lunes, 31 de mayo de 2010

El viaje del idiota

Es mi primera novela. Antes de que se convirtiera en este hijo de papel (recién nacido, con 172 páginas o gramos de peso), estuvo hibernando un tiempo en un cajón, como aconsejan los autores experimentados y luego rodó sin pena ni gloria por media docena de editoriales de prestigio, alguna de las cuales me sugirió que recurriera a un agente (me veía convertido en un escritor con pipa y chaqueta de tweed, recibiendo en mi casa de campo a una mujer de mirada ardiente y actitud neurótica) e incluso, en un alarde de altivez desidiosa o simple desdén, me recomendaron que lo enviara a sellos “independientes”, pues ellos ya tenían su nómina de autores consagrados repleta (pardiez, mira que hay escritores en este país de perfil reputado…y eso que uno lee bastante morralla). Tal cosa hice y de forma afirmaré que milagrosa (dado que para moverse en este mundo, aunque se trate de la editorial más peregrina, necesitas algún contacto), la gente de Baile del Sol aceptó mi manuscrito y ahora, seis meses después de que me enviaran un email, ha salido a la luz.
No diré más. Se titula “El viaje del idiota” y el tiempo lo pondrá en su sitio. Quizá tenga yo que hacer un viaje interior por culpa de ella. El prologuista, al que tendré que besar los pies, dice que es una novela que “al principio hará reír, luego pensar y finalmente llorar”. Ahí es nada. Me conformaría con que entretuviese y removiese en el fondo de algún cerebro (seguramente femenino) un puñado de dudas.
Entre tanto, no puedo dejar de mirarla como si la hubiese encontrado en el fondo de un arca llena de doblones de oro.
P.D.: No duden en robarla de las bibliotecas o pedirla prestada, incluso de comprarla tras insistir a su librero "que sin embargo, existe". El domingo 13 de junio, metido en la caseta 262, firmaré por la mañana ejemplares en la Feria del Libro de Madrid: a quien no le haya gustado, puede ir a tirar tomates, o despacharse en este blog. Salud y libertad.

domingo, 23 de mayo de 2010

Bestiario

Resulta duro comerse algo con nombre, como aquel gallo que nos clavaba pico y espolones cuando mi hermana y yo íbamos al pueblo y al que al final, lamentándolo profundamente, mi abuela María colocó entre sus faldas y le pegó un tajo a la altura de la cerviz, aplacando el revuelo histérico de sus alones color fuego mientras se desangraba lentamente. Era un gallo soberbio, de plumaje incandescente, que se paseaba como un emperador ocioso por el corral y montaba a su corte de gallinas con un frenesí de semental infalible. Antes de eso yo me había acostumbrado a arrojar cigarras a sus odaliscas, que se abalanzaban como posesas sobre su carne verde, como viudas repulsivas y hambrientas, cada una con un pedazo en el pico, a ver cómo iba a querer yo luego comerme sus huevos, que no sé si habrán dado cuenta, por muy fritos que estén, no dejan de salir precisamente del culo de las gallinas.
En la infancia de los veranos caniculares, yo vagaba con mi carabina asesinando pardales en compañía de mi primo Manolo y al atardecer llegaba a casa con un manojo de pájaros al cinto, que mi madre desplumaba con pericia y que luego nos comíamos con un lienzo de arroz en cazuelas de barro. A veces los esperaba cuando llevaban insectos a sus polluelos y los abatía en el momento de entrar al nido, convirtiéndome, sin saberlo, en un personaje infantil y siniestro de “El señor de las moscas”. Siendo ya cadete, y con una escopeta en las manos, segué la vida de urracas, lechuzas, perdices y conejos, y en una ocasión, también con Manolo, me entregué a un festín de sangre, disparando balines a una familia de ratas de agua, que salían de la charca lanzando gritos despavoridos, heridas en los flancos o la cabeza, o flotando con el acero incrustrado en sus tripas sobre el verde tierno de los juncos.
Muchos años después leería una frase de Brecht, esa que dice que es muy fácil matar a un gusano, pero resulta imposible crear uno, y recordé aquella época en la que arrojaba saltamontes vivos a los hormigueros con una mezcla de incredulidad y repulsión.
Si tuviese una máquina del tiempo, volvería con un látigo a lacerar el culo rechoncho de aquel matarife de ratones y polluelos y es posible que conservase en mis nalgas los verdugones de esa justicia tardía.
A uno no le queda más remedio que aceptar sus miserias de pubertad, por tremendas y atroces que le parezcan.
Ahora me fascinan los pájaros, sus costumbres, sus cortejos nupciales. Puedo pasarme horas observando sus vidas, o viendo correr a un conejo sin sentir la necesidad de descerrajarle un tiro. También es cierto que, cuando veo una cabritilla o un potro de semanas, me los imagino convertidos en chuletas, asados a la estaca, o salseados con orégano sobre una gran fuente de loza blanca.

