jueves, 28 de enero de 2010

Escribir

Uno ha de saber que hay enemigos que leen sus textos con lupa, pero eso no debe desanimarle o hundirle en un pozo de paranoias, sino estimularle como una friega de piedra pomez o un baño helado en un mar de invierno. Hay gente que escruta cada letra que pones, con la misma minuciosidad con que los dentistas te hurgan en las estrofas de tus muelas y en el verso del paladar, y es posible que si te deslizas por terrenos resbaladizos tomen nota escrupulosa de lo que dices y que anoten con caligrafía primorosa cómo te atreves a sostener eso y a santo de qué. Esos personajes, no os quepa duda, son imprescindibles. Son los que te mantienen alerta y caprichoso, los que te hacen pensar que no vagas solo por el mundo (como una bestia desnuda y errante), acechando con ojos insomnes tus ocurrencias y exabruptos, examinando tu prosa tiznada de mensajes bárbaros y obscenos. Ellos serán tu verdadera vara de medir y gracias a ellos, a su maledicencia terca y voraz, podrás saber lo que realmente merece la pena escribir, lo que hiere y desagrada al mundo, lo que jode a los que mandan, o a los que les gustaría mandar, porque ellos son los guardianes de las formas y del pensamiento correcto. Así que cuando el monigote divulgue que tus escritos son feroces, sórdidos y anormales, has de saber que vas por el buen camino, y no se lo tendrás que agradecer a ningún club de fans, y mucho menos a tu santa madre, sino a ese adversario leal, el viejo maniático y fascistoide, la maruja enjoyada y chismosa, el compañero de trabajo que detesta tu humor y nunca usa la escobilla del water. Eso, y no el red bull, es lo que te da fuerza para seguir escribiendo: imaginar sus espumarajos de rabia, el desprecio olímpico de sus huestes, la certeza de que, en cuanto puedan, te clavarán un puñal mohoso en la cinta de los riñones.
Hay que seguir esparciendo lava, que la ceniza se la lleva el viento.

martes, 26 de enero de 2010

Cuidando del rebaño

Al igual que hay gente que cuando va por la calle tiene una ominosa tendencia a pisar cagadas de perro o encontrarse con vecinos insoportables, yo siempre he tendido a ser foco de atención de miembros de sectas, especialmente mormones o testigos de Jehová, que por algún motivo misterioso ven en mí las cualidades incuestionables de un adepto fiel y entregado. Los primeros son casi siempre chicos, ya sabéis, vestidos con ese aire metodista y pulcro que les confieren sus camisas blancas y sus corbatas negras, y las segundas, aunque pastoreadas a media distancia por algún profeta de aspecto fondón (como de vendedor de seguros hastiado), suelen ser chicas de falda larga y pelo recogido, que avanzan rumorosas y diligentes en grupos de tres o cuatro por las aceras de la ciudad. No me negaréis que los mormones, tan barbilampiños y educados, son realmente primorosos (a mí me recuerdan esos lechoncillos sonrosados que acaban de venir al mundo) y que las chicas, a pesar de sus faldas plisadas y sus blusas con pespuntes floreados, poseen cierto aire de morbidez monjil. Admito que cuando me cruzo con ellos paso de largo (las miserias del agnóstico, que se pierde la luz de la revelación y el lado espiritual de la vida), como cierta vez mi padre, al que le apretaban los zapatos mientras regresaba hambriento a casa, y fue a encontrárselos en el portal, y por lo que nos contó, casi envía a uno de esos iluminados al cielo del que le hablaban. Pero como iba diciendo, a mí esta gleba me fascina levemente y cuando los veo merodeando alrededor de viejos huraños o viudas alcanforadas, siempre los miro con curiosidad, un poco como los antropólogos escépticos o los paseantes ociosos, sin ánimo de inmiscuirme, pero preguntándome de dónde leches han salido realmente, de qué sacristía o granero baptista han emergido con la frente ungida y la Biblia en el sobaco. Y quien dice biblias dice revistas de colores chillones y portadas tremebundas, impresas no ya con papel reciclado, sino en ese material que debían utilizar las imprentas clandestinas en las antiguas novelas del oeste (la culpa la tuvo la pulpa, podría ser el título de la canción). Frente al aspecto sonámbulo y anémico de los hare krisna, éstos tienen un aire mucho más clerical, me atrevería a decir que purificador, como si en su remoto bautismo los hubiesen perfumado con piedras jabonosas del Río Jordán. Eso sí, si te los tropiezas uno de esos días en que estrenas zapatos o borceguíes, a lo mejor lo que te vienen a la memoria son las oscuras y saladas aguas del Mar Muerto.

