramente instintiva. En ese momento, vi pasar en dirección contraria a un cerdo rabioso lanzando injurias con la ventanilla bajada, mientras aceleraba por la avenida en un trasto de coche. Tenía pinta de gañán, de baboso con cerebro de guisante, de hijoputa con papada de batracio. Unos metros más adelante una chica arrodillada en mitad de las baldosas sangraba por la nariz y a su lado había una niña de unos seis años, delgada, preciosa, con una carpeta bajo el brazo y una mochila pequeña al hombro. La niña. Lloraba sin atreverse a acercarse a su madre y apenas me dirigió la mirada cuando le pregunté si la podía ayudar en algo, que si quería que llamase a la policía. En cuanto oyó mis palabras me miró asustada, se incorporó y se alejó tambaleándose, lo más rápido que pudo. No voy a olvidar a esa niña que llevaba una coleta de pelo largo y rubio, y unas medias de lana, que lloraba silenciosamente mientras cogía a su madre por el codo.
La calle estaba llena de gente, eran las diez de la mañana y había una parada de autobús donde se congregaban al menos media docena de personas. Nadie movió ni un dedo.

miércoles, 21 de abril de 2010

Cenizas antes del viaje

Escribo este texto en abril de 2010, días antes de cruzar con Sara el Atlántico rumbo a Nueva York, preguntándome si algún lector lo tendrá ante sus ojos un año después y si, haciendo memoria, será capaz de evocar el apocalipsis volcánico que tiene paralizada a Europa desde hace una semana, con millones de pasajeros atrapados como ratones en terminales de medio continente. A lo mejor, mientras lo lee, hay una nube densa de escorias sobre su cabeza, porque las erupciones han seguido multiplicándose sin pausa en las gélidas catacumbas de Islandia y lo que todos pensábamos que iba a ser una nube tenebrosa pero efímera se ha convertido en un sarro celeste y sobre la tierra sólo brilla una luz lívida y rasante que oculta el sol con el fósforo de un osario mundial. Los volcanes que yo asociaba a las novelas de Julio Verne y los sacrificios de doncellas semidesnudas en las películas de mi juventud, han decidido rebelarse contra la urgencia mojigata de los seres humanos. Aquí no hay más cera que la que arde, parecen avisarnos, y en la fosa rugiente de sus tripas miles de enanos furibundos están preparando una colada que hará temblar los cimientos de Occidente. Hay que estar preparado para fumarse un buen habano con las últimas cenizas que escupan sus bocas, pero también es posible que ese lector – al que yo imagino disfrutando un cigarrillo mentolado con aire irónico y somnoliento -, se esté riendo de esta página, recordando que la histeria que los burócratas y los políticos esparcieron entre nosotros estos días, sólo fue otra de las múltiples tomaduras de pelo que se sacaron de la chistera para tenernos asustados como conejos.
En un atardecer fastuoso, hace ahora algunos años, vi precisamente a un grupo de conejos moviendo el bigote en las faldas del Teide, ajenos a las proezas del volcán y la inagotable estupidez del género humano. Si finalmente ese volcán gemelo que todos temen empieza a arrojar pústulas incandescentes y sopas de lava en el norte, a lo mejor soy yo el que está leyendo estas líneas desde algún garito apestoso de Brooklyn, cocinando hamburguesas para ganarme la vida, mientras escucho un tema de Cole Porter en una radio pringada de grasa. Los viajes son impredecibles, haya o no volcanes en las islas donde atraca nuestra imaginación. De momento, confío en poder ver una exposición de Bresson en el MOMA. En el siguiente post, querido lector, espero contarle cómo me fue.

jueves, 15 de abril de 2010

Tomás

De vez en cuando, en días que cada vez se separan más entre sí, me acerco a ver a Tomás, entro en el gabinete en el que invierte las horas escuchando la radio o leyendo libros editados en braille, ensimismado en un silencio de mantas y semioscuridad, y me siento al otro lado de una mesa muy larga, a escuchar tranquila, perezosamente alguna de sus historias. Siempre me siento un poco culpable, pero él jamás me reprocha mis ausencias dilatadas, como harían la mayoría de los ancianos que conozco, sino que, como si acabara de visitarle la noche anterior, y tras un saludo cordial pero lacónico, empieza a desgranarme el primer recuerdo que se le viene a la cabeza, venga o no a cuento, como si el hilo de sus relatos también tuviesen una secuencia y una cadencia inextinguibles, a la manera de aquellos cuentos que hilvanaba nocturnamente la princesa Sherezade. A sus ochenta años, Tomás hace gala de una memoria prodigiosa. No sólo de geografías o personajes, sino de pormenores minuciosos, de anécdotas sucintas, donde asoman descripciones que sólo en apariencia resultan triviales: los objetos que poblaban una oficina polvorienta, el retraso del mixto que llegaba a las minas, el betún lustroso de los zapatos de un militar, las palabras exactas con las que un tendero lascivo seducía a la mujer de un boticario cornudo. Tomás, claro, habla de una época que yo no conocí, en la que casi nada era hermoso, porque había pobreza, miedo y enfermedades, pero él, que es un superviviente, nunca mancilla la nostalgia, no se deja arrebatar por lamentaciones seniles, y de su boca, que a veces se llena de flemas de viejo, no salen quejas tremebundas, ni tribulaciones pesadas, sino un tibio homenaje a la memoria, escenas de una película en blanco y negro con argumento inolvidable, con viajeros y pasiones que hoy serían imposibles de encontrar.
Me siento al lado de este anciano, cuyos latidos son cada día más débiles, y trato de verme a mí mismo dentro de treinta o cuarenta años, pero sé que entonces el olvido será el ogro que ocupe mis noches, y por eso me gustaría pensar que siempre va a permanecer ahí, sentado en su butaca, muy tapado porque la sangre ya no se enamora en sus venas, fiel e inalterable en las tardes de invierno, las pocas en que me dejo caer por su casa, llamando al timbre con la confianza de encontrarlo ligeramente dormido, o moviendo el dial de su radio, Tomás, la semana que viene prometo regresar a verte, camino de la librería, que me queda tan cerca, aunque no sople el viento en las calles y haya llegado la primavera, alguien debería decirle a Dios que tus historias no se pueden interrumpir, como la velocidad de los niños en los patios, como las ramas de los árboles que soportan la nieve y el hielo que la tierra ya no puede acaparar.