jueves, 20 de mayo de 2010

Finita la Commedia

Finita la commedia, dice Sara ahora que está a punto de concluir su periplo universitario. La Universidad: cuando llegas el primer día el preludio cosquilleante de la madurez, el alma en vilo, la sonrisa en los labios, la mente fértil y expectante. La sensación – engañosa, claro – de que eres un individuo libre y emancipado. Despojada de pompa, pronto se convertirá en un santuario de fiestas salvajes y locuras que, pasmosamente, no te dejarán huellas de relevancia en el círculo polar hepático. Un barullo de amigos irremplazables, de los que sin embargo sólo quedarán unos pocos, probablemente los mejores de tu vida. Veladas y conversaciones interminables, sobre autores que no volverás a leer y sustancias lisérgicas que no volverás a probar. Un pasadizo, un jardín o unas escaleras que se convertirán durante años en algo rutinario y que con el tiempo, cuando regreses a ellos furtivamente, tendrán un aire de desolación absoluta. Una retahíla de profesores mediocres, que siguen dictando apuntes como en el cuaternario, de los que sobresale algún espíritu libre, alguien que no olvidarás por culpa de su rara mezcla de humildad y erudición. Ciertos libros, ciertas chicas, un puñado de clases magistrales, unas cuantas clases fumadas, algún atisbo del club de los poetas muertos y un título que sólo los gilipollas y los dentistas enmarcarán en el salón de su casa. La Universidad, finalmente más decepcionante de lo que esperabas cuando cruzaste su umbral, acaso por culpa de tus propias expectativas. Lejos del templo del saber de los clásicos y de la crítica de la Ilustración. Lejos de ser el jardín mítico que imaginabas… Pero cuánto darías, aburguesado y cínico, por volver a ella.

jueves, 13 de mayo de 2010

En la puerta

Los trajes de los hombres que venden enciclopedias a domicilio siempre han tenido una elegancia entre chocante y mortuoria, aunque sólo sea por el contraste con las pantuflas o el pijama de los clientes que les abren la puerta de sus casas. También, a pesar de su juventud, aparentan más edad, y por eso aquel primo de mi madre que llamó a nuestra casa una tarde de noviembre con una barba densa y negra parecía un apóstol envejecido, o uno de esos reverendos polvorientos que venden jarabes milagrosos en las películas del oeste. Aquel joven, del que no recuerdo su nombre, era desmesuradamente alto y calzaba, asomando de un pantalón que le quedaba corto, unos enormes zapatones negros. Llovía con saña, y sobre el peso de los libros y la maleta de cuero que colgaba de su hombro se sumaba el de la humedad de las calles, afianzada en la irritación de sus ojos y la palidez de su cara. Tenía un aire anémico y miserable. Mi madre tardó en reconocerlo. Luego lo hizo pasar al living, que era como entonces se llamaba al salón de estar, y tras explicarnos su pasado reciente (había venido a Bilbao buscando trabajo con escasa fortuna), mi madre le ofreció una taza de chocolate y le preguntó por una familia que él simulaba haber olvidado. Sólo cuando se interesó por lo que hacía, pareció recobrar un ímpetu sombrío y empezó a sacar libros de su maleta, como un prestidigitador, pues resultaba imposible que allí hubiese sitio para tanto volumen. Mi madre lo miraba con asombro, mientras él nos mostraba los catálogos, colecciones suntuosas, llenas de láminas pesadas y chillonas, cuyas hojas pasaba con una torpeza de hombre tosco y rural. Al anochecer llegó mi padre del trabajo y se encontró en su sofá a un tipo vestido de luto, un clérigo con chepa, sollozando y sorbiéndose los mocos con un gran pañuelo azul. “Necesito hacer una venta”, le suplicaba a mi madre, “lo podéis pagar en cómodos plazos”, pero ella no sabía qué decirle, miraba azorada a mi padre, de la calle subía una música ciega, de gárgolas y canalones, un réquiem de cuerdas absorbentes y ritmo lluvioso. Finalmente le compraron una enciclopedia de caza, cinco tomos, creo que mi madre le dio dinero a escondidas, cuando salía del piso. No volvimos a saber nada más de él, debió de tener un destino aciago, de la colección sólo llegaron tres ejemplares, eso sí, encuadernados en piel, aún continúan en la estantería del salón. Treinta años después mi padre sigue refunfuñando, pero cuando voy a verles suelo coger el primer tomo, el que habla de las perdices, y si el viejo está de buen humor, le recuerdo sus hazañas con la escopeta. A veces pienso, cuando llega noviembre, que cualquier día llamará alguien a mi puerta para ofrecerme los dos libros que faltan.