jueves, 21 de enero de 2010

Adela

Dice el escritor Tomás Sánchez Santiago que los leoneses son parcos y huidizos en el saludo, especialmente si el asunto concierne a viejos conocidos de botica o escalera. Esta mañana, Adela entra en la oficina con una sonrisa radiante – creo que sólo ella sonríe así -, diciéndome que el barrendero de nuestra zona le ha respondido con un cálido y rotundo buenos días. La otra compañera nos ha mirado con perplejidad y no he tenido tiempo de explicarle que se trata de una de esas anécdotas banales – o quizá no - que se van fraguando al calor de una complicidad inesperada. El protagonista es un tipo que mide seis pies y pesa ciento veinte kilos y que acostumbra a pasar el cepillo por la acera en el momento justo en que cruzas por allí, o sitúa el carrito estratégicamente para entorpecer la marcha del peatón, que tenga que pegarse a la pared o se vea obligado a hacer malabarismos. En síntesis, una mala bestia. Como encima te lo tropiezas de madrugada, cuando de los callejones de El Crucero sale un aire fétido y tenebroso, te parece que se trata de una versión fosforescente del mismo Golem. El tipo tiene una rala barba roja, al estilo de Barrabás, y aunque aparentemente no te mira directamente, notas sus ojos clavados en la nuca cuando rebasas su silueta paquidérmica. A ese señor, como digo, venía saludándole desde tiempo inmemorial Adela, a pesar de que yo le insistía en que era una cortesía estéril, tanto como intentar persuadir de que se limitase a pelar naranjas a Jack El Destripador. Pero esta mañana Adela ha entrado fulgurante en mi despacho y con una sonrisa melodiosa – sólo ella tiene una sonrisa así -, me ha dicho que Jack se ha detenido con aire solemne y ha respondido a su saludo matinal. No me ha quedado otra que incorporarme y darle la mano, en señal de admiración y sorpresa. Naturalmente – no olviden que soy un cabrón resentido – yo seguiré pasando a su vera sin musitar palabra, no se vaya a creer que se las ve con un tirillas. Incluso es posible que arroje al suelo algún papel cuando pase de largo. A lo mejor, en mi próxima vida, yo también soy un barrendero adusto y atrabiliario. Si fuera así, espero cruzarme con alguien como Adela todas las mañanas.

