viernes, 6 de febrero de 2009

Digan lo que digan

La vida, digan lo que digan, es puta, muy puta. Manuel era un hombre generoso y un carpintero formidable. Mientras trabajó para mí, no hubo día que no me contara alguna anécdota jugosa, o se sonriera evocando su estancia en la Ibiza de los sesenta, o sus viajes como emigrado por Suiza y Montreal. En el taller, a pesar de que literalmente les ladraba, era admirado por todos sus alumnos. Tenía unas manos grandes y firmes, que habían acariciado las maderas más fragantes y a las mujeres más exóticas. Me parecía excepcional, Manuel, incluso cuando se burlaba de mi bisoñez, como aquel día en mi casa, años más tarde, cuando ya estaba en su silla de ruedas y se partía la mandíbula viéndome en un video haciendo el ridículo. La enfermedad lo hizo trizas y se cebó en su cuerpo de un modo metódico, insidioso, aniquilador. La primera vez que lo fuimos a ver al hospital rompió a llorar amargamente (la boca llena de flemas, gimiendo como un niño), avergonzado de que lo viéramos así. Luego empezó a recibirnos con una sonrisa, reía constantemente, sobre todo cuando lo sacaban a la calle sus hermanas, cada día más delgado, más consumido, más devastado. Un buen día, él que era un narrador ejemplar, perdió la voz. Su risa se deformó, se hizo más desgarrada, más menuda. Digan lo que digan, la vida es una mierda. Y en cuanto a mí, joder, nunca le dije que lo quería.

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