lunes, 19 de enero de 2009

PSIQUE

Mi psiquiatra me sugiere que debo practicar el distanciamiento, imagino que mental, sobre aquellas cosas que me preocupan. No las ha enumerado, las cosas me refiero, pero yo creo que alude a mi sobrecarga laboral, las reuniones de la comunidad de vecinos y el contacto con amplios segmentos de lo que se conoce como raza humana. Mi psiquiatra es un hombre de palidez cerosa, aire concienzudo y gestos mesurados. Tiene un crucifijo en la mesa, lo que me produce cierta inquietud, pero no por mi agnosticismo, sino porque yo sigo creyendo – sobre todo, en los sepelios íntimos - en un Dios de Barba Blanca (con mechones color calabaza) que desata tempestades y fractura piedras bíblicas con los puños. De lo que se trata, en cualquier caso, es de que mi psiquiatra me dé algo para favorecer ese distanciamiento, y mientras le miro extender recetas – con una caligrafía quirúrgica y comprimida -, confío en que me prepare un cóctel adecuado, una mixtura que no se reduzca a la típica dosis de prozac y benzodiacepinas. Y parece que sí, que esta vez recurre a drogas de última generación (una expresión equívoca, que haría pensar en pócimas medievales) y cuando llego a casa, casi antes de desempaquetarlas y engullirlas, ya estoy notando los efectos, cáspitas, ese desapego del que me hablaba, un subidón (precisamente para distanciarme mejor) nebuloso y sutil, y sólo me queda agradecer a la ciencia y a las farmacéuticas que explotan a los nubios y los pigmeos su fantástica aptitud para fomentar mi bienestar y endulzar el sabor a ceniza que tienen las cosas. Las cosas que me preocupan. Sobre la mesa, con una sintaxis quirúrgica y comprimida, los prospectos infinitos describen minuciosamente sus efectos secundarios: caída del cabello, tendencia al ostracismo, disfunción eréctil.

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