domingo, 17 de enero de 2010

Camús y los bárbaros

Camús era un entusiasta del fútbol y muchos intelectuales españoles tardaron años en quitarse el complejo de confesar públicamente que a ellos también les gustaba. Yo admito que he gozado con partidos gloriosos, aunque no pueda afirmar que fuesen muchos, y ni siquiera nacionales. Siendo universitario V., que era socio de un club de segunda división, además de autor de cuadros expresionistas que le hicieron ganar varios premios, me invitó a ver uno en directo y como me pareció una experiencia interesante, le acompañé como un forofo más al campo del Sestao. Lo primero que vi me hizo recordar una sentencia de mi padre (“sólo son veinte tipos en calzón corto corriendo detrás de un balón”), pero lo que siguió después confirmó todas mis sospechas: allí estaban aquellos mocetones de piernas peludas dándose patadas a diestro y siniestro, el árbitro de luto y fondón, el público enfebrecido y los linieres esquivando escupitajos. Me quedo corto si digo que yo estaba como hipnotizado, sin creerme que todo lo que uno imagina que sucede en un partido (sobre todo los feroces insultos que dirigían al colegiado los hinchas, donde las palabras hijo de puta, maricona y mamón era lo más suave que podías escuchar) era completamente verídico, por lo que me pasé la hora y media dando codazos a V., al igual que un neófito que penetra por primera vez la jungla y acosa al explorador más ducho cada vez que ve algo excepcional. ¡Mira a ese viejo, por Dios!, le gritaba a mi amigo tirándole por el codo, ¡le quiere dar con el paraguas al linier! O bien: ¿Pero tú has visto al defensa? ¡Si el otro no se aparta le arranca la cabeza! Ya digo, así durante todo el encuentro, disfrutando como un tribuno de la barbarie, sin dar crédito a la suerte que había tenido al ser testigo de semejante espectáculo. No sé la de veces que se lo agradecí a V. a la salida del campo, evocándole como un niño mi experiencia virginal (sobre todo lo del viejo iracundo y el paraguas, la de veces que se lo dije), riéndome una y otra vez de los rostros encolerizados de aquellos aficionados que, bandera en ristre, regresaban a sus casas como honestos padres de familia. Mi amigo iba callado, pensé yo que era por el pírrrico cero a cero del marcador final, por lo que traté de consolarle de cualquier modo, incluso le invité a una cerveza que él rechazó. Tardamos en volver a vernos, estábamos en Facultades muy alejadas entre sí, pero aunque yo seguí acudiendo a sus exposiciones, y con el tiempo compartimos alguna copa juntos, jamás me volvió a regalar una entrada para un partido de fútbol.

martes, 12 de enero de 2010

Las cartas

Algunos amigos, con los que ya no me hablo, incluso a los que guardo cierto rencor, me mandaron cartas en el pasado. A veces, cuando abro algún cajón, las encuentro esparcidas bajo postales amarillas, entre hojas de almanaque, entre bolígrafos sin tinta o pelusas somnolientas. Cuando las toco, me conmueven durante unos segundos, es como si un resplandor de nostalgia te rozara los dedos, pero tiendo a dejarlas donde están, corrompiéndose, marchitándose, sin extraerlas de un sobre donde ya no se distingue el remite. En ocasiones, puede más la memoria y las leo velozmente, como esos ojos que enloquecen bajo los párpados en la fase REM, pero apenas leo unas frases sueltas (como zapatos que pruebas sin la intención de comprarlos), algún fragmento sin sentido, pasando de puntillas por las haches y las comas. Debería arrojarlas a la basura, reciclarlas con el resto del papel, llevarlas a la trituradora que hay en la oficina. Aunque nadie me crea, un día lo haré. Soy más valiente de lo que parece, a pesar de que a veces lloro cuando estoy solo, o cuando me quedo en la cama pensando en los trenes. Pero de momento no sé muy bien dónde están, esas cartas quiero decir, puede que mañana las tropiece de nuevo (bajo un poder notarial, entre pelusas somnolientas) o que no las vuelva a ver nunca. Prefiero pensar que no existen, o que las leerá otra persona, alguien que ignore los nombres que ya no se ven en el remite. Son, en realidad, muy pocas. Podría incluso quemarlas ahora, pero he oído decir al hombre del tiempo que no cesará de nevar.

