domingo, 6 de diciembre de 2009

Te despertabas por la mañana un domingo

Te despertabas por la mañana un domingo, milagrosamente solo, con la casa a tu merced y después de localizar debajo de la cama alguna revista porno (si es que tu madre, en su afán higiénico-moralista, no las había requisado) y limpiar el organismo de impurezas, te dirigías a la cocina con una sonrisa bobalicona, rascándote la espalda con la fuerza de un escorpión, bostezando como si lo que sucedía al otro lado de una ventana cubierta de niebla – el odio, la mediocridad, el histerismo, la rutina – te importara un bledo y tú fueses el único ser del planeta con el derecho a cultivar la pereza en su estado más puro. Llegabas, después de orinar, eructar y darte una ducha vaporosa y prolongada, a una cocina de azulejos pintados y allí, sin preocuparte por el orden doméstico, buscabas un cojín para tu silla y te empleabas a fondo en elaborar un desayuno suntuoso y abundante. Tostadas, mantequilla, mermelada de arándanos, zumo de naranja, un trozo de queso intacto en medio de la nevera. Eran las once cuando te estirabas como un león después de haberse devorado una cebra y rodeado de migas chamuscadas y mondas exprimidas, decidías que a lo mejor era un buen momento para llamarla, aunque seguramente ella aún estuviese en la piltra y maldijese tu costumbre de madrugar cuando te despertabas solo en casa. A veces lo hacías y otras no. A veces te quedabas escuchando una canción que en ese momento sonaba en la radio (por ejemplo el Wish You Were Here, de Pink Floyd), y entonces pensabas que a pesar de todo en el mundo existía cierto equilibrio, que la belleza dormía también en una mañana de domingo invernal, mientras tú, a tus diecisiete años, sólo soñabas con chicas que dormían mucho y jugosas rebanadas de pan con mantequilla.

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