domingo, 11 de abril de 2010

El dandy sonámbulo

La duda sobre si realmente acababa de ver Barton Fink de los Coen o El exorcista me asaltó en el momento en que la cama empezó a moverse conmigo dentro. Rara vez me acuesto tarde entre semana, pero aquella noche la película se había prolongado, con su dosis habitual de anuncios, hasta las dos de la mañana. Cuando, en la segunda réplica, empezaron a entrechocar las puertas del armario y a oscilar la lámpara del techo, descarté mis dudas cinéfilas y atiné a pensar que estaba padeciendo un jodido terremoto. Entre medias, oí un ruido pavoroso que no olvidaré mientras viva: durante unos segundos pareció que toda la ciudad entraba en un túnel de viento colosal, o que por la calle avanzara un camión de cien ejes en dirección a mi casa. Hacía un mes que me había mudado, así que también pensé que el cabrón del constructor había rellenado los cimientos con peladuras de plátano. Me puse a dar tumbos por el piso y se me ocurrió llamar a los bomberos. Debí ser el primero en pensarlo, porque las líneas no estaban colapsadas. Un tipo con voz fúnebre y lacónica me confirmó, titubeando, que todo apuntaba a un fenómeno sísmico. No me ofreció ni una palabra de calma, ni mucho menos de qué es lo que pensaban hacer los operativos municipales. Estuve por preguntarle si sabía en qué escala Fahrenheit – y no Richter – nos movíamos, pero intuí que a lo mejor no estaba para guasas, o peor aún, que a lo mejor me daba una estimación y todo. En la calle había algún bullicio y al asomarme sorprendí a un vecino y a su mujer en paños menores, con un bebé sollozante en brazos, con una expresión de terror en la cara. No se preocupen, sólo es un terremoto, les grité negligentemente y regresé al interior a prepararme una copa. Ese vecino no me habla desde entonces, aunque nunca tuve la oportunidad de explicarle que no me había fijado en el color de sus calzoncillos.
A la mañana siguiente todo el mundo hablaba de lo mismo y cada cual contaba cómo se había sentido con el dichoso terremoto. Estaba comprando pan cuando entró en la tienda un joven ojeroso y desgreñado, que debía ser conocido del panadero. No hay romería que no pese al siguiente día, le espetó al percibir la resaca que llevaba encima. El joven se rascó el cogote y con voz pastosa respondió: Joder, ayer me pasé de verdad, tío, pero me debieron dar garrafón del malo, porque cuando regresaba me parecía que la calle se movía, tío, menuda curda asquerosa. Yo observé al gañán con ojos admirados y a diferencia del resto de clientes, que se echaron a reír o lo miraron con reprobación, pensé que aquel tipo era un héroe, el último vicioso insobornable que quedaba sobre la tierra.
Esa sí que sería una forma elegante de morir: creer que lo que resuena en tu cabeza no son las trompetas del Juicio Final, sino el chunda-chunda de el último after que te has visitado de madrugada.

viernes, 9 de abril de 2010

Morbilidad

Ver algunos programas de televisión a ciertas horas y leer la prensa de este país a diario puede desencadenar en tu cerebro consecuencias entrópicas insospechadas, pero por alguna causa misteriosa y sorprendente no se tiene constancia de fallos neurológicos a edades avanzadas, como esos ancianos que hundidos en los sillones de su salón asimilan impávidos toda la barbarie que les vuelcan, incluyendo cuerpos mutilados, ciudades devastadas por coches bomba, semblanzas de pederastas y columnas de tanques ardiendo en el otro extremo del globo. Siendo adolescentes, en una tarde de julio, mientras comíamos pipas monótonamente en la plaza del pueblo, Luismi apareció de repente con un periódico a punto de desaparecer, que por aquel entonces se usaba para envolver bocadillos de mortadela y que se vendía en los kioscos de golosinas bajo el escueto nombre de El Caso. En la portada, de una policromía exuberante, aparecía casi a tamaño natural un hacha ensangrentada y de punta a punta de la hoja podías ser testigo de un rosario de hechos atroces, todos ellos de un horror brutal y casposo, como correspondía a la época y que, leídos sin remordimiento alguno, nos permitieron pasar una velada inédita riéndonos a mandíbula batiente. Parricidios, tipos que después de tirarse en paracaídas habían caído dentro de un pozo, viudas devoradas por sus propios gatos, venganzas entre labradores por reclamaciones catastrales, accidentes domésticos, palizas de esposas a maridos ebrios, intervenciones quirúrgicas donde se amputaba el miembro equivocado, pertinaces casos de zoofilia, cadáveres en descomposición en el cajón de un montacargas de una obra sin concluir, ladrones que se habían clavado la barriga en la verja del chalé que pretendían saquear, y así hasta desfallecer en un vértigo de tintes furiosos, en un carrusel de sucesos, accidentes y desgracias que parecían salir de la imaginación de un pensionista al que, por error, hubiesen recetado una dosis desproporcionada de L.S.D. Joder, qué tarde pasamos.
Yo creo, frente a tanto sociólogo nihilista, que hay una generación de lectores que gracias a esa educación tremebunda son capaces de viajar entre los despojos del mundo como gondoleros avezados, pasando pacíficamente de canal en canal. En medio de una sociedad que tiene un pánico cerval a la muerte y a cualquiera de sus manifestaciones, los rocosos ancianos que hojeaban El Caso en su niñez mientras desenvolvían el bocadillo de chorizo, se plantan ante el televisor con la calma de los estoicos y se van al tálamo sin inmutarse por ese lenguaje catastrófico, más preocupados por la tumescencia de su próstata que por el balance siniestro del mundo. Son peces de escama dura que han alcanzado cierto grado de resentimiento e impudicia y miran de reojo a los jóvenes escualos que se devoran en el arrecife. “Acabaréis como nosotros”, parecen decirnos, “advirtiendo que la tierra, a cada vuelta que da, va soltando más y más trozos de escoria”. Gringos viejos y adorables.

