domingo, 12 de abril de 2020

En burro

Al verlo subir en burro por la carretera, con los zapatos rozando el suelo, aventuro que se trata de un chiflado, o de algún turista singular y perdido: es demasiado joven, pero viste chaleco de punto y corbata de seda. Al llegar le damos el alto y, pese a la excentricidad de la escena, la subteniente extrae un fajo de multas.

- Dónde se creerá que va…–murmura, mientras el burro lanza un rebuzno endeble.

El joven se apea del asno y justifica su presencia: lleva quince días de interino en el colegio, carece de coche y lo del cierre por el virus le ha pillado por sorpresa.

- No me ha dado tiempo a preparar los deberes de los niños; el alcalde pedáneo me ha prestado el animal –agrega, y baja la mirada con cara de susto.

A la subteniente se le ilumina la cara y, por un instante, parece esbozar una sonrisa. Es una mujer puntillosa, de gestos lacónicos, que rara vez se inmuta por nada.

- Y dónde dice que va. 

Esta comarca, abandonada de la mano de Dios, está llena de aldeas diminutas, diseminadas como canicas por los tajos del valle. Las casas, con tejados de pizarra y piedras de sillería, hacen pensar en otra época. La mayoría están cerradas varios meses y se orean al llegar el verano. Apenas quedan bestias, rosas y niños. Tampoco hay internet: la única banda ancha es la cenefa del cielo.

- A Quintanilla.

- Deje el jumento atado y venga con nosotros.

El pueblo dormita en un cerro y cruzamos una trocha para acceder a él. En el umbral de la casa, con los brazos en jarras, un hombre nos ve salir del todoterreno.

- Guarde una distancia prudencial –precisa la subteniente.

El rosto de la niña, al otro lado de la ventana, brilla con un júbilo expectante: parece que ha salido de las páginas de un cuento o, tal vez, de la mente de los allí congregados. El óvalo de la cara, menudo y rojo, hace pensar en una ciruela frotada con los dedos.

- Sara –susurra el maestro.

La subteniente y yo enmudecemos, como a punto de zarpar en un navío, mirando la escena con curiosidad. El maestro saca un mazo de folios y los posa en un pozo. Se endereza y habla en voz alta al padre.

- En la primera hoja le explico todo lo que tiene que hacer esta semana.

El padre lo mira de modo acogedor y asiente con una sonrisa. Se produce un silencio súbito y embarazoso. La subteniente carraspea y un herrerillo, esponjando las alas, rompe a volar.

- ¿Algo más? –pregunta la subteniente con voz irreconocible.

- Solo un momento –suplica el joven. Entonces descubre un libro y, desplazándose con agilidad, se afinca frente a la ventana. La niña, que no ha soltado ni mú, lo mira intensamente.- Vendré a leerte un capítulo todas las semanas, ¿de acuerdo? –le dice.

Por unos segundos, me parece que la subteniente va a formular una pregunta, pero cruza los brazos y, al igual que yo, escucha con expresión atenta. También la niña lo hace, pero en sus ojos titila otra emoción. Algo que la envuelve lentamente y se va sedimentando en su memoria: la voz de este héroe anónimo, la luz de un día de abril, el eco de un rebuzno reverberando a lo lejos.

El maestro levanta la tapa y observa a la niña recortada en su ventana  luego, carraspeando levemente, recita con dulzura: “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón…”. 

En nuestra sonrisa, y en los ojos de la niña, hay un fulgor de caracolas.

Cabalga conmigo

Después de la pandemia, y de que la gente aceptará ser controlada en sus actividades más íntimas, se impuso la necesidad de buscar un héroe, un ciudadano que conservase un vestigio de rebeldía, o al menos, de leve insolencia. Sucedió que alguien mantuvo su costumbre de leer manuscritos, negándose a incrustarse chips o placas en el cogote. No eran las suyas lecturas banales, sino textos de un fulgor antiguo y poderoso. Lo que sacaba a la luz aquel lector eran, en un mundo sin género epistolar, docenas de cartas: cartas conmovedoras, inimitables, llenas de lucidez y memoria.

La gente especulaba sobre dónde vivía y se barajaban muchas hipótesis: los había que lo ubicaban en una choza en medio de la jungla, otros en el interior de un pontiac del 66, y había quien se lo imaginaba en una barca fondeada en la sal inmortal del Mar Muerto. Hasta que se corrió la voz de que, curiosamente, tenía su sede en una gran ciudad.

Los internautas empezaron a citarse en aquel sitio, con intención de acampar, hiciese frío o calor, bajo los arcos de su ventana. Soñaban con un hito mágico, con el día donde ese hombre, empuñando un manuscrito, saldría a leer una carta especial: un texto veraz y profundo que estremecería sus extenuados corazones.