lunes, 11 de enero de 2010

Alguien sin pasado

Me acuerdo de Teolindo. Lo llamaban Lindo, por abreviar, a lo mejor también porque era un gallego que apenas se alzaba metro y medio del suelo, y era menudo, y en su oficio, rodeado de albañiles corpulentos, parecía tener la complexión de uno de esos pajarillos nerviosos que pululan escurridizos por la ciudad. Sin embargo, era fibroso, tenía una fuerza considerable en aquellos brazos endurecidos y soleados, que siempre llevaba al aire, ajeno a las inclemencias, la camisa de cuadros arremangada por encima del codo, fuese en el solsticio de invierno o en el solsticio de verano. Me acuerdo mucho de Lindo porque siempre lo veía alrededor de mi padre, desde que yo era un crío, sentado a su lado en la furgoneta, regresando juntos del trabajo, mi padre con su uno setenta y cinco y sus ojos azules mirando al frente con parsimonia, Lindo pegado a su costado, las manos siempre en los bolsillos, el pelo levantisco con motas de yeso o de cal, y una pequeña sonrisa, que tenía algo de sátiro, prendida en la boca. Mi padre siempre tuvo perros de caza y Lindo los cuidaba como si fuesen sus hijos, pienso en una setter que se llamaba Ira, con la que abatí mi primera pieza, era una perra maravillosa, Lindo la sacaba a dar largos paseos, una vez se le cayó del transbordador del Puente Colgante y casi le da un patatús, al pobre Lindo, que estuvo a punto de arrojarse a la ría si no se lo impiden, menos mal que la perra empezó a bracear y llegó por sus propios medios a la otra orilla. Lindo vivía solo, debía tener un hermano en Suiza, o quizá fuese Alemania, no sé, su única familia era una madre a la que iba a ver un par de veces al año, una de esas mujeres que nunca habían salido de la aldea, un mal día falleció y Lindo dejó de ir a Galicia, mi padre decía que no había querido hablar del asunto, ni siquiera nos dio la fecha del entierro, enmudeció durante una temporada, aunque él no era de hablar demasiado, si acaso para reírse un poco de los pomposos, y de la vida y de sus quehaceres monótonos y absurdos. Un día me recogieron los dos en la Universidad, me abrasaba la fiebre y tenía que hacer un examen, según me acercaba hasta la furgoneta pude ver el rostro de fauno de Lindo pegado a la ventana, observando a las parejas que retozaban en el campus, a los jóvenes fumando canutos, los futuros arquitectos o fiscales durmiendo en la hierba, los privilegiados de una sociedad inalcanzable que él miraba con una mezcla de ironía y fascinación. Lindo se suicidó una mañana húmeda camino de la Arboleda, donde solía ir a pasear mucho con la Ira, no le hizo falta subirse muy alto, llevaba una soga que anudó con fuerza en una rama que estaba allí esperándolo. A mi padre se le oscurece el rostro cuando hablamos de él, a pesar de que han transcurrido muchos años, por qué haría tal cosa, murmura ensimismado, y se queda mirando el vacío con sus ojos azules, como si buscase una respuesta, a medio camino entre la postración y una sorpresa crispada y dolorida. Yo me acuerdo a menudo de él, de Teolindo, jamás había hecho mal a nadie, inofensivo y leal, guardaba el dinero entre los calcetines cuando iba a Galicia, no acudió a mi boda y fue el más generoso de los invitados, era tan pequeño cuando andaba solo por la calle, me duele pensar que no puedo preguntar ya por él, maldita sea, dan ganas de tirar piedras al cielo. Ni siquiera sé bien dónde nació; tampoco sé si un día me atreveré a preguntárselo a mi padre, que lo quería, después de tanto tiempo. Imagino, y al hacerlo me sube una araña por el pecho, que no le dieron un entierro digno.

jueves, 7 de enero de 2010

Feriante

Uno ha recibido algunos premios literarios a lo largo de su vida y las circunstancias en que se desarrollaron y las personas que los protagonizaron darían, posiblemente, para más de una historia novelesca: desde las adscritas al género de misterio o terror, pasando por las festivas e inolvidables – las menos -, hasta las que, como se suele decir, superan por partida doble a la manida y aburrida ficción.
Uno se ha visto rodeado de jurados inverosímiles, no sé si guiñolescos o grotescos, muy diferentes entre sí, pero con un curioso denominador común: la falta de escrúpulos de los organizadores y una tendencia al histrionismo que solía enmascarar un desprecio olímpico por la causa del evento, es decir, el relato o el poema del apurado autor. Más preocupados por ajustarle el dobladillo a la concejala de turno, porque la reina de las fiestas estuviera correctamente sentada en su trono, o porque los medios de prensa no se olvidaran de fotografiar el trofeo que se entregaba al premiado (normalmente un objeto de un feísmo y un peso turbador), adviertes que la auténtica estrella del acto no eres tú, pobre imbécil, sino, amén de las autoridades políticas, una especie de juglar posmoderno cuyo cargo de asesor, coordinador o asistente cultural, lo convierte por arte de birlibirloque en un grimoso maestro de ceremonias.
Otras veces son los lugares, amueblados con esa estética desangelada de los teleclubs franquistas, donde, rodeado de los más viejos del lugar (impacientes por lanzarse sobre los canapés), el poeta hace cábalas sobre si merecerá la pena coger una peonza con el vino de etiqueta sospechosa que han dejado unos camareros de brazos peludos sobre los manteles de papel.
No me extenderé sobre los jurados, que con frecuencia exhalan esa petulancia relamida que uno atribuía antiguamente al mundo de los juegos florales, como las maestras con moño, los bibliotecarios de nariz aristotélica, los escritores frustrados, los gacetilleros de provincias e incluso, a pesar del contenido libidinoso del relato, algún personaje afín al clero.
A veces, es cierto, hubo noches memorables e incluso personas a las que diste la mano con cariño y gratitud.
Y de todas ellas he de recordar una en la que me tropecé con el autor más galardonado del mundo, ser literario donde los haya, que por la forma en que se desenvolvía y engullía gambas, distribuía consignas a los noveles y soltaba sentencias a troche y moche, me hizo pensar en un personaje de D. Valle Inclán, y al que deseo brindar, desde este humilde blog (mientras lo imagino devorando galardones y lonchas de jabugo), mi más sincero reconocimiento, como tutor literario y esplendor de las letras patrias: no hay como conocer a un tipo así para darse cuenta de la feria de vanidades y majaderías a la que tan fácil es asociar la literatura en este jodido país.