martes, 6 de abril de 2010

Tardes de hule

Antes escribía textos sin mucho sentido en una libreta con tapas de hule, que pretendían ser fragmentos que acabaría incorporando a una gran novela, que seguramente nunca acabaré de escribir. Cosas como: “El cuarto se sumía en una blanda penumbra y la luz de la ventana retornaba hacia el polo opuesto de la tierra, como una promesa que hubiera traspasado un confín prohibido”; o: “En la luz de la tarde se mezclaba el polvo de la luna”; o: “Aquel verano llovió copiosamente. Brotaron malvas azules en las piedras y las tormentas erosionaron tanto las fachadas que al apoyarse en el alféizar de sus ventanas los moradores caían desplomados”.
Ahora facturo posts, blogs, emails y microficciones, y soy más moderno. Me apunto al facebook y navego por las aguas de una matriz pixelada sin enterarme muy bien dónde estoy y qué coño significa todo esto.
Creo que echo de menos las tardes de hule. Tardes en las que escribía citas minúsculas en pequeñas hojas cuadriculadas. Me da igual que suene a nostalgia de mesa camilla o de flores de almidón. Me asomo a la ventana y veo a una joven madre con gafas negras fumando nerviosa mientras su crío corre enloquecido entre unos setos mal podados. Está sola. Seguramente, cuando llegue a casa, mientras el vástago se queda hipnotizado frente a la playstation, la madre joven y distraída se conecte a Internet para bucear en la nada. Apuesto a que tiene unos ojos hermosos. Se ha levantado un poco de viento y entre las hojas imaginarias de mi libreta de hule intento imaginar una cita sólo para ella.

sábado, 3 de abril de 2010

Carreteras secundarias

A menudo, cuando estoy dentro del coche, me veo a mí mismo descendiendo con un bate de béisbol y aporreando la carrocería del imbécil que ha estado a punto de atropellar a un cojo en un paso de cebra, y si encima el tipo que conduce es un gilipollas que lleva las gafas de sol en la frente y las ventanillas bajadas con la música zumbando, extiendo mi agresión a su cráneo y sus rodillas, que oigo crujir póstumamente, mientras la novia que le acompaña, que lleva las uñas verdes y masca chicle desenfrenadamente, lanza gritos histéricos calle abajo. A veces se trata de un cincuentón con un coche imponente, pitando impaciente junto a un semáforo, al que le estrujo la cabeza contra el salpicadero, o le obligo a masticar con sus muelas de oro el símbolo del mercedes que luce en el capó.
Imagino esas cosas con una ira sorda, volcánica, que no me impide visualizar con calma la secuencia de los golpes. Si tengo tiempo o hay atasco, me veo convertido en un hampón de una película de Tarantino, con un colt colgado de la mano y diciéndole al chorra de turno, después de entrar tranquilamente en su auto, que nos vamos a dar una vuelta juntos. El viaje puede ser largo, tanto como la iniquidad del conductor, por lo que nos podemos pasar horas recorriendo carreteras secundarias, o autopistas vacías, rodeadas de páramos y polígonos industriales. Siempre acabamos, no obstante, llegando a un lugar agreste, y allí, tras soltarle un concienzudo y minucioso discurso cívico sobre la importancia de no comportarse como un majadero al volante, le pido que salga fuera, le conmino a quedarse en calzoncillos (y sin zapatos: esto es realmente esencial) y como desenlace del drama lo dejo tirado en medio de un monte lleno de abrojos y cambroneras. Si sopla un viento gélido la escena adquiere un matiz más vistoso, y en ocasiones me quedo fumando un cigarrillo mientras le explico a mi víctima que no hay una casa en cien kilómetros a la redonda y que en un par de horas alcanzaré una barranca áspera y profunda donde arrojaré sin contemplaciones su flamante todoterreno. Sus caras son un poema, porque estas cosas, además, suceden cuando está a punto de morir el día.
Pienso estas cosas en el interior del coche, digo, porque es el lugar que me permite ser testigo asiduo de innumerables abusos y tropelías, de un modo constante, gremial y turbador, como si la especie humana hubiese nacido, no para escribir versos, plantar frutales o amarse bajo la luna, sino para meterse dentro de una caja con ruedas y hacer el subnormal con una insolencia abrumadora.
Oigo el frenazo matutino frente al paso de cebra que tengo junto al lugar donde trabajo y cuento los días que pasarán hasta que un bastardo se lleve por delante a un peatón que seguramente viajó en su juventud sobre yeguas tordas o blancas.

