domingo, 6 de febrero de 2011

Febrero

A Ignacio Abad
Empieza a salir tímidamente el sol y me acuerdo de esas personas que han nacido un veintinueve de febrero, y pienso que este año se acercarán a esa fecha con una mezcla de placer y vacío en el corazón, como esos exploradores que cruzan el meridiano sin saberlo y miran al cielo intrigados, expulsados del tiempo sin saber bien dónde se encuentran, como esos pueblos que huyen de una epidemia desoladora, o como el exiliado que toma café en una plaza que no conoce, demorándose en su sabor amargo con una pereza esquiva, observando a un perro vagabundo que sortea una calle llena de coches, los pájaros no saben que la rama donde se balancean dio sombra a ese ser anónimo, el mismo que ahora abre la puerta de una casa que no le pertenece, alguien que pudo haber nacido un veintinueve de febrero, que guarda en el bolsillo un papel donde escribió su nombre, a lo mejor para que no se le olvide, como otros tallan en la corteza de un árbol un corazón o un epitafio, y ese viajero que odia los domingos y las tardes sin luz me mira desde la ventana sucia del balcón, tiene los ojos grises y cansados, podría decirle que nos pareceremos cuando él ya no esté aquí, pero sólo tengo tiempo de escribir mi propio nombre en otro papel, éste que otros leerán en la soledad de sus habitaciones, la soledad pura de febrero, que al final de sus días se asoma a una avenida a la que a veces el viento despoja de hojas y pájaros.

domingo, 30 de enero de 2011

Memphis

Sí, supongo que es una ironía insoportable que escriba sobre ti, después de tanto tiempo, el mismo que llevo redactando necrológicas, ya sabes, mi vocación clandestina, el punto más bajo de mi dedicación profesional, de mi frustrada carrera como periodista. Intuyo la expectación de la ciudad, la curiosidad de los lectores, el sollozo hipócrita y dulzón que verterán mis colegas. Incluso me parece sentir su aliento en la nuca, despiadado y malicioso, murmurando que no me haga de rogar. Aunque ellos saben que no les decepcionaré, que no puedo hacerlo, porque fui, como se suele decir, un testigo privilegiado: y éste es mi oficio, la tarea por la que me pagan, supongo que a regañadientes, mis noches de insomnio.

Así que les confirmaré la verdad, lo que ya conocen, que eras un ser admirable, una criatura única, una mujer de belleza turbia y cegadora. Que naciste en el seno de una familia pudiente, una de esas estirpes ingobernables, que habitan a su antojo los palacios del mundo. Que creciste viendo Renoirs y caballos de carreras, y rostros blindados en el espejo de tu salón. Que aprendiste a deslizarte entre fortunas sin que nadie corrompiese tu espíritu, como una sirena salvaje, como un velero blanco en medio de la tempestad: fue así como te conocí, entre perlas y fajines, rodeada de luces y nobles medallas. Un gacetillero como yo, escarnio de miradas, aturdido por una opulencia que no compartía. Recuerdo que me miraste en medio del salón, no parecías real, viniste hacia mí con un libro en la mano. “Supongo que es usted el único que lo ha leído”, susurraste, y lo extendiste con una sonrisa furtiva, una edición de lujo, La Balada del Viejo Marinero, de Samuel Coleridge.

Pero eso fue antes del delirio, de casarnos en secreto, a despecho de tus padres y la prensa del país. Luego vinieron los viajes, mi afición al alcohol, tu larga – que yo imaginé triste – cadena de conquistas: marxistas de salón, artistas otoñales, adictos al sexo y los cuentos de Nïn. Nos peleamos, las viejas peleas, y luego pactamos, tuvimos hijos, aceptamos resignados los obsequios de tu padre. Maduraste, te hiciste más bella, y yo asistí, sublevado, a tu dulce consagración: la primera senadora, la musa de Yale, la esposa, con todo, de un escritor fracasado. Hasta que un día – un día sin luna, con niebla en las calles – dijiste adiós y cerraste, despacio, la puerta de nuestra casa.

