miércoles, 28 de diciembre de 2011
Las avispas furiosas
domingo, 18 de diciembre de 2011
Es verdad
viernes, 9 de diciembre de 2011
Best-seller
Hubo una época en la que leía novelas de mil páginas, guerra y paz, la montaña mágica, los papeles póstumos del club pickwick. Como un explorador ávido bajo una lámpara de carburo, tumbado en un catre duro y angosto. Se supone que ahora debería afrontarlas con ese aplomo reflexivo que otorga la madurez, pero en su lugar busco lecturas fugaces, fragmentos irrepetibles, como un adolescente pajillero incapaz de controlar sus instintos más procaces. Lástima de no haber leído la biblia antes, la reina de las novelas-río. Tal vez lo peor sea saber que, si volvieses a leer aquella prosa abrasadora, mareante, inagotable de Henry Miller, no se te iba a poner igual de dura. Pálido y ojeroso en las noches turbias de tu juventud, caminando por el muelle con Moby Dick bajo el brazo. Qué le vamos a hacer, Miguelin, ahora ya solo escriben libros gordos los autores de best-sellers.
jueves, 1 de diciembre de 2011
No ha cesado
Fue reportero durante mucho tiempo y en su madurez sus fotos se requerían en publicaciones importantes. Elogiaban su carácter insólito y fresco, su capacidad de retratar el dolor de modo subversivo. A pesar de su fama, su soledad era para él un santuario. Un editor tenaz obtuvo su compromiso, no obstante, para una exposición. Se resistió hasta el último momento, pero finalmente se acercó a la ciudad. Le reservaron un espacio único, una sala estratégica y bien iluminada. Debía colocar sus fotos en una fecha y lo hizo la noche antes. Pidió que lo dejaran solo, sin ayudas, para utilizar su propio criterio. Quería elegir las más sublimes, las que agitasen el alma del público. Sin embargo, tenía que hacer un esfuerzo por volver a ellas, por recordarlas en su remoto origen. En realidad, nunca las había sacado en un catálogo. Eso le generaba, curiosamente, una poderosa inquietud. En sus fotos salían escenas anonadadoras, de un sufrimiento indescriptible. Y sin embargo, no había en sus encuadres ni un solo cadáver, ni una patera sucia o ensangrentada. Había otra cosa, una piedad terrible que procedía exclusivamente de sus ojos