viernes, 30 de enero de 2009

Esos jóvenes

A veces me pregunto qué fue de ellos. Eran duros y salvajes, estrellaban los dientes al sonreír, tenían una mirada de garduña. Corrían los convulsos años de la Transición. Se les veía en los desfiles con el puño enguantado, sollozando ante la tumba del Caudillo, saltando de jeeps con ardor castrense. Muchos tendrán sesenta años, conservarán, seguramente, una salud de hierro. A lo mejor pasean por el Retiro con sus nietas, se broncean en playas vírgenes, juegan al dominó entre fibrosas piezas de jabugo. Viven plácidamente como bueyes recios y saciados. Me pregunto dónde estarán. Algunos, en las emulsiones nostálgicas del NODO, sonreían como hienas pensando en su porvenir.

martes, 27 de enero de 2009

Cerdos y cisnes

No me explico cómo se matriculó Krug, hijo de un industrial próspero, en un instituto ruinoso como el nuestro. Era un tipo esbelto y delicado, a quien los demás tildaban de libélula o maricón. Él lo llevaba con amargura, como yo detestaba que los cachas de clase se burlaran de mi obesidad. Un día, mientras nos explicaban la Tipología de Kretschner y matizaban las características de los pícnicos – hombres gruesos y cuellicortos, de abdomen abultado -, Krug soltó: “Vamos, como Mikel” lo que, para su regocijo, provocó la hilaridad general. Yo lo negué categóricamente, pero lo que más me dolió no fueron las carcajadas, acompañadas de mohines simiescos, sino la mirada compasiva, ay, de algunas chicas. Pasaron un montón de años y me tropecé con Krug en un tren. Yo había cambiado, pero él seguía teniendo la misma planta de bachiller boquirrubio, ni un rastro de estigmas viriles. Me senté frente a él y saqué un libro del bolsillo, sin darle siquiera los buenos días. Había más pasajeros, pero nos reconocimos nada más subir. Durante parte del viaje noté que quería dirigirme la palabra, pero yo continué leyendo impávido. Que te jodan, pensé. Iba solo y tuve la impresión de que, como antaño, su soledad era dura e indescriptible. Salí del vagón sonriendo, caminando por el andén con aire victorioso. No supe más de Krug, de su mirada esquiva y frágil. Siempre que paso junto a una estación de trenes me pregunto, atormentado, qué habrá sido de él.

sábado, 24 de enero de 2009

Estupor y temblores

J.M. era, sin excusa posible, un hijo de puta. Un profesor despótico y siniestro que, además de asfixiarte en el aula, graznaba en tus peores pesadillas. No sé si lo habrán enterrado, pero en aquella época se hubiese necesitado un ataúd estimable, uno con goznes flexibles para alojar su panza de percherón. Su envergadura, a pesar de no pertenecer a la Orden, recordaba a la de esos frailes membrudos de las abadías sajonas, y se proyectaba sobre nosotros – especialmente sobre nuestras nalgas – con puntapiés feroces. Era el tutor de mate, y el de gimnasia, y al final de cada trimestre nos hacía formar una fila humillante. “Ustedes son una mierda”, les decía a los que, por sus notas, estaban en la cola. Los que iban en cabeza recibían su merecido después, en los ejercicios del potro, dejándose los piños en un patio de hormigón. Fue Vega, con su aire conspirador, el que apareció con su teléfono. Le vamos a llamar de todo, escupió triunfal. Nos congregamos en mi casa y elaboramos una lista de insultos. Hacía un mes que habíamos finalizado las clases, era un domingo dorado de julio. Soplapollas, casposo, mamón, rata, caraculo, puerco, comepichas, agregué yo. Nos empezamos a desternillar mientras pulsaba las teclas del teléfono. Yo estaba tan ansioso que no me lo podía creer, me fui a otro cuarto sofocado por la risa. Vega tuvo tiempo de vomitar el repertorio íntegro, incluyendo barbaridades de su propia cosecha. Yo me imaginaba a J.M. al otro lado del hilo, alucinado, rabioso, enrojecido por una ira cósmica. Las carcajadas eran bestiales, me tapaba la boca por puro bochorno. Cuando acabó, Vega se puso a dar brincos por la casa, gritando ¡cabrón, cabrón, trágate esa! Luego localizó a los demás, que suspiraban y lloraban saciados. Cuando llegaron a mi habitación, me encontraron debajo de la cama. No sé si lo notaron, pero estaba temblando de miedo.