jueves, 1 de abril de 2010

Estampas

Me acuerdo de los azulejos blancos, de Carmen, nuestra vecina, con su corazón frágil y su voz delgada, de las jóvenes que venían con sus hijos a que mi madre les pusiera inyecciones en la cocina de casa, ella que siempre se quedaba desconsolada porque entraban llorando, de la tienda de ultramarinos de Regina, de los gemelos del bar de abajo, con los que mantuve durante años una pelea perpetua, de la cantera a la que me tenían prohibido ir, donde había un sendero que te llevaba a la roca del diablo – el mismo lugar que se había cobrado la vida de no sé cuántos niños temerarios y desobedientes -, del vagabundo con barba que a veces se paseaba por el barrio suscitando nuestro miedo y que tenía los ojos más tristes del mundo, de mis bolsillos llenos de cromos y canicas, de Arsenio, que lustró mis zapatos con su mejor betún el día de mi primera comunión, de su vejez arrasada por el Alzheimer y los gritos de su esposa, de la noche que suplicamos que nos dejaron acostarnos más tarde para poder ver King Kong, del flequillo ridículo y los espantosos calcetines a rombos, de las manchas de tinta que malograban horas de trabajo obsesivo en mis láminas de dibujo, de los merengues que mi madre nos compraba después de los análisis de sangre, del gato de porcelana de la señora Mercedes, panzudo y aterrador, del circo, de los mapas, de las noches de fiebre en que yo veía gigantes en la oscuridad, de los parásitos, de las sesiones de cine al aire libre, de los orinales debajo de la cama, de las pobres mascotas sentenciadas: pollos pintados de colores, tortugas, hamsters, jilgueros, peces que venían en bolsas de plástico… del placer enloquecedor e irrepetible de la primera masturbación, del aire frío en los pulmones cuando corríamos en el patio del colegio, de los botes de leche condensada, del horror a los dentistas, de la herejía de los supositorios, de los cómics, del sol deslumbrante del verano, de los aparatos con bolas de mascar, de los coches desguazados que utilizábamos de escondite, de las horas interminables en el mar, de las quemaduras, las contusiones, las cicatrices, de las pesadillas, de la semana que mi padre estuvo en el hospital, del día que regresó, y de los olores, todos esos olores desvanecidos, que seguramente han sido abducidos por un misterioso agujero negro: la resina de los pinos, las fresas, las sábanas recién planchadas, la leche hervida, las gomas de nata, el aroma de la tierra húmeda, el establo donde ordeñaba mi abuelo, los roperos llenos de membrillos, la hierba segada, las monedas de níquel, los pucheros de café, la piel desnuda, sin máscaras ni perfumes…
El castillo inexpugnable de mi infancia.

lunes, 29 de marzo de 2010

El traje


Le supliqué a mi madre que me comprara un traje completo del Athletic, con las medias blanquirrojas y todo, porque se iba a celebrar como fiesta de fin de curso un partido contra otro colegio y hasta el último de nosotros era un manojo de nervios a la espera del Día D. La pretensión era que nadie dejara de participar aunque sólo fuera testimonialmente - había ordenado el profesor de gimnasia -, incluyendo los torpes y los gorditos, escala en la que yo ocupaba el primer grado, y quizá por eso, cuando decidí llevar puesto el traje desde casa, atrayendo las miradas sorprendidas y burlonas de los peatones, me sentía como un pequeño pero glorioso gladiador.
Había a lo largo del patio unas gradas de cemento y allí nos quedamos los suplentes cuando tocaron el silbato, éramos un triste cuarteto, mirándonos de refilón con mutua ansiedad, animando al equipo con cara de bobos y una convicción cargada de presagios. Acudió una masa notable de gente, algunos padres levantaban el dedo y me señalaban, porque mi traje era sin duda el más llamativo de todos los del campo, o al menos el más flamante, lo que hizo que me sintiese como un protagonista un poco ridículo.
Fueron pasando los minutos y a la media hora ya habían llamado a dos de mis compañeros, uno por cuestiones tácticas, según opinión de los expertos, y otro para sustituir a un lesionado que se retiró con una rodilla hecha puré. El partido era muy disputado, cada vez había más espectadores, varios profesores, entre ellos mi tutor, se dejaron caer por allí. Durante el descanso bajé a los vestuarios, pero había corrillos discutiendo acaloradamente, el capitán arengaba al equipo con rostro fiero, nadie pareció percatarse de mi presencia.
Como ya habrán adivinado los lectores más perspicaces, acabaron por citar al tercer suplente y según el tiempo agonizaba y transcurrían los minutos, era notorio y palpable que a mí no me iban a llamar. Supongo que nadie deseaba que un jugador sin recursos pusiera en peligro el resultado, aunque era evidente que no nos podían arrebatar la victoria, por lo que a cinco minutos del final el profesor de gimnasia reparó en mi aspecto desolado en medio de las gradas y le exigió al capitán que me sacara, algunos compañeros se fijaron por primera vez en mí, que baje, anda, oí que decía a regañadientes la figura del equipo, yo estaba rojo como la grana, da igual, contesté, creo que alguna profesora me miró compasivamente, eso fue lo más humillante de todo, las miradas de pena, me di la vuelta y salí por una puerta lateral, ánimo muchacho, musitó un padre, otra vez será, yo tenía las orejas encarnadas, me venían las lágrimas a los ojos y lo único que podía hacer era acelerar el paso y agachar la cabezota. Pero no podía pasar inadvertido, llevaba un traje flamante del Athletic, todo el mundo se giraba al verme pasar por la calle, con aquellas lágrimas como churretones de cera, amargas y silenciosas, desde el cielo se podían ver mis puños cerrados y el pompis regordete, una figura bastante patética, se había puesto frío e intentaba subirme las medias para que me dieran algo de calor.
Lo peor de todo es que no podía llegar a casa diciendo que no había jugado, así que me manché un poco la camiseta y fui corriendo hasta el portal, para que pareciese que había sudado y hecho un notable esfuerzo persiguiendo la pelota; cuando llegué le dije a mi madre que muy bien, que casi había metido un gol, luego me encerré en el cuarto y arrojé la ropa a una esquina.
Digan lo que digan, las humillaciones nunca te endurecen, sólo dejan un pequeño sarcófago de harapos y veladuras en el armario del corazón.
Siendo mayor jugué algún partido por casualidad, pero nunca me volví a poner aquel traje con el escudo y las rayas del Athletic, convertido a los ojos del jugador que nunca pisó el campo en una especie de mortaja.