lunes, 10 de mayo de 2010

La cantera

Mi madre me castigó sin salir durante un mes. Había una cantera detrás del colegio donde sólo acudían los golfos y los temerarios (no necesariamente por ese orden ni prioridad). Según contaban, allí se habían suicidado dos hombres y el hijo de Venancio, el dueño de la tienda de ultramarinos, había estado a punto de despeñarse por caminar por el filo de las sus piedras calizas con unas alpargatas sin suela. Las madres nos tenían prohibido rondar semejante lugar. Pero para nosotros estaba lleno de rincones misteriosos, como la Roca del Diablo, un sendero suspendido en el abismo y tan estrecho como aquellos que sorteaba Tarzán para salir de la jungla, mientras a su alrededor, incapaces de conservar el equilibrio, caían entre alaridos los negros que llevaban los bultos y equipajes de los insensibles exploradores blancos. En realidad, yo nunca había deambulado por la cantera, pero una vecina chismosa le insinuó a mi madre que me habían visto con otros insensatos y la sanción cayó sobre mí con una severidad ejemplar. Me levantaron el castigo la Noche de San Juan, pero para entonces era ya demasiado tarde: me había perdido los prolegómenos de la organización y no había podido aportar ni un triste madero. La hoguera, por tanto, no me pertenecía y sólo se podían acercar a ella aquellos que, en actos furtivos y denodados, habían conseguido acumular todo tipo de enseres y tablones para alimentar el fuego. Alguien me dijo que me largara y, tras empujarme, caí sobre el hueso de la risa, creo que se trata del sacro, provocándome un dolor insufrible que se me quedó clavado en la base del culo durante horas. Me fui humillado y sollozante, maldiciendo los temores maternos y deseando que una tormenta súbita apagara las llamas. Estas lamían la noche con furia, arrojando cenizas al cielo como trapos aventados y negros. Imaginé las sombras proyectadas en la cantera y entonces, por un instante, imaginé que era la boca del infierno y que todos los que allí celebraban la noche mágica acabarían atraídos por su sima maléfica, rodando como sonámbulos entre las rocas, despellejándose las rodillas y los cráneos, aullando como los negros de las películas de Tarzán mientras se despeñaban por las barrancas. No ocurrió nada semejante. Eso sí, a la mañana siguiente me pareció que el aire que entraba por la ventana venía impregnado de un aroma de azufre.