A una hora imprecisa, más bien al oscurecer, el lector bajaba la escalera y extraía con mimo un folio. Esparcidas por aceras y zaguanes, sin orden ni concierto, le aguardaba una asamblea de cuerpos que rozaban, bajo un cielo enorme, el éxtasis y la veneración. Venían desde puntos lejanos, a veces exóticos, en condiciones misérrimas; algunos dormían al raso, y otros acudían con la prole y el pan. Habían sufrido lo indecible durante la larga pandemia y anhelaban ansiosos las palabras del lector: se había divulgado la especie de que una noche recitaría un texto vibrante, el relato de un protagonista  sagaz y soberano. Una historia cuyo contenido, concebido bajo el firmamento más puro, estrenaría una época sin virus.

Un día vino a suceder algo inesperado: el hombre suspendió, contra todo pronóstico, su ansiada lectura. Las persianas de su casa permanecían bajadas y moribunda la luz de su jardín. Los niños jugaban en los templos y todos los seres, incluso los cuervos y las ratas, parecían compartir una gran
expectación.

No había espacio para más personas y la muchedumbre colapsaba la avenida. Se oyó entonces un clamor súbito y una silueta se recortó bajo el dintel: pertenecía al amado lector y, al verlo, todos suspiraron con alivio. Un viento despejó las calles y las estrellas relumbraron con fuerza. Se percibía la alianza entre quienes añoraban el verbo y aquel lector misterioso. Éste, guiñando los ojos, sacó un papel arrugado y se dispuso a leer. ¿De quién sería la carta?, se interrogaban todos. Se amasó un silencio sobrenatural, presa la gente de una ensoñación religiosa. Pero en la voz del lector algunos detectaron, con alarma creciente, algo inaudito: un torpor que recordaba -se persignaron incrédulos-, el pálpito de la embriaguez. Rascándose la panza, con voz pastosa, aquel hombre miró a los congregados jovialmente y, carraspeando intensamente, leyó:

- En el futuro, los hombres seguirán siendo espantadizos y manipulables, y adorarán a los necios y los demagogos. La enfermedad acabó con su poca sensatez, amigo mío: deja a esos zoquetes y cabalga conmigo de nuevo. 

Tras concluir su lectura, Sancho Panza se ajustó los pantalones con fuerza y, lanzando un eructo glorioso, escuchó su eco por las rutilantes avenidas de Nueva York.

Corría el año 2060. El mundo anhelaba líderes con desesperación. Gobernaba la ciudad, un nieto de Donald Trump.


viernes, 30 de marzo de 2018


COMO CAMPANAS

No siempre fue así, no siempre el progreso purificó nuestras vidas, no siempre dispusimos, para decirlo con claridad, de embarazos a la carta. Hubo una época donde venir al mundo era cuestión de paciencia y, sobre todo, de sacrificios. Un periodo de piernas hinchadas, picos de albúmina y trastornos prolongados. Una secuencia de sofocos y anomalías que parecían interminables. Por eso, cuando los científicos lo resolvieron, cuando garantizaron la viabilidad de los embriones, enloquecimos: comenzamos a pedir embarazos de seis, de tres, de dos meses. Era inimaginable, pero esos hombres, con sus batas blancas, certificaban los milagros. Todo parecía controlado, incluyendo los órganos, la sincronía de los latidos, la presencia de funciones sutiles: el reflejo de succión, el primer llanto, la plenitud de las glándulas minúsculas. Un diseño eficaz para que, arrebujado en su cunita, el bebé creciese sin tensiones.
Es cierto que empezamos a recurrir a pretextos y viajes, a onomásticas o armisticios: unas querían el bebé en Adviento; otras, el día de las Fuerzas Armadas; hubo quien apostó por la siniestra víspera de Halloween. Las que vacilaban sobre la fecha consultaban a quiromantes y, en el peor de los casos, a echadores de cartas. Como patrón universal, las familias se inclinaban por un parto elegante.
Llegó un momento, por así decirlo, en que parimos en cualquier circunstancia: para celebrar un aniversario o, simplemente, superar un divorcio. Una mujer estaba escalando el Annapurna y, tras coronar la cima, daba a luz en el campamento base. Alguien dejaba de ir a misa un domingo y, poco después, sentada en el reclinatorio, exhibía una barriga imponente. Las Olimpiadas admitieron una nueva modalidad que consistía en expulsar el feto sin emitir gemidos: distribuidas en camillas clónicas, las madres sonreían, mientras el público (maridos y jueces) aplaudía cautivado. Cualquier reto era superado y cualquier registro, por inaudito que fuese, se volvía posible. No existían límites, ni pausas y se insinuaron los embarazos por horas: el corpus científico, masculino y obstinado, había conseguido doblegar las magnitudes del tiempo.
Por eso, tal vez por eso, mi caso inspire tanta expectación; y haya conseguido que biólogos y sacerdotes, por primera vez, coincidan en algo: me refiero al hecho de que, después de sesenta meses, con sus días y sus noches, yo continúe flotando en el vientre de mi madre; y que hayan sido ellos, los hombres -apelando a la Ciencia y la Doctrina-, quienes hayan puesto el grito en el cielo.
Se han organizado, pues, jornadas y protestas, se han publicado artículos demoledores, y te han convertido, querida madre, en la antagonista de la modernidad. Aunque ahora que lo pienso (mientras giro en este plasma dulce y prodigioso, ajena a los disturbios del mundo), puede que la sorpresa – y la condena, y el escándalo- se susciten cuando descubran este milagro: cuando sepan que en mi interior, débiles pero insolentes, resuenan como campanas los latidos de mi propio hijo.

