Al verlo subir en burro por la carretera, con los zapatos rozando el suelo, aventuro que se trata de un chiflado, o de algún turista singular y perdido: es demasiado joven, pero viste chaleco de punto y corbata de seda. Al llegar le damos el alto y, pese a la excentricidad de la escena, la subteniente extrae un fajo de multas.
- Dónde se creerá que va…–murmura, mientras el burro lanza un rebuzno endeble.
El joven se apea del asno y justifica su presencia: lleva quince días de interino en el colegio, carece de coche y lo del cierre por el virus le ha pillado por sorpresa.
- No me ha dado tiempo a preparar los deberes de los niños; el alcalde pedáneo me ha prestado el animal –agrega, y baja la mirada con cara de susto.
A la subteniente se le ilumina la cara y, por un instante, parece esbozar una sonrisa. Es una mujer puntillosa, de gestos lacónicos, que rara vez se inmuta por nada.
- Y dónde dice que va.
Esta comarca, abandonada de la mano de Dios, está llena de aldeas diminutas, diseminadas como canicas por los tajos del valle. Las casas, con tejados de pizarra y piedras de sillería, hacen pensar en otra época. La mayoría están cerradas varios meses y se orean al llegar el verano. Apenas quedan bestias, rosas y niños. Tampoco hay internet: la única banda ancha es la cenefa del cielo.
- A Quintanilla.
- Deje el jumento atado y venga con nosotros.
El pueblo dormita en un cerro y cruzamos una trocha para acceder a él. En el umbral de la casa, con los brazos en jarras, un hombre nos ve salir del todoterreno.
- Guarde una distancia prudencial –precisa la subteniente.
El rosto de la niña, al otro lado de la ventana, brilla con un júbilo expectante: parece que ha salido de las páginas de un cuento o, tal vez, de la mente de los allí congregados. El óvalo de la cara, menudo y rojo, hace pensar en una ciruela frotada con los dedos.
- Sara –susurra el maestro.
La subteniente y yo enmudecemos, como a punto de zarpar en un navío, mirando la escena con curiosidad. El maestro saca un mazo de folios y los posa en un pozo. Se endereza y habla en voz alta al padre.
- En la primera hoja le explico todo lo que tiene que hacer esta semana.
El padre lo mira de modo acogedor y asiente con una sonrisa. Se produce un silencio súbito y embarazoso. La subteniente carraspea y un herrerillo, esponjando las alas, rompe a volar.
- ¿Algo más? –pregunta la subteniente con voz irreconocible.
- Solo un momento –suplica el joven. Entonces descubre un libro y, desplazándose con agilidad, se afinca frente a la ventana. La niña, que no ha soltado ni mú, lo mira intensamente.- Vendré a leerte un capítulo todas las semanas, ¿de acuerdo? –le dice.
Por unos segundos, me parece que la subteniente va a formular una pregunta, pero cruza los brazos y, al igual que yo, escucha con expresión atenta. También la niña lo hace, pero en sus ojos titila otra emoción. Algo que la envuelve lentamente y se va sedimentando en su memoria: la voz de este héroe anónimo, la luz de un día de abril, el eco de un rebuzno reverberando a lo lejos.
El maestro levanta la tapa y observa a la niña recortada en su ventana luego, carraspeando levemente, recita con dulzura: “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón…”.
En nuestra sonrisa, y en los ojos de la niña, hay un fulgor de caracolas.
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