El azar de los piojos nos remite a un mundo mefítico, medieval, de espacios lóbregos y escuelas de posguerra. Sin embargo permanecen ajenos a los ciclos históricos y siempre han estado ahí, incluso después de la muerte de Franco. El Director nos dijo a Edu y a mí que, por ser de un curso superior, acompañáramos a su casa a un mocoso de primero. “Díganle a su madre que está infectado de parásitos”, nos indicó con su habitual tono lacónico. Vivía en Portugalete, así que tuvimos que ir andando con él una interminable media hora. No me acuerdo de su nombre, pero sí de que su cabeza nos parecía inmensa, como una luna que fuese flotando sobre el suelo. Lo llevábamos tres o cuatro metros por delante de nosotros, con el aviso de que, si se le ocurría detenerse o girar su cabezón, lo correríamos a pedradas. Lo humillamos a conciencia, pero a medida que nos acercábamos a su casa, nos dio por pensar que su madre, en gratitud por nuestra peligrosa expedición, nos daría una pingüe propina. Nos abrió una señora en bata, con bigote, aureolada por un tufo a repollo. Le explicamos el incidente y exhibimos la mejor de nuestras sonrisas. El chaval cruzó el umbral silencioso, como si volviese de una trinchera lejana. La muy cabrona, después de murmurar algo siniestro, nos dio con la puerta en las narices.
miércoles, 11 de febrero de 2009
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