COMO CAMPANAS
No siempre fue así, no
siempre el progreso purificó nuestras vidas, no siempre dispusimos, para
decirlo con claridad, de embarazos a la carta. Hubo una época donde venir al
mundo era cuestión de paciencia y, sobre todo, de sacrificios. Un periodo de
piernas hinchadas, picos de albúmina y trastornos prolongados. Una secuencia de
sofocos y anomalías que parecían interminables. Por eso, cuando los científicos
lo resolvieron, cuando garantizaron la viabilidad de los embriones, enloquecimos:
comenzamos a pedir embarazos de seis, de tres, de dos meses. Era inimaginable,
pero esos hombres, con sus batas blancas, certificaban los milagros. Todo
parecía controlado, incluyendo los órganos, la sincronía de los latidos, la
presencia de funciones sutiles: el reflejo de succión, el primer llanto, la
plenitud de las glándulas minúsculas. Un diseño eficaz para que, arrebujado en
su cunita, el bebé creciese sin tensiones.
Es cierto que empezamos a
recurrir a pretextos y viajes, a onomásticas o armisticios: unas querían el
bebé en Adviento; otras, el día de las Fuerzas Armadas; hubo quien apostó por la
siniestra víspera de Halloween. Las que vacilaban sobre la fecha consultaban a
quiromantes y, en el peor de los casos, a echadores de cartas. Como patrón
universal, las familias se inclinaban por un parto elegante.
Llegó un momento, por así
decirlo, en que parimos en cualquier circunstancia: para celebrar un
aniversario o, simplemente, superar un divorcio. Una mujer estaba escalando el
Annapurna y, tras coronar la cima, daba a luz en el campamento base. Alguien
dejaba de ir a misa un domingo y, poco después, sentada en el reclinatorio, exhibía
una barriga imponente. Las Olimpiadas admitieron una nueva modalidad que consistía
en expulsar el feto sin emitir gemidos: distribuidas en camillas clónicas, las
madres sonreían, mientras el público (maridos y jueces) aplaudía cautivado. Cualquier
reto era superado y cualquier registro, por inaudito que fuese, se volvía
posible. No existían límites, ni pausas y se insinuaron los embarazos por
horas: el corpus científico, masculino y obstinado, había conseguido doblegar las
magnitudes del tiempo.
Por eso, tal vez por eso,
mi caso inspire tanta expectación; y haya conseguido que biólogos y sacerdotes,
por primera vez, coincidan en algo: me refiero al hecho de que, después de sesenta
meses, con sus días y sus noches, yo continúe flotando en el vientre de mi
madre; y que hayan sido ellos, los hombres -apelando a la Ciencia y la
Doctrina-, quienes hayan puesto el grito en el cielo.
Se han organizado, pues,
jornadas y protestas, se han publicado artículos demoledores, y te han
convertido, querida madre, en la antagonista de la modernidad. Aunque ahora que
lo pienso (mientras giro en este plasma dulce y prodigioso, ajena a los
disturbios del mundo), puede que la sorpresa – y la condena, y el escándalo- se
susciten cuando descubran este milagro:
cuando sepan que en mi interior, débiles pero insolentes, resuenan como
campanas los latidos de mi propio hijo.
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