domingo, 11 de abril de 2010

El dandy sonámbulo

La duda sobre si realmente acababa de ver Barton Fink de los Coen o El exorcista me asaltó en el momento en que la cama empezó a moverse conmigo dentro. Rara vez me acuesto tarde entre semana, pero aquella noche la película se había prolongado, con su dosis habitual de anuncios, hasta las dos de la mañana. Cuando, en la segunda réplica, empezaron a entrechocar las puertas del armario y a oscilar la lámpara del techo, descarté mis dudas cinéfilas y atiné a pensar que estaba padeciendo un jodido terremoto. Entre medias, oí un ruido pavoroso que no olvidaré mientras viva: durante unos segundos pareció que toda la ciudad entraba en un túnel de viento colosal, o que por la calle avanzara un camión de cien ejes en dirección a mi casa. Hacía un mes que me había mudado, así que también pensé que el cabrón del constructor había rellenado los cimientos con peladuras de plátano. Me puse a dar tumbos por el piso y se me ocurrió llamar a los bomberos. Debí ser el primero en pensarlo, porque las líneas no estaban colapsadas. Un tipo con voz fúnebre y lacónica me confirmó, titubeando, que todo apuntaba a un fenómeno sísmico. No me ofreció ni una palabra de calma, ni mucho menos de qué es lo que pensaban hacer los operativos municipales. Estuve por preguntarle si sabía en qué escala Fahrenheit – y no Richter – nos movíamos, pero intuí que a lo mejor no estaba para guasas, o peor aún, que a lo mejor me daba una estimación y todo. En la calle había algún bullicio y al asomarme sorprendí a un vecino y a su mujer en paños menores, con un bebé sollozante en brazos, con una expresión de terror en la cara. No se preocupen, sólo es un terremoto, les grité negligentemente y regresé al interior a prepararme una copa. Ese vecino no me habla desde entonces, aunque nunca tuve la oportunidad de explicarle que no me había fijado en el color de sus calzoncillos.
A la mañana siguiente todo el mundo hablaba de lo mismo y cada cual contaba cómo se había sentido con el dichoso terremoto. Estaba comprando pan cuando entró en la tienda un joven ojeroso y desgreñado, que debía ser conocido del panadero. No hay romería que no pese al siguiente día, le espetó al percibir la resaca que llevaba encima. El joven se rascó el cogote y con voz pastosa respondió: Joder, ayer me pasé de verdad, tío, pero me debieron dar garrafón del malo, porque cuando regresaba me parecía que la calle se movía, tío, menuda curda asquerosa. Yo observé al gañán con ojos admirados y a diferencia del resto de clientes, que se echaron a reír o lo miraron con reprobación, pensé que aquel tipo era un héroe, el último vicioso insobornable que quedaba sobre la tierra.
Esa sí que sería una forma elegante de morir: creer que lo que resuena en tu cabeza no son las trompetas del Juicio Final, sino el chunda-chunda de el último after que te has visitado de madrugada.

3 comentarios:

  1. Y yo mientras tanto, sumida en el octavo sueño sin enterarme de nada, con los libros del barco de vapor cayendo como pedruscos en la cabeza y tu, en vez de quitármelos de encima, haciendo de voyeur y preparándote un wisky. Manda huevos, que se dice.

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  3. Hija mía, no nos denigres: eran biblias lo que te caía encima, que en casa siempre hemos preservado el decoro y la rectitud.

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