jueves, 22 de enero de 2009

Ciclos

En una época en la que yo acababa de leer la fenomenología críptica de Max Sheler y La Náusea de Sartre, lo mejor que se podía decir del mundo lo expresaban Golpes Bajos cuando cantaban aquello de “No mires a los ojos de la gente”. Coppini, con su voz agridulce, te invitaba a encerrarte en el cuarto de los huéspedes, pero los que comprábamos jeans en el mercadillo y vendíamos malboro de contrabando, simplemente nos escondíamos a tocar la armónica en el fondo de un baúl. Pocos años después, en una noche húmeda, me dijeron que iba a ser padre. Yo miraba las lunas polvorientas y juraba a mis amigos que veía maniquíes preñadas, no las festivas de aquel otro tema de Golpes Bajos, sino otras más hieráticas, muchas con la frente abollada por alguna bala de goma disparada por las fuerzas del orden público en las calles de Sestao. Me trasladé a otra ciudad más fría y allí, mientras intentaba comprender lo que me había sucedido, busqué casas de alquiler, pisos vetustos y cochambrosos, gallineros llenos de humo en los arrabales de León. Una rentera fondona nos acusó de exigentes cuando le preguntamos dónde estaban los aseos y con gesto displicente abrió una portezuela en mitad de la cocina. Había que bajar tres escalones y sí, allí estaba, un retrete amarillo en medio de un zulo. Los tiempos han cambiado, supongo, probablemente para mejor. Mi hija, que se va a vivir a un piso de estudiantes al sur de Malasaña, me llamó el otro día desde algún garito ruidoso con una mezcla de pasmo y regocijo: “No te lo vas a creer, en una de las casas tenían el baño en la cocina”. Qué cosas, le respondí.

lunes, 19 de enero de 2009

PSIQUE

Mi psiquiatra me sugiere que debo practicar el distanciamiento, imagino que mental, sobre aquellas cosas que me preocupan. No las ha enumerado, las cosas me refiero, pero yo creo que alude a mi sobrecarga laboral, las reuniones de la comunidad de vecinos y el contacto con amplios segmentos de lo que se conoce como raza humana. Mi psiquiatra es un hombre de palidez cerosa, aire concienzudo y gestos mesurados. Tiene un crucifijo en la mesa, lo que me produce cierta inquietud, pero no por mi agnosticismo, sino porque yo sigo creyendo – sobre todo, en los sepelios íntimos - en un Dios de Barba Blanca (con mechones color calabaza) que desata tempestades y fractura piedras bíblicas con los puños. De lo que se trata, en cualquier caso, es de que mi psiquiatra me dé algo para favorecer ese distanciamiento, y mientras le miro extender recetas – con una caligrafía quirúrgica y comprimida -, confío en que me prepare un cóctel adecuado, una mixtura que no se reduzca a la típica dosis de prozac y benzodiacepinas. Y parece que sí, que esta vez recurre a drogas de última generación (una expresión equívoca, que haría pensar en pócimas medievales) y cuando llego a casa, casi antes de desempaquetarlas y engullirlas, ya estoy notando los efectos, cáspitas, ese desapego del que me hablaba, un subidón (precisamente para distanciarme mejor) nebuloso y sutil, y sólo me queda agradecer a la ciencia y a las farmacéuticas que explotan a los nubios y los pigmeos su fantástica aptitud para fomentar mi bienestar y endulzar el sabor a ceniza que tienen las cosas. Las cosas que me preocupan. Sobre la mesa, con una sintaxis quirúrgica y comprimida, los prospectos infinitos describen minuciosamente sus efectos secundarios: caída del cabello, tendencia al ostracismo, disfunción eréctil.

jueves, 15 de enero de 2009

Don Nadie

Yo soy de esos a los que ignoran en las fiestas. Tipos que se quedan con la copa llena en un rincón, solos, al lado de un mueble de diseño. A veces consigues que te preste atención alguien a quien admiras y reprimes tu entusiasmo. Te balanceas sobre los pies, mueves las cejas, intentas entablar una conversación erudita. Entonces aparece ELLA, la diosa, la artista que concita todas las miradas (y los torvos deseos, y las erecciones dominicales) y, tomando del brazo femeninamente a tu interlocutor, te lo arrebata. No es que se esfumen, es peor, te humillan, se quedan junto a ti, hablando de sus cosas, cosas excelsas, o rutinarias, de las que no formas parte. Con rostro lacayuno te vas al retrete y lees, como periódicamente vienes haciendo desde que naciste, las pintadas inefables que decoran el averno. Piensas en los espasmos gandules de tu próstata y en la pereza cósmica con que se desplaza el mundo; luego sales con mirada huidiza y los ves al fondo. Antes de abrir la puerta del círculo de bellas artes, o del museo etnográfico, miras de refilón la chaqueta de punto que llevaba ELLA y que cogiste de una percha solitaria. Y percibes en sus delicados pespuntes, después de devolverla a su sitio, el brillo jabonoso y úrico de tus gotitas de pis.