viernes, 26 de marzo de 2010

Leteo

Cuando llegué a León no conocía a nadie y un puñado de años después había sido adoptado por los miembros del Club Leteo, un grupo de jovenzuelos que cultivaba la literatura y la poesía con la desfachatez libertaria de quienes echan azufre en las azaleas de los jardines públicos y tiñen de rojo el pubis de sus chicas en las noches de luna llena. Me publicaron mi primer libro de relatos una tarde lluviosa, me acogieron en reuniones que tenían algo de clandestino (yo siempre llegaba el primero, cosas de la edad, el lugar de las citas era un piso desconchado que olía a ceniceros de latón y sudor frío) y llegaron a otorgarme honores de secretario, cargo que ostenté efímeramente, acaso por mi costumbre decimonónica de levantar actas y exigir puntualidad, o me temo que por nuestras agrias discusiones literarias, donde todos esperaban que el otro cediese, normalmente por la vía del sarcasmo, el desprecio o la petulancia. Hubo incluso una foto en grupo (con aire de rokeros a punto de despellejarse tras editar su último y despampanante disco) en un periódico local y allí, para quien sea adicto a hemerotecas, se puede palpar la templanza irónica de Sergio, la discreción taimada de Torices, el aire de querubín diabólico de Saravia, el hermetismo esdrújulo de Arce, la genialidad huidiza de Yago y el aspecto de manager trasnochado del que esto escribe. Nacho, como siempre, no estaba. El caso es que durante un tiempo escribimos juntos en una web inolvidable, http://www.clubleteo.com/, en la que todavía se pueden rastrear las cenizas gloriosas de algunos relatos prodigiosos y en la que, ignoro la causa, yo inauguré una sección llamada Libro de Necrológicas. Quizá porque siempre me fascinaron las últimas palabras del gran Rabelais, “¡Que baje el telón, la farsa terminó!; o la ironía de Marlene Dietrich en su lecho de muerte ante las barbas de un clérigo imprudente: “¿De qué voy a hablar con usted? ¡Tengo un encuentro inminente con su jefe!”. Aunque puede que alguna vez, en aquellas necrológicas soñadas, me inspirase también algo menos pirotécnico, acaso la prosa sucinta del último y solitario verso que hallase su hermano en el gabán de Antonio Machado: “Estos días azules y este sol de la infancia”.
Y a eso creo que se pareció mi paso por Leteo: a una ensoñación, a la nostalgia de las cosas que nunca sucedieron, como cantaba Sabina.
Porque no sé si lo he dicho: todos esos muchachos, a su manera, eran, son unos genios.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Yo me casé con calcetines blancos



Yo me casé con calcetines blancos. Creo que ahora, al igual que los vinilos y la moda vintage, se estila su uso entre algunas tribus iconoclastas, pero sigue siendo, canónicamente hablando, una elección de indudable mal gusto. Con el dinero de una beca, mi madre me llevó a las Siete Calles de Bilbao y allí un sastre de postín, de los de chaqueta cruzada y modales de cónsul inglés, me endosó un traje, cito textualmente, “sobrio pero de aire deportivo”, que me tiraba de la sisa. Llegamos tardísimo de hacernos las fotos (no hablaré del patetismo surrealista de aquella sesión) y aunque los comensales saludaron nuestra entrada con una salva de aplausos, también hubo silbidos y voces estranguladas por el muermo de la espera y la embriaguez. La cólera de los comensales fue rápidamente mitigada con un festín de viandas, donde no faltaron bombones regados con cuantró y terciopelos culinarios que hubiesen desencajado al mismísimo Ferrán Adriá. Hubo cantos regionales, tipos con la corbata en la frente, rostros congestionados…bailamos el vals entre un coro de gritos simiescos y el humo ferroviario de las farias que había comprado mi padre a un estanquero de Sestao. De aquel espectáculo aberrante recuerdo una foto con mis abuelos, y a mi madre, que insistía en doblarme correctamente los puños de la camisa, que yo llevaba groseramente arremangada. No pudo acudir mi tía Celia, a la que había picado una víbora. A pesar de la reticencia de mis padres y suegros, que al fin y al cabo eran los que pagaban el ágape, invité a un primo lejano de sesenta años, que había conocido apenas unos meses antes, pero que me había caído simpático porque de joven había curado un catarro tomándose de golpe un frasco de jarabe para la tos. Como les suele ocurrir a los novios, pendientes de atender cortésmente a los invitados, apenas probamos bocado y al anochecer nos metimos en un bar cutre a devorar unos huevos fritos. La mayor parte de los jóvenes se diseminaron por los pueblos adyacentes y prácticamente nos dejaron tirados. Imagino que alguno acabó en una casa de putas, porque de aquella no había despedidas de solteros. Al día siguiente mis padres se quedaron media hora en un cruce, desconsolados, convencidos de que su primogénito había cometido una locura.
No viajamos a ningún paraíso tropical porque no teníamos ni un puto duro. En realidad, ni siquiera fuimos de luna de miel.
La mañana de la boda, antes de la ceremonia, se había levantado un viento húmedo y lluvioso, a pesar de estar a primeros de julio. La iglesia era una ermita pequeña y helada. Imagino que algunas vegijas se resintieron de un modo violento. Por supuesto no hubo limusinas, ni coches de lujo y ella se trasladó en un seat horizon con asientos de plexiglás.
Éramos dos críos.
Cuando la vi bajar, con su vestido blanco, me pareció la chica más guapa de la tierra.