lunes, 4 de enero de 2010

Tiempos modernos


Hubo una época en la que, por edad, motivos pecuniarios o simple bochorno, buscaba desesperadamente la forma en que alguien compartiese mi devoción por el cine. Convencimos a mi padre para que nos llevase a ver La Guerra de las Galaxias al Astoria, que entonces era la sala más suntuosa y enorme de Bilbao, y al salir, obnubilado por tanto rayo láser, el pobre hombre, que apenas toleraba alguna crónica en blanco y negro de Pepe Isbert, tomó una salida errónea y casi nos traslada huyendo del inicuo Darth Vader a la periferia de San Sebastián. Engañé a mi hermana para que viniese a ver Tiburón (mi madre siempre fue muy equitativa en los obsequios), diciéndole que era una comedia de sol y playa, y hoy es el día que ninguno de los dos nos atrevemos a nadar donde no hagamos pie y ella, con un rencor memorioso, me sigue recordando que mi mentira será siempre una infamia acuática imperdonable. En mi época de flower power, persuadí a un colega de la necesidad de asistir al estreno de Gandhi y cuando, en la escena en que docenas de no violentos soportan estoicamente que los muelan a palos con unas varas macizas, nos entró la risa floja, lo que provocó la indignación de todos los espectadores y que casi nos expulsaran del cine. En cierta ocasión, tuve la ocurrencia de ir a ver con mi novia Los muertos, de Huston, y como quiera que se durmiese o no parase en el asiento – no lo recuerdo muy bien -, salimos de allí enfadados, ella por lo que consideraba un pestiño y yo por su falta de criterio y sensibilidad.
Desde entonces opté muchas veces por acudir al cine completamente solo e incluso he llegado a ver películas sin más espectadores que el que esto escribe. Una vez me ofrecieron la posibilidad de ver otra película, junto a una entrada gratis para otra sesión, por no proyectar la que había ido a ver para mi solito, y aproveché la oportunidad para saborear El marido de la peluquera.
Ahora voy cada vez menos al cine y de un tiempo a esta parte, sobre todo cuando se trata de películas de miedo o de animaciones tipo píxar, espero a que Sara se venga de Madrid y, con el pretexto de las palomitas y las entradas gratis, consigo que venga conmigo. Si se muestra reacia, le recuerdo la de veces que yo la acompañé en su niñez, bla, bla y la chantajeo con cierto grado de vileza. Lo que ella no sabe es que cuando la llevaba al cine de pequeña, no lo hacía con desidia, sino que disfrutaba del evento doblemente: de la película, que en soledad – de no querer pasar por chiflado o pederasta – no hubiera podido ir a ver; pero especialmente de su mirada, el modo prodigioso, absorbente y lleno de candor con que observaba aquellas imágenes mágicas e irrepetibles.