viernes, 7 de mayo de 2010

Nueva York

Filántropos en pedestal y placas de bronce en Central Park. Los muñones de un tarado recogiendo patatas fritas en la Sexta Avenida. Reverendos con túnicas negras y doradas entonando himnos guturales en una iglesia episcopaliana en el corazón de Harlem. Escaleras de incendio serpenteando fachadas sucias de ladrillo rojo. Drugstore sórdidos abiertos 24 horas cada dos esquinas. Miles de taxis surcando calles devastadas con maletones del País del Arco Iris. Obesos. La mirada triste, las mejillas hundidas y el cráneo pelado de Joseph Fontdevila pintadas por Picasso en una sala del Met. La silueta de los rascacielos desde Promenade y el puente de Brooklyn. La exuberante sutileza de la expresión inglesa installation in progres, frente al vértigo impostor del anuncio de próxima apertura de los cartelones de nuestro país. El fantasma de Fernando Rey en French Conecction saliendo del metro resonante y sonámbulo de Nueva York. Ángeles pálidos y sofisticados batiendo las aceras sobre tacones de Manolo Blahnik. El vapor cinéfilo y luciferino que salía de sus alcantarillas. Vísceras y carroñas en las lunas de Chinatown. Viejos rabinos de aire salomónico y clerical. La silueta al atardecer de la ciudad desde la planta 82 del Empire. La punta de los edificios desapareciendo en una cinta de niebla sin fin. El Village y sus avenidas arboladas. El daguerrotipo de neones y pantallas desmesuradas de Times Square. La mayor tienda de artículos de Halloween del mundo. El MOMA. La tumba de Melville en un cementerio al norte del Bronx. Los techos de la Biblioteca de Nueva York y de la Estación Central. La sugestión sacrificial de las Torres Gemelas. Los mendigos apocalípticos. La urgencia irracional y patológica de los newyorkinos. Cuatro policías irlandeses de rostro adusto montados a caballo. Mujeres bellísimas. Un puñado de negros celebrando una barbacoa bajo una lluvia inclemente. Semáforos como caramelos gigantes suspendidos del cielo. Masas de gente cruzando las calles como peregrinos del Jordán. La congregación efervescente de millones de almas. La consagración del dinero. El exterminio de la pereza. La hegemonía del jazz. El olor a lingotes de oro de la Quinta Avenida. Los predicadores apostados en intersecciones ventosas. El aire húmedo y ligeramente pútrido del río Hudson. La lujuria, el ritmo, el esplendor, la miseria, el estrépito, la usura, el color, el comercio, la palpitante elasticidad de la vida. Y un poeta en Nueva York: yo escuché al chileno Raúl Zurita pronunciar los versos más terribles en su Universidad junto a una intérprete de voz delicada y hermosa.

lunes, 3 de mayo de 2010

Esta mañana

Pensaba hablar sobre mi viaje a Nueva York, pero esta mañana fui testigo de algo terrible, una de esas cosas que te dejan tocado de verdad . Desde la oficina, que da a la calle, nos llegó una furia de gritos amenazadores, de palabras groseras y sucias, y alguien vio tras la ventana cómo un tipo la emprendía a puñetazos con una chica que pasaba por la acera. Salí al hall y abrí la puerta exterior, no porque me considere un valiente, sino por una reacción puramente instintiva. En ese momento, vi pasar en dirección contraria a un cerdo rabioso lanzando injurias con la ventanilla bajada, mientras aceleraba por la avenida en un trasto de coche. Tenía pinta de gañán, de baboso con cerebro de guisante, de hijoputa con papada de batracio. Unos metros más adelante una chica arrodillada en mitad de las baldosas sangraba por la nariz y a su lado había una niña de unos seis años, delgada, preciosa, con una carpeta bajo el brazo y una mochila pequeña al hombro. La niña. Lloraba sin atreverse a acercarse a su madre y apenas me dirigió la mirada cuando le pregunté si la podía ayudar en algo, que si quería que llamase a la policía. En cuanto oyó mis palabras me miró asustada, se incorporó y se alejó tambaleándose, lo más rápido que pudo. No voy a olvidar a esa niña que llevaba una coleta de pelo largo y rubio, y unas medias de lana, que lloraba silenciosamente mientras cogía a su madre por el codo.
La calle estaba llena de gente, eran las diez de la mañana y había una parada de autobús donde se congregaban al menos media docena de personas. Nadie movió ni un dedo.