lunes, 22 de marzo de 2010

Humor

Tardé muchos años en asimilar el humor de mi familia gallega. No sólo por insólito, o surrealista, sino porque se desataba en el momento más inesperado del día. Me preguntaba si su hilaridad respondía a un virus celta, o una peculiaridad de aquella hermandad de chalados rubicundos, con el cuchillo sajando el lacón mientras se contorsionaban de risa. A veces, la historia ni siquiera tenía gracia. Me costó comprender que el misterio residía, por asombroso que resulte, en la reiteración y estiramiento de la anécdota hasta extremos delirantes. Quiero decir que alguien entraba en la cocina, contaba algo que había oído sobre una tercera persona y de repente, tras un silencio religioso, empezaban las carcajadas. Como dije, el asunto podía ser tan simple como que un vecino había probado una motocicleta nueva y no había parado de dar vueltas por los alrededores del pueblo. Risas feroces. Tú los mirabas anonadado, sin entender la causa, como el testigo de un incidente fortuito y banal. Volvía a la carga el narrador, para referir exactamente lo mismo (“iba con la moto dando vueltas, ja, ja”) y todos seguían desternillándose, algunos con el pan y el lacón dentro de la boca, casi a punto de ahogarse. Entonces, sutilmente, la historia se enriquecía un poco más, apenas con una frase, que provocaba un estrépito común, una salva de carcajadas, un manantial de risas sinuosas: “Es que no debía saber frenarla”, añadía otro y en la cocina era ya todo un temblor unánime, fastuoso, con palmadas en la frente y puñetazos en la mesa; “¡dio vueltas hasta que se le acabó la gasolina!”, aportaba un tercero y al poco alguien añadía que: “había recorrido la provincia en moto sin poder bajarse”, y en ese momento, justo en ese momento, te imaginabas por primera vez al pobre diablo montado en su vespino, recorriendo millas sin lograr detenerse, saludando a los labradores que se cruzaba en las parroquias (“¡fue hasta Lugo y regresó!”, exclamaba uno nuevo), con su cara enrojecida por el viento, aferrado al manillar desesperadamente, desamparadamente, ofuscado y extraviado por pistas forestales al anochecer, porque a aquellas alturas la historia ya lo situaba camino de Finisterre, perdido entre robles milenarios, perseguido tal vez por una manada de lobos, el culo prieto en un sillín que se había convertido en un potro de tortura. En ese momento tu risa, igual de absurda, formaba parte del coro que resonaba en la casa. Ya no importaba que todo fuera una ficción delirante, que en realidad el vecino, a esas horas, durmiese plácidamente en su cama con la moto a salvo y que tus tías y tíos, envueltos en un manto de suspiros y lágrimas, siguieran proyectando la historia hacia un final interminable.
Porque al día siguiente, y durante semanas, y en ocasiones meses, la historia seguiría invocándose inopinadamente, bajo cualquier pretexto, con el vecino eternamente subido a su moto, como un centauro trepidante y alucinado, saludando a las viejas que se asomaban a las ventanas, a los niños que salían de las escuelas y, entre una fila de castaños, bajo la sombra de un cruceiro, al mismísimo Obispo de Mondoñedo camino de su iglesia.

