jueves, 18 de noviembre de 2010

Doctor Cabanas

Mi madre se llevó un disgusto tremendo cuando dejé los estudios de medicina. Lo cierto es que, pasados los años, a mucha gente le ha dado por decir que yo hubiese hecho buen papel como galeno, creo que por la misma causa que los testigos de Jehová me paran por la calle intentando evangelizarme. Cuánto soplapollas, Dios mío. Supongo que fue un fracaso en toda regla, pero la mía era una vocación más lúgubre que profesional. Evoco ese episodio de mi juventud y me veo a mí mismo haciendo gala de un humor macabro - de qué género iba a ser, sino -, gesticulando teatralmente para impresionar a las chicas. Ah, los muertos... me impresionó más verlos cubiertos por una sábana que luego sobre las mesas como odres de cartón. Durante mucho tiempo me acosó aquel hedor dulce y penetrante del formol, impregnando las lámparas y los visillos de mi casa. Nunca compartí el entusiasmo de mis colegas por localizar tibias en los osarios y el balde donde flotaban las vísceras - en una especie de ponche amniótico - sólo me inspiraba un tibio horror. Cómo creer en el alma después de haber sido testigo impertinente de tanta ausencia. En las frías mañanas de diciembre, tenía que coger una barca para cruzar la ría y desde allí un autobús que me llevaba a la facultad. Siempre que pienso en esa época me viene a la memoria una sucesión de días plomizos y un campo embarrado donde jugábamos al rugby. Pero sobre todo recuerdo al legionario que había donado su cadáver a la ciencia, después de que un rival tabernario le abriera el cráneo con un hacha. Mejor dicho, lo debió hacer antes, tal vez mientras fumaba hachis en las dunas, sospechando que, por encima de todo, él siempre sería un novio de la muerte. El pequeño legionario de cuerpo fibroso, tendido en una mesa de acero rodeado de batas blancas, a quien el destino había despojado de la serigrafía heroica de sus tatuajes. Tal vez era el único que conservaba un vestigio de alma, una sombra pálida y sinuosa, elevándose como polvo duro hacia el cielo. Aquellos años donde yo perdí la pureza, entre alumnas lindas y aplicadas, caminando por aulas vacías que parecían un laberinto. En la morgue reposaba el soldadito español y entre las nubes, a veces, yo veía pájaros negros.

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