lunes, 16 de febrero de 2009

La muerte tenía un precio

Me encontré con Martín seis años después de que me diese un puñetazo en clase. Fue él quien me identificó y me requirió junto al complejo donde yo iba diariamente a nadar y levantar pesas. Estaba irreconocible, parecía un sapo medroso, tenía chepa y, a pesar de su juventud, una prominente barriga. Me saludó con nostalgia y a mi mente vino su imagen de matón, su pelo ensortijado y duro y, cómo no, la bofetada que me propinó siendo yo un delegado gordito. ¡Tío, cuánto tiempo!, exclamó como si hubiésemos combatido juntos en Verdún. Lo miré un rato, pensando que, justo en aquel instante, lejos del pasado, podía cobrarme hormonalmente una venganza demorada. Le dediqué una sonrisa despectiva (no sé si la notó) y me fui calle abajo silbando y con algo parecido a una sensación triunfal. ¡Podía haberle partido la boca!, cavilé exultante. Al llegar a casa, sin embargo, evoqué la vieja humillación y pensé, casi con dolor, que era aquel día cuando, a pesar de la derrota y la sangre segura, me tenía que haber enfrentado a él.

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