lunes, 2 de agosto de 2010

Pagad, pagad, malditos

Con la boca abierta, mientras el cirujano maxilofacial me golpeaba con un martillo en el mentón para extraerme esquirlas óseas con las que realizarme un injerto y procesar el implante, me hice a la idea de que podía estar en manos de un herrero o de un ebanista especializado en la construcción de ataúdes. Me acordé del escritor Alberto R. Torices, más inclinado a sufrir esas penalidades en los ambulatorios de la Seguridad Social, pegando aullidos mientras un zoquete le intentaba extraer una muela apoyando la rodilla en su caja torácica (me levanté de allí avergonzado”, me confesó, “tenías que haber visto las caras aterradas de los otros pacientes cuando salí de la consulta”), pero siendo muy consciente de que la factura que me iban a clavar a mí rebasaría con creces los sufrimientos de mi amigo. Cinco mil euros del ala, a los que se sumarían otras retribuciones por placas y limpiezas, que yo suponía incluidas en el atraco, pero que la enfermera (que me recordaba, con su sonrisa aséptica y reprimida, a aquella otra que enloqueciera a Jack Nicholson en “Alguien voló sobre el nido del cuco”) se encargaba de cobrarme con la rapacidad sinuosa de una dependienta de Loewe.
Jodidos dentistas. Si es que ya lo cantaba Sabina cuando su voz no era tan cazallera, que al entierro de Franco acudieron, entre otros personajes siniestros, militares con monóculo y un dentista de León. Sacamuelas y sacacuartos simultáneamente, representan, junto a los notarios, los abogados y otros colegas de la profesión, los baluartes del esplendor burgués, el último vestigio de una época en la que no se consiguió que los españoles gozarán de empastes gratuitos, pero sí de una casta de vampiros que, impávidos y sonrosados, siguen esquilmando bolsillos con la pericia de su bisturí.