jueves, 1 de abril de 2010

Estampas

Me acuerdo de los azulejos blancos, de Carmen, nuestra vecina, con su corazón frágil y su voz delgada, de las jóvenes que venían con sus hijos a que mi madre les pusiera inyecciones en la cocina de casa, ella que siempre se quedaba desconsolada porque entraban llorando, de la tienda de ultramarinos de Regina, de los gemelos del bar de abajo, con los que mantuve durante años una pelea perpetua, de la cantera a la que me tenían prohibido ir, donde había un sendero que te llevaba a la roca del diablo – el mismo lugar que se había cobrado la vida de no sé cuántos niños temerarios y desobedientes -, del vagabundo con barba que a veces se paseaba por el barrio suscitando nuestro miedo y que tenía los ojos más tristes del mundo, de mis bolsillos llenos de cromos y canicas, de Arsenio, que lustró mis zapatos con su mejor betún el día de mi primera comunión, de su vejez arrasada por el Alzheimer y los gritos de su esposa, de la noche que suplicamos que nos dejaron acostarnos más tarde para poder ver King Kong, del flequillo ridículo y los espantosos calcetines a rombos, de las manchas de tinta que malograban horas de trabajo obsesivo en mis láminas de dibujo, de los merengues que mi madre nos compraba después de los análisis de sangre, del gato de porcelana de la señora Mercedes, panzudo y aterrador, del circo, de los mapas, de las noches de fiebre en que yo veía gigantes en la oscuridad, de los parásitos, de las sesiones de cine al aire libre, de los orinales debajo de la cama, de las pobres mascotas sentenciadas: pollos pintados de colores, tortugas, hamsters, jilgueros, peces que venían en bolsas de plástico… del placer enloquecedor e irrepetible de la primera masturbación, del aire frío en los pulmones cuando corríamos en el patio del colegio, de los botes de leche condensada, del horror a los dentistas, de la herejía de los supositorios, de los cómics, del sol deslumbrante del verano, de los aparatos con bolas de mascar, de los coches desguazados que utilizábamos de escondite, de las horas interminables en el mar, de las quemaduras, las contusiones, las cicatrices, de las pesadillas, de la semana que mi padre estuvo en el hospital, del día que regresó, y de los olores, todos esos olores desvanecidos, que seguramente han sido abducidos por un misterioso agujero negro: la resina de los pinos, las fresas, las sábanas recién planchadas, la leche hervida, las gomas de nata, el aroma de la tierra húmeda, el establo donde ordeñaba mi abuelo, los roperos llenos de membrillos, la hierba segada, las monedas de níquel, los pucheros de café, la piel desnuda, sin máscaras ni perfumes…
El castillo inexpugnable de mi infancia.

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