jueves, 13 de mayo de 2010

En la puerta

Los trajes de los hombres que venden enciclopedias a domicilio siempre han tenido una elegancia entre chocante y mortuoria, aunque sólo sea por el contraste con las pantuflas o el pijama de los clientes que les abren la puerta de sus casas. También, a pesar de su juventud, aparentan más edad, y por eso aquel primo de mi madre que llamó a nuestra casa una tarde de noviembre con una barba densa y negra parecía un apóstol envejecido, o uno de esos reverendos polvorientos que venden jarabes milagrosos en las películas del oeste. Aquel joven, del que no recuerdo su nombre, era desmesuradamente alto y calzaba, asomando de un pantalón que le quedaba corto, unos enormes zapatones negros. Llovía con saña, y sobre el peso de los libros y la maleta de cuero que colgaba de su hombro se sumaba el de la humedad de las calles, afianzada en la irritación de sus ojos y la palidez de su cara. Tenía un aire anémico y miserable. Mi madre tardó en reconocerlo. Luego lo hizo pasar al living, que era como entonces se llamaba al salón de estar, y tras explicarnos su pasado reciente (había venido a Bilbao buscando trabajo con escasa fortuna), mi madre le ofreció una taza de chocolate y le preguntó por una familia que él simulaba haber olvidado. Sólo cuando se interesó por lo que hacía, pareció recobrar un ímpetu sombrío y empezó a sacar libros de su maleta, como un prestidigitador, pues resultaba imposible que allí hubiese sitio para tanto volumen. Mi madre lo miraba con asombro, mientras él nos mostraba los catálogos, colecciones suntuosas, llenas de láminas pesadas y chillonas, cuyas hojas pasaba con una torpeza de hombre tosco y rural. Al anochecer llegó mi padre del trabajo y se encontró en su sofá a un tipo vestido de luto, un clérigo con chepa, sollozando y sorbiéndose los mocos con un gran pañuelo azul. “Necesito hacer una venta”, le suplicaba a mi madre, “lo podéis pagar en cómodos plazos”, pero ella no sabía qué decirle, miraba azorada a mi padre, de la calle subía una música ciega, de gárgolas y canalones, un réquiem de cuerdas absorbentes y ritmo lluvioso. Finalmente le compraron una enciclopedia de caza, cinco tomos, creo que mi madre le dio dinero a escondidas, cuando salía del piso. No volvimos a saber nada más de él, debió de tener un destino aciago, de la colección sólo llegaron tres ejemplares, eso sí, encuadernados en piel, aún continúan en la estantería del salón. Treinta años después mi padre sigue refunfuñando, pero cuando voy a verles suelo coger el primer tomo, el que habla de las perdices, y si el viejo está de buen humor, le recuerdo sus hazañas con la escopeta. A veces pienso, cuando llega noviembre, que cualquier día llamará alguien a mi puerta para ofrecerme los dos libros que faltan.

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