viernes, 19 de marzo de 2010

Días de vino y rosas

La primera vez que ella posó su mano sobre la mía (debía haber sido al revés), estábamos en Tercero de BUP y reaccioné poniéndome rojo como la grana, como el capote de un torero, como un tomate maduro, como el sol que se oculta en julio entre las Montañas Rocosas, es posible que hasta como un pimentón. Tuve en aquel momento varias alternativas, (incluyendo la sonrisa cómplice o entrelazar mis dedos con los suyos), pero como un timorato, creo que opté por levantar la mano a la carrera y tragar una densa, qué digo densa, viscosa bola de saliva.
He de pensar que ella encontró encantadora mi timidez, porque semanas después prolongábamos nuestros paseos a la salida del instituto, buscando la forma en que la distancia que separaba nuestros portales se hiciese lo más larga posible (contradiciendo, de paso, los principios y las leyes insobornables que en aquellos mismos meses nos estaban inculcando en la clase de matemáticas).
Supongo que no debí empezar a hablarle de vino. Concretamente del vino que mi padre, gracias a sus contactos con un amigo que trabajaba en el Puerto de Bilbao, obtenía de contrabando para sacarse unos duros. En realidad era vino de Rioja con destino a Southampton, del que, misteriosamente, siempre desaparecían en el muelle unas pocas cajas. Era un reserva excepcional, que yo probé un domingo por primera vez en mi vida, pese a las protestas y recelos de mi madre (ah, las madres, siempre velando por nuestros hígados e intestinos, como si en su amor por nosotros se deslizara cierta admiración por la casquería). El caso es que beber de aquella copa fue como descubrir un mundo nuevo, no sólo de sensaciones aromáticas, sino de ensoñaciones, de opulencias suaves y prometedoras: mejor que cualquier porro, mucho mejor, desde luego, que el vino de mesa que habitualmente tomaba mi padre y que yo ignoraba con desdén.
Le hablé, pues, de aquel descubrimiento a la chica que paseaba junto a mí, con su pelo negro como el carbón rozándole la cintura, y después de que escuchara atentamente mis palabras, mi tibia explosión de éxtasis enológico, se paró en la acera y, con sus hermosas pupilas brillantes clavadas en mi cara, me espetó “Pero, ¿qué estás diciendo?”, y en ese instante supe que la había perdido para siempre, que ya no volvería a oír su dulce voz de alondra y que mi imagen de joven tímido y dulce había pasado a convertirse súbitamente en la de un perverso Mr Hyde.
Por eso siempre me han gustado las mujeres que disfrutan con una copa de vino y que te cogen de las manos cuando les das lumbre para que enciendan un cigarro.

martes, 16 de marzo de 2010

Gnomo

Todos lo apodaban gnomo, pero en aquel verano de verbenas en pueblos abandonados de la mano de Dios era nuestro héroe particular, porque él tenía treinta tacos y nosotros dieciséis y además conducía un 127 con matrícula de Barcelona. Apenas levantaba cuatro palmos del suelo, su cabeza la coronaban unas guedejas color maíz y en su cara de sátiro había dos ojos saltones azul lechoso. Con esas credenciales no podía seducir a nadie pero, a diferencia de nosotros, había viajado por el mundo y encima no lo había hecho de cualquier modo, sino como cámara de televisión: eso lo convertía en algo parecido a un director de cine y apiñados en el interior de su coche – un montón de becerros sedientos de historias -, nos desplazábamos por trochas y pistas a velocidades endiabladas, pitando a los campesinos que regaban los prados de noche y esquivando vacas que se cruzaban fantasmagóricas a la salida de alguna curva. Probablemente nunca estuve más cerca de partirme la crisma, o de acabar con un cartón en el dedo gordo del pie, mientras era sajado por el bisturí de algún forense de provincias. De vez en cuando se detenía en seco, delante de alguna casa donde se veía una luz encendida y con su voz de falsete, nos decía: a esa viuda me la tiré el año pasado, o tengo una cuenta que saldar con ese hijoputa, y luego arrancaba a toda leche, no sin derrapar delante de los corrales y reventar la noche con los pitidos de su 127 matrícula de Barcelona. Nos contó que había vivido en el Paraguay, el verdadero Paraíso en la tierra, un país donde había una media de dieciséis mujeres por hombre, todo gracias a la Guerra del Chacro, que había diezmado las reservas viriles de la nación y había dejado millares de viudas jóvenes a lo largo del país. Nosotros nos imaginábamos aquellas camas náufragas, los cuerpos sollozantes en la penumbra y teníamos que sofocar la concupiscencia para no hacernos una paja allí mismo, cosa que teníamos tajantemente prohibida, a pesar de que la tapicería de su coche estaba llena de agujeros y se parecía al pellejo de un corsario merendado por el escorbuto. A una hora intempestiva, cuando los últimos ecos de las orquestas se desvanecían en el aire mordiente y helado, salíamos todos a orinar, no siempre contra la tapia de un convento, pero él se separaba de nosotros, borracho como una cuba, con una ebriedad hosca y mercenaria, y lo veíamos internarse entre los espinos, con la polla al aire, meándose los pantalones y los zapatos, mascullando palabras soeces e ininteligibles en medio de la oscuridad. Esa noche tardó en volver y fuimos a buscarlo preocupados, pero el elemento se había quedado roncando junto a una presa, la mayoría optó por dejarle durmiendo la mona, era mucho mejor ver el amanecer dentro del coche; al poco rato, todo el mundo dormía. Parecía realmente un gnomo, o quizá un niño grande y frágil, con su cabezón entre las hierbas, me quedé un rato a su lado, fumando un cigarrillo, antes de regresar al coche y taparlo con una manta. En el Paraguay, pensaba yo, alguna chiquita estará ahora mismo bajo un cobertor de lana, entre sueños febriles, imaginando que su soldadito muere de frío en una trinchera remota. Al igual que ella, tampoco yo lo volví a ver al siguiente verano.

sábado, 13 de marzo de 2010

En el espejo

¿Pero no te produce pudor que un desconocido entre aquí y lea todas las barbaridades que pones?

¿Barbaridades?

Joder, desnudas el alma, tío, hablas sin decoro de tu familia, de tus experiencias más profundas, de tus aversiones y flaquezas…te falta poco para colocar imágenes comprometedoras.

Todo se andará.

Sinceramente, no esperaba esto de ti.

¿Por qué?

