domingo, 30 de enero de 2011

Memphis

Sí, supongo que es una ironía insoportable que escriba sobre ti, después de tanto tiempo, el mismo que llevo redactando necrológicas, ya sabes, mi vocación clandestina, el punto más bajo de mi dedicación profesional, de mi frustrada carrera como periodista. Intuyo la expectación de la ciudad, la curiosidad de los lectores, el sollozo hipócrita y dulzón que verterán mis colegas. Incluso me parece sentir su aliento en la nuca, despiadado y malicioso, murmurando que no me haga de rogar. Aunque ellos saben que no les decepcionaré, que no puedo hacerlo, porque fui, como se suele decir, un testigo privilegiado: y éste es mi oficio, la tarea por la que me pagan, supongo que a regañadientes, mis noches de insomnio.

Así que les confirmaré la verdad, lo que ya conocen, que eras un ser admirable, una criatura única, una mujer de belleza turbia y cegadora. Que naciste en el seno de una familia pudiente, una de esas estirpes ingobernables, que habitan a su antojo los palacios del mundo. Que creciste viendo Renoirs y caballos de carreras, y rostros blindados en el espejo de tu salón. Que aprendiste a deslizarte entre fortunas sin que nadie corrompiese tu espíritu, como una sirena salvaje, como un velero blanco en medio de la tempestad: fue así como te conocí, entre perlas y fajines, rodeada de luces y nobles medallas. Un gacetillero como yo, escarnio de miradas, aturdido por una opulencia que no compartía. Recuerdo que me miraste en medio del salón, no parecías real, viniste hacia mí con un libro en la mano. “Supongo que es usted el único que lo ha leído”, susurraste, y lo extendiste con una sonrisa furtiva, una edición de lujo, La Balada del Viejo Marinero, de Samuel Coleridge.

Pero eso fue antes del delirio, de casarnos en secreto, a despecho de tus padres y la prensa del país. Luego vinieron los viajes, mi afición al alcohol, tu larga – que yo imaginé triste – cadena de conquistas: marxistas de salón, artistas otoñales, adictos al sexo y los cuentos de Nïn. Nos peleamos, las viejas peleas, y luego pactamos, tuvimos hijos, aceptamos resignados los obsequios de tu padre. Maduraste, te hiciste más bella, y yo asistí, sublevado, a tu dulce consagración: la primera senadora, la musa de Yale, la esposa, con todo, de un escritor fracasado. Hasta que un día – un día sin luna, con niebla en las calles – dijiste adiós y cerraste, despacio, la puerta de nuestra casa.

Ahora no hay nada, no queda nada, sólo una lápida que cubre tu cuerpo. Todas las mañanas riegan el césped y dejan flores – rosas frescas y hermosas - a los pies de tu tumba. No seré yo quien las profane, quien evoque la nostalgia que devora mi cuerpo. Paseo entre las verjas, soporto sus miradas, empuño un paraguas los días de sol. Alguien insinúa, con una mueca, que sólo acudo a robar tu memoria. Qué más da, me digo, qué escupirán, qué mierda les importará mi lento desahucio. Qué sabrán ellos, todos ellos, lo que sufre en silencio mi alma vencida. Porque si estas líneas hablan de nosotros, de nuestra rivalidad y desengaños, ninguna revela, porque no puede, lo que yo conocí: la primera noche, el asombro en mis manos, el temblor azul de tu piel desnuda. Y aquel beso que me diste, sin música ni estrellas, en el andén desolado de una estación de Memphis.

jueves, 20 de enero de 2011

Máquinas

Desde hace tiempo me persiguen las máquinas. Esto me recuerda una peli de serie B que vi hace muchos años, donde una excavadora monstruosa acosaba con saña hidráulica a un puñado de protagonistas vestidos con buzos de algodón. En mi caso, se trata de vehículos más livianos, como coches y bicicletas, pero suplementan su ligereza con una precisión diabólica. Hace un mes, sin ir más lejos (término muy apropiado para la naturaleza de lo que narro), me atropelló un Seat Toledo en una rotonda. La cosa no pasó de una contusión en el cóndilo interno de la rodilla (¡cóndilo!, qué nombre tan sugestivo: ¿no hace pensar, acaso, en un hueso lujurioso y lubricante?), aunque verme allí, tumbado patas arriba como una tortuga muerta, hirió seriamente mi dignidad. Naturalmente, me cisqué en todos los parientes del chófer, que pálido y desencajado me condujo cívicamente a un hospital. Lo peor, sin embargo, ha venido de la mano de los numerosos médicos, abogados y forenses que han aparecido en mi vida desde entonces, un enjambre de insectos babosos y carnívoros. Prefiero omitir los detalles, para no empañar la delicada arborescencia de este blog. Lo curioso, no obstante (en una especie de parábola inversa), es que desde que tengo trato con ellos me han entrado ganas de atropellarlos al anochecer. Cuando salen de sus consultas y bufetes, orgullosos de su prestigio, orondos e impasibles. Reprimiré esos impulsos poco edificantes. Sobre las bicicletas asesinas, las que acechan sibilinamente en los chaflanes del bulevar, hablaré otro día.

lunes, 3 de enero de 2011

El viento

La casa donde nací sigue teniendo el pasillo angosto y el mismo baño raquítico donde me duchaba con agua helada, el cuarto que daba a un patio interior con tendederos que desafiaban la ley de la gravedad, como arañas colgando de un hilo que siempre estaba a punto de romperse. Si algo recuerdo de mi juventud es el jaleo del viento en aquel patio, su bronca de muelles y veletas, haciendo temblar los huesos de los muebles y las tablas de las persianas. A pesar de la insolencia del aire yo dormía como un bendito. Por la mañana el tren me llevaba entre casas oscuras a los pabellones de la Universidad, pero entre aquellas sábanas que mi madre planchaba para que siguiese soñando con caracolas, yo imaginaba que iba a bordo de un barco, o subiendo por una ladera pintada de nieve, mientras mi padre roncaba su fatiga de obrero y la ropa tendida al oscurecer se retorcía sobre las cuerdas con una furia de latigazos. Cómo soplaba aquel viento sin bridas de los dioses. Las novias nunca me duraban demasiado y ahora pienso que la culpa la tuvo aquel aire enloquecedor, que inexplicablemente sigo echando de menos, como los pobres sioux debieron añorar las praderas de su infancia, aquel mar de hierba teñido de sangre, los búfalos de hocicos humeantes bajando de las colinas... Por las mañanas yo veía fábricas que se caían a pedazos desde la ventanilla del tren y pensaba que solo el viento golpeaba los cristales sin importarle la desesperada soledad de los clavos. La herrumbre, como una viuda despechada, se dejaba abrazar por él, y hasta los viajeros fortuitos, mientras oían sus aullidos, guardaban un silencio maravilloso.