sábado, 10 de enero de 2009

La nieve estaba sucia


¿A quién le conmueve la nieve? El mejor adjetivo se lo dedicó Georges Simenon en La nieve estaba sucia, una novela memorable. El manto blanco en la ciudad es una miseria. La nieve es un pretexto de postales alpinas, películas indie y Navidades empalagosas. La última vez que nevó en Bilbao se desencadenó un cataclismo. Yo tenía diecisiete años. Dejaron de poner bombas, nos quedamos sin pan, los trenes y las musarañas derrapaban sobre las vías. La nieve nunca había llegado a Sestao, un lugar sucio y lleno de cuestas. A pesar de estar cojo, convencimos a Joserra para que saliese a celebrarlo. Había familias enteras paseando por las calles. Estaba oscureciendo cuando fuimos testigos del ingenio infantil: dos niños, montados en cajas vacías, bajaban y reían por las pendientes de Galindo. Llegaban a un cruce jugándose la vida, como un par de duendes temerarios. Se las robamos en plan hampón, amenzándoles con dejarlos desnudos. Pasamos horas gozosas, disfrutando del vértigo, volando sobre la nieve como murciélagos gigantes. Los trineos improvisados acabaron por desaparecer. Exhaustos, decidimos regresar a tomar unas cervezas. Nevaba de nuevo, sin pausa, sobre las oscuras aguas de los ríos de Joyce. En una esquina aparecieron veinte chavales de siete años. Las pedradas de nieve que nos arrojaban parecían bolas de billar: duras, prietas, mezcladas con cantos y ladrillos. A Joserra, cojo y ofuscado, lo pillaron de frente. Hay que dispersarse, grité yo, evocando las películas de Peckinpah. Éramos tres, pero pronto estaba solo, corría sin mirar hacia atrás. Furtivamente, en un momento que giré la cara, pude ver a Joserra en el suelo, las gafas rotas, un tumulto de fieras precipitándose sobre él. Llegué como pude al bar y pedí un bote de cerveza. Estaba lleno de gente, colegas fumándose un porro, chicas tetudas, gudaris ebrios montando belenes. La nieve caía despacio, siniestra, como una fiebre de pústulas blancas. Al llegar a casa, entrada la noche, mi madre me dijo que estaba tiritando.

jueves, 8 de enero de 2009

Tiempo de amar, tiempo de morir

Siempre hay alguien a quien se la tienes jurada. Por supuesto el tipo que te birló la novia, el idiota que te obligó a frenar intempestivamente, el jefe, el funcionario agresivo y maleducado. Los liceos, las escuelas, los institutos son verdaderos jardines del mal. Fíjense, sino, en las plantas ajadas que crecen en las conserjerías. Tercero, segundo de bachiller, ya no recuerdo. Dos tipos atléticos y esbeltos que se llevaban a las ninfas de calle y ambos estudiantes primorosos. Entre ellos existía cierta competencia, pero sin llegar a la antipatía. El más alto tenía un cuaderno impecable, uno de esos con apuntes pulcros y ordenados. Un día, en el recreo, lo deja abierto en la mesa y sale al pasillo. Al asomarme lo veo a sus anchas, cigarrillo en ristre, cortejando a un bombón de quince años. La tentación es demasiado poderosa y empiezo a dibujarle cosas soeces, concretamente un coño peludo reprochando a una polla mustia que no le ayude en la compra. Se acerca el otro querubín y al ver mi dibujo se le escapa la risa. Qué haces, estás loco, no te preocupes se ha largado, joder, es que mira qué cuaderno, tío, no me digas que no dan ganas de estropeárselo un poco, ya, la verdad es que parece un misal, cógete un boli, tronco, échale una firma, qué dices, vamos, no seas cagón, ya verás la cara que pone. El otro titubea, saliva, por fin toma un rotulador y se sienta a mi lado. Nos relamemos los dos, disfrutamos de lo lindo, mi colega se entusiasma y yo, como quien no quiere la cosa, me levanto, me meo de la risa, tío, voy al baño un momento, el otro casi no me escucha, está como embelesado. Avanzo por el pasillo con mala cara y al llegar a la altura del conquistador, con voz neutral, le digo: "Joder, no sabes la que te está montando en el cuaderno Eloy". Es como si hubiese pronunciado un sortilegio, algo terrible, se le cambia la expresión de la cara, echa a correr por el pasillo como si le persiguiese el peluquero de Robespierre. Tómatelo con calma, me digo, tardo un rato en regresar, aunque a diez metros ya oigo las voces, qué haces con mi cuaderno, hijo de puta, te voy a matar, qué pasa, no era más que una broma, tu puta madre, cabrón, yo te jodo vivo. Al entrar hay un revuelo de jerseys, gente apelotonada, el alboroto llega hasta el segundo piso, consigo meter la cabeza y allí están, rompiéndose cosas, arrancándose los ojos, mordiéndose las mejillas. El estrépito es tremendo, así que no tarda en llegar la tutora, se le caen las bragas, ¡Director, Director!, ¡que alguien pare esto! Quién cojones los iba a separar, eran como dos miuras metidos en un baúl y luego dicen que el hambre da cornadas. Los expulsaron medio mes, fue un combate histórico, después de aquello dejaron de comunicarse. Teníais que haberlos visto, cómo les sangraban las narices, qué hostias se arreaban, qué bultos de carne malva brillaban en sus cabezas.