Mírate: eres un tipo cabal, introvertido, casi eres abstemio y llevas diez años desayunando la misma marca de cereales… ¡Pero si hasta te licenciaste en la Universidad de Deusto, entre jesuitas!

Sí bebo. Pero me gusta hacerlo solo.

¿No irás a decirme que eres alcohólico? ¿Qué te encierras en la alcoba a beberte pequeñas copas de absenta?

Admito lo de los cereales… Ya sabes, la función intestinal…

¿Ves? ¡No te importa contar tus intimidades! ¿Qué pretendes? Y además, ¿a quién le van a interesar?

Eso sí que no lo sé; te juro que no lo sé.

Y aún así no te sientes culpable.

Sólo los culpables dicen la verdad.

No me seas sentencioso.

Lo siento.

Hay cosas que un hombre debería guardar sólo para sí mismo.

Sí, yo también pensaba antes eso…pero estoy envejeciendo y…en fin, empiezo a tener cada día menos prejuicios, empezando por sacar a la luz mis propias miserias…

Me produce consternación.

No debería.

Se reirán de ti, se escandalizarán, perderás amigos, sembrarás la duda en futuros empresarios.

Es posible.

¿Y no te importa?

Me importan muy pocas cosas: me gustaría no padecer insomnio, o ser capaz de permanecer horas tumbado delante de un río, sobre la hierba, pero al final no logro conciliar el sueño ni acercarme a sus aguas oscuras y por eso tengo que sentarme en soledad y, de vez en cuando, escribir.

Creo que estás mal, tío.

Hay mucha gente peor que yo. Lectores con sinusitis, hemorroides, caspa…

Sí, eso, encima métete con los que están al otro lado.

Me merecen mi más absoluto respeto…sobre todo aquellos a quien nunca conoceré.

¿Y eso no te produce vértigo? ¿Saber que te puede leer cualquiera? ¿Incluso algún enemigo?

No soy paranoico.

Puede que a quien no les haga ni pizca de gracia sea a los protagonistas que aparecen sin pedirlo en tus historias… Más de uno se va a recoger un rebote cojonudo.

Son las desventajas de entablar conversación con un escritor. O pasar por su vida aunque sólo sea un instante.

Valiente bellaquería.

Qué le vamos a hacer.

A este paso, te convertirás en un misántropo.

Creo que estas memorias demuestran las dos cosas: que lo soy y no lo soy.

No te entiendo.

No pasa nada.

Está bien. De todos modos, creo que a estas alturas deberías presentarme, ¿no?

¿A ti? Estoy cansado de verte todos los días, en el espejo.

jueves, 11 de marzo de 2010

Tiempos modernos

A cierta edad empiezas a trabajar para empresas que llevan a rajatabla el principio de la productividad, alma mater de la ideología capitalista y principio supremo de los fieles de Adam Smith, y compruebas que ese factor posee una íntima relación – casi sexual - con otro más escurridizo, o que a mí siempre me ha parecido que tenía una entidad ontológica, Maese Tiempo, pero que entre las finas paredes de las oficinas y los despachos adquiere una adherencia progresiva, un efluvio físico y acongojante, como el gong de los relojes que sonaban en las plazas donde guillotinaban de tres en tres a los nobles o a los monarcas franceses. En mi larga experiencia como asalariado he conocido métodos menos agresivos, aunque a la postre los resultados - digamos que de modo más sibilino - venían a recordarte tu condición, a ser igual de eficaces y banales: miradas torvas del jefe cuando te sorprendía charlando con la secretaria, imposición de un teléfono móvil para estar perpetuamente localizado, llamadas inesperadas a horas intempestivas (cuando el sol se hunde en el horizonte y ya estás con el abrigo a medio poner), etc., etc. Reconozco que entre los procedimientos más tortuosos y eficientes se halla el juego diabólico de las temperaturas, también denominado “inducción laboral por ciclos oscilantes de calefacción”, que consiste básicamente en crear climas diferentes por secciones de trabajo, según te halles sentado frente a tu ordenador o haciendo el longuis en el hall de entrada, de forma que en tu puesto goces de unos razonables veintiún grados y en el exterior la escala descienda bruscamente (como dicen los metereólogos que no temen a la lírica) a los trece o catorce. Se imagina uno entonces a los compañeros y compañeras en el duro trance de ir al baño, expresamente convertido en una especie de área refrigerada, bajándose las mudas (que es el lindo y extraño nombre que las madres de antes ponían a las bragas, camisetas y calzoncillos) con gesto hierático, resoplando en las yemas de los dedos con angustia mientras se liberan de moles y fluidos y, en síntesis, emitiendo ese tipo de crujidos (juramentos, castañeteo de dientes…) que tampoco consiguen sacarles de apuros y aliviar la insoportable levedad del Ser Lívido y Helado. Si además el agua que sale de los grifos, en chorro abundante y automático, brota como la de un manantial de las sagradas montañas del Tibet (esto es, cristalina y cortante), el proceso de lavarse las manos añade a toda la odisea de giñar, orinar o simplemente desmaquillarse, un conato de tortura inexpresable, que lleva al empleado a pensarse muy mucho lo de salirse de su rincón.
Me dirán ustedes que más negras las pasan los que están en el paro, pero sobre eso asunto no me pronuncio – a ver por qué he de hacerlo si este es mi jodido blog -, entre otras razones porque a lo mejor, precisamente, de lo que se trata es de ir preparándonos gradualmente para la inminente época de glaciación laboral de este siglo esperpéntico.