domingo, 13 de mayo de 2012

Despedida


Hacía tiempo que no me montaba en un bus urbano y ahora me doy cuenta de que debo hacerlo con más frecuencia. En esos días de calor sofocante y prematuro, cuando la gente prefiere echar la siesta o refrescarse en una terraza. Sentado junto a una ventana baja, casi al ras de los ojos de los peatones, los observo con una impunidad accidental, en un vértigo suave e invisible, deteniéndome en todo lo que veo, las madres jóvenes empujando los carritos, chicas riéndose dentro de un bar, hombres maduros en los que fijo una mirada penetrante, que retiro sólo un segundo después de que reparen en ella.

El bus hace un largo recorrido en el que apenas suben viajeros y, camino del hospital, en esta tarde abrasadora y perezosa, me digo que este es un buen día para cerrar el blog. Ni siquiera sé el tiempo que llevo aquí, pero creo que se parece un poco a este itinerario insólito, con un autocar que me lleva por una periferia de casas bajas y fantasmales. A lo lejos el cielo se va pintando de nubes que son como islas en un mar de lava y al bajarme siento, por primera vez, un aire tibio y perfumado. Sí, debo coger más transportes públicos y dejarme llevar, me digo.

Antes de entrar en el hospital, decido visitar la cafetería y esperar a que oscurezca. En la mano llevo un libro que habla de tormentas imponentes y balleneros franceses. No sé muy bien qué hora es. Dentro hay dos clientes cenando frugalmente y una tele encendida pero sin sonido. Me acerco a la barra. El silencio sólo lo rompe el vapor ocasional de la cafetera.

(Gracias a todos los que se han pasado por aquí).

domingo, 22 de abril de 2012

Domingo

Los domingos
 con un olor a ceniza en el aire,
los sofás viejos
y los hombres que fuman
camino de la barra,
donde los pájaros,
que son las manos
de las niñas que sirven café,
abren botellas cilíndricas,
de cristal como ojos de buey,
y en las mesas,
donde los codos
son espolones amputados de grasa,
que terminan                por arrastrase
                                                      por los váteres
                                                                          y los círculos,
se estanca la tristeza pesada de los hombres que fuman
y respiran cansados
como bueyes             sin ojos,
como torpes
          bueyes ciegos
que un dios colérico
dejó en la tierra a                un Noé con fuego en la boca
para que los abandonase en una playa
sin espuma,
un cieno           compacto
                                   y lento
al que no se aferran
las olas,
porque en las playas
                            de los domingos
                                                 no hay olas,
tampoco conchas,
solo hombres maduros
                      de bolsillos grandes,
que pasean su soledad
                                por plazas derrocadas
                                                               y váteres de loza marchita.

sábado, 14 de abril de 2012

Alzheimer

Jamás aceptaré la vileza:
la agonía de mi voluntad,
la decrepitud,
este cerebro sucio y postizo.
Al paredón
con el olvido
y la muerte.
Tatuaré tu nombre hasta sellar
el último rincón de mi piel,
y cuando me devore la penumbra,
cuando el olvido sea una serpiente
enroscada en mi corazón,
la estiraré para reírme de mis estragos,
de mi paradigma viril,
de mi triste concupiscencia.
Por eso he de huir,
marcharme para siempre,
porque cuando mis ojos te miren
y no te reconozcan,
cuando deje de ser casual
o fortuito,
seré la hez oscura
del mundo,
y ningún consuelo,
ninguna explicación médica
ni religiosa
conseguirá revocarlo.
He de huir ahora,
a pesar de la incomprensión
y el estigma,
he de huir ahora,
cuando aún puedo asociar tu nombre
a la primera llama,
al primer temblor,
al primer beso que me diste.
Tu nombre,
el molde de mi memoria,
el broquel último,
la sedienta epifanía
que tutela mi alma.