lunes, 13 de septiembre de 2010

Coches

El primer coche que compró mi padre fue un Seat 650 blanco, que llevaba, donde hoy van los maleteros, un motor lustroso y una rejilla para la ventilación. Los domingos hacía varios viajes para transportar a otros vecinos a la playa, pues en aquella época, salvo el 1500 de Ciriaco, mi padre, con la parejita a bordo, era el único que podía presumir de coche y de carné de conducir. Naturalmente, entonces no sabíamos que nos convertiríamos en personajes de televisión, entre otras cosas porque lo único que nos importaba era salir del barrio como emperadores, remontar los montes de Trápaga y acabar merendando en un pinar.
Con aquel auto hicimos rutas inverosímiles, tanto por las distancias recorridas como por el estado de las carreteras, llegando a caminar durante horas interminables al rebufo de algún camión. A veces, asediados por la niebla o por el hambre, nos parábamos en medio de un puerto y con el freno de mano echado, nos comíamos en la cuneta un bocadillo de sardinas. Pedrafita do Cebreiro, con sus curvas sinuosas e infinitas, representaba rumbo a las Galias nuestro Everest particular.
Años después mi padre compraría un Simca 1200, al que mandó pintar de un verde pistacho, cuando nadie sabía lo que era el color garbanzo en las paredes y mucho menos el borgoña o el blanco hueso. Gracias a ese vehículo mi padre alcanzó su gloria como piloto, aunque una vez, en medio de una caravana, nos cruzamos pasmosamente con otro coche del mismo color.
Con el Visa de Charo hicimos más kilómetros que Fangio y en una ocasión, con la palanca de cambios temblando como un flan, atravesamos el Puente 25 de Abril para llegar a Lisboa. Como yo era un inútil, la pobre tuvo que conducir embarazada de siete meses, con la cabeza de Sara a un palmo del volante.
Las presiones familiares y las dudas sembradas sobre mi virilidad, me empujaron a sacar el carné una gélida mañana de diciembre. Exaltado por mi proeza, aduje que no me compraría cualquier coche y elogié sin reservas la tecnología alemana. A tiro de piedra de Torrelavega, adelantando un camión de tres ejes, se nos partió la correa de distribución y no nos matamos de puro milagro. Creo que por una casualidad siniestra, la matrícula de aquel Opel era la fecha de mi cumpleaños al revés.
Si quieren que les diga la verdad, sólo echo de menos los coches de mi infancia. Y si me apuran un poco, aquellos bocadillos atiborrados de sardinas que nos dejaban los dedos pringados de aceite.

2 comentarios:

  1. Es q un bocata de sardinas es un manjar de dioses. Yo tengo un Ibiza y estoy encantada. Pero reconozco q me gustan los cuatro por cuatro, suipongo q será por mi vena salvaje.
    He pedido tu libro. Parece q, en lugar de en Zaragoza, vivamos en Zambia. A ver cuanto me tardan.

    Besicos.

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  2. Gracias, Sara! Me cuesta mucho meter las entradas, tengo un problema, o un virus, o no sé.

    Abrazos.

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