Ahora no hay nada, no queda nada, sólo una lápida que cubre tu cuerpo. Todas las mañanas riegan el césped y dejan flores – rosas frescas y hermosas - a los pies de tu tumba. No seré yo quien las profane, quien evoque la nostalgia que devora mi cuerpo. Paseo entre las verjas, soporto sus miradas, empuño un paraguas los días de sol. Alguien insinúa, con una mueca, que sólo acudo a robar tu memoria. Qué más da, me digo, qué escupirán, qué mierda les importará mi lento desahucio. Qué sabrán ellos, todos ellos, lo que sufre en silencio mi alma vencida. Porque si estas líneas hablan de nosotros, de nuestra rivalidad y desengaños, ninguna revela, porque no puede, lo que yo conocí: la primera noche, el asombro en mis manos, el temblor azul de tu piel desnuda. Y aquel beso que me diste, sin música ni estrellas, en el andén desolado de una estación de Memphis.

jueves, 20 de enero de 2011

Máquinas

Desde hace tiempo me persiguen las máquinas. Esto me recuerda una peli de serie B que vi hace muchos años, donde una excavadora monstruosa acosaba con saña hidráulica a un puñado de protagonistas vestidos con buzos de algodón. En mi caso, se trata de vehículos más livianos, como coches y bicicletas, pero suplementan su ligereza con una precisión diabólica. Hace un mes, sin ir más lejos (término muy apropiado para la naturaleza de lo que narro), me atropelló un Seat Toledo en una rotonda. La cosa no pasó de una contusión en el cóndilo interno de la rodilla (¡cóndilo!, qué nombre tan sugestivo: ¿no hace pensar, acaso, en un hueso lujurioso y lubricante?), aunque verme allí, tumbado patas arriba como una tortuga muerta, hirió seriamente mi dignidad. Naturalmente, me cisqué en todos los parientes del chófer, que pálido y desencajado me condujo cívicamente a un hospital. Lo peor, sin embargo, ha venido de la mano de los numerosos médicos, abogados y forenses que han aparecido en mi vida desde entonces, un enjambre de insectos babosos y carnívoros. Prefiero omitir los detalles, para no empañar la delicada arborescencia de este blog. Lo curioso, no obstante (en una especie de parábola inversa), es que desde que tengo trato con ellos me han entrado ganas de atropellarlos al anochecer. Cuando salen de sus consultas y bufetes, orgullosos de su prestigio, orondos e impasibles. Reprimiré esos impulsos poco edificantes. Sobre las bicicletas asesinas, las que acechan sibilinamente en los chaflanes del bulevar, hablaré otro día.

lunes, 3 de enero de 2011

El viento

La casa donde nací sigue teniendo el pasillo angosto y el mismo baño raquítico donde me duchaba con agua helada, el cuarto que daba a un patio interior con tendederos que desafiaban la ley de la gravedad, como arañas colgando de un hilo que siempre estaba a punto de romperse. Si algo recuerdo de mi juventud es el jaleo del viento en aquel patio, su bronca de muelles y veletas, haciendo temblar los huesos de los muebles y las tablas de las persianas. A pesar de la insolencia del aire yo dormía como un bendito. Por la mañana el tren me llevaba entre casas oscuras a los pabellones de la Universidad, pero entre aquellas sábanas que mi madre planchaba para que siguiese soñando con caracolas, yo imaginaba que iba a bordo de un barco, o subiendo por una ladera pintada de nieve, mientras mi padre roncaba su fatiga de obrero y la ropa tendida al oscurecer se retorcía sobre las cuerdas con una furia de latigazos. Cómo soplaba aquel viento sin bridas de los dioses. Las novias nunca me duraban demasiado y ahora pienso que la culpa la tuvo aquel aire enloquecedor, que inexplicablemente sigo echando de menos, como los pobres sioux debieron añorar las praderas de su infancia, aquel mar de hierba teñido de sangre, los búfalos de hocicos humeantes bajando de las colinas... Por las mañanas yo veía fábricas que se caían a pedazos desde la ventanilla del tren y pensaba que solo el viento golpeaba los cristales sin importarle la desesperada soledad de los clavos. La herrumbre, como una viuda despechada, se dejaba abrazar por él, y hasta los viajeros fortuitos, mientras oían sus aullidos, guardaban un silencio maravilloso.

martes, 21 de diciembre de 2010

Feliz Navidad (versión Tim Burton)

