jueves, 25 de junio de 2009

Miedo

Íbamos por la calle, la niña era muy pequeña y disfrutábamos del último día de vacaciones. Estábamos a finales de invierno, pero, como a veces suele ocurrir allí, hacía una noche templada. La gente abarrotaba las aceras y paseaba entre un flujo apacible de conversaciones y saludos corteses. De repente, un grupo de encapuchados salió de la oscuridad y, en un abrir y cerrar de ojos, arrojaron sus cócteles molotov contra la luna de una entidad bancaria. Las llamas se elevaron hasta alcanzar el primer piso de una casa, lo que provocó que sus propietarios saliesen de allí aterrados. Apenas se sentía respirar, nos quedamos inmóviles, atornillados a un miedo frío y paralizante. Por su constitución, los alborotadores eran críos, adolescentes ágiles y escuálidos que se desvanecieron con la siniestra nocturnidad de una banda de murciélagos. Algunos niños rompieron a llorar, la gente se desplazaba nerviosa. Lo de siempre, dijeron varios sin darle importancia. A mi espalda una voz tímida, tal vez la única entre la multitud, masculló: cobardes.

4 comentarios:

  1. Y lo son, ellos, y nosotros.

    Un saludo.

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  2. Cuando no sea una voz, sino muchas, y cuando no sea tímidamente, sino con fuerza y decisión, esos malnacidos descerebrados no podrán seguir haciendo q la gente sienta miedo.

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  3. Me temo que la cobardía es un valor universal. Claro que somos cobardes ante la barbarie nacionalista, pero no lo somos menos ante la sinrazón eclesiástica, el esperpento político o el disparate financiero. Mis respetos, don Miguel.

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