Creo que agradeceré siempre su llanto y el elocuente responso del cura. El rostro sollozante de las mujeres y el silencio respetuoso de los mayores. Incluso que hayan depositado sobre mi tumba un puñado de flores frescas. Pero cuando nadie quede aquí, cuando se haya evaporado el crujido del último carruaje, lo que pronto sabrán es que festejaré, con las mandíbulas sedientas, que me hayan enterrado vivo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Carta del viejo

Me tengo que ir, tengo que dejarte para siempre, aunque no sepa dónde marchar con este cuerpo desahuciado. Ayer mi di cuenta de que nunca amaré a nadie como te he amado a ti, con el mismo vértigo y la misma pasión. Sin falsas galanterías, sin lujurias furtivas, sin desfallecimientos o rutinas domésticas. Como un hombre que viene caminando por el hielo durante horas y encuentra una casa con el fuego encendido. Tú has sido esa casa. O como aquel a quien arrojan a la noche y halla una luz en medio de las tinieblas. Tú has sido esa luz. Por esa razón he de irme, arrastrar mi maleta, marcharme. Esta mañana me levanté aturdido y advertí que no recordaba tu nombre: fue como despertar en un pozo negro, como asomarme de golpe a un abismo. Como si un relámpago negro me hubiese retorcido el alma. ¡Tu nombre! ¡Mi rosa, mi adorable amor! ¿Cómo pude haberlo olvidado, así fueran unos tristes, efímeros minutos? No sé qué diagnóstico le dan a este mal, a esta carcoma atroz, pero poco me importa. No permitiré que mis sinapsis, mis células, mi cerebro marchito me haga olvidar. Olvidar tu nombre, tu nombre, tu nombre, así lo exijan los dioses o los demonios. ¿No poder deletrearlo, renunciar a que mis labios lo pronuncien dulce, lenta, golosamente? Jamás aceptaré semejante vileza: la vileza de mi propio cuerpo, de mi decrepitud, de mi cerebro enfermo. Al paredón con el olvido y la muerte. Tatuaré tu nombre hasta ocupar el último rincón de mi piel y cuando me devore la oscuridad, cuando el olvido sea una serpiente enroscada en mi corazón, la estiraré para reírme de mis estragos. Por eso tengo que huir, por eso he de irme. Porque cuando mis ojos te miren y no te reconozcan, cuando eso deje de ser casual y momentáneo, seré el hombre más desolado del mundo. Y ningún consuelo, ninguna explicación médica ni religiosa conseguirá revocarlo. Prefiero partir ahora, cuanto antes, a pesar de la incomprensión y el estigma...cuando aún puedo asociar tu nombre, Raquel, al primer beso que me diste.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Los ojos de los niños

Algunos días, cuando salgo del curro, paso junto a un colegio cuyo patio linda con la acera que atravieso para llegar a casa. Suele estar vacío, pero en ocasiones - no sé si por un imperativo docente que se me escapa - está colonizado por una turba de niños que llena el aire con una algarabía increíble. El espectáculo que ofrecen es memorable y a la vez abrumador: corren enloquecidos unos, se suben a chepas ajenas otros, se quedan ensimismados en las esquinas algunos y se agarran a las faldas de sus maestras los que apenas levantan tres palmos del suelo. A pesar de que un puñado de ellos va forrado hasta la coronilla (convertidos por sus madres en polichinelas de trapo), la mayoría persigue luciérnagas invisibles en mangas de camisa. En estos días gélidos y novembrinos, tanta temeridad le deja a uno con la cara pasmada. De un tiempo a esta parte, sin embargo, vengo pensando que los niños no son de este mundo. Podría parecer que lo digo en sentido mefistofélico, como si se tratase de una invasión marciana, pero por desgracia no es así. Más bien da la sensación de que los hubiésemos raptado de un país donde dormían soberanamente y ahora intentasen despistarnos con su sobresalto perpetuo. Incluso cuando se detienen parecen absortos en un pasado remoto, una frontera donde los sueños tienen una lógica inviolable. Nos toleran porque no les queda más remedio, pero guardan en sus bolsillos guijarros acuñados en otro planeta. Por eso, cuando nos paramos para saludar a una madre joven, y yo me agacho para ver al niño que sueña - pues no están sólo dormidos -, siempre rezo para que abra de golpe los ojos. Los ojos de los niños son caramelos de fiebre que a mí me gustaría guardar bajo los párpados cuando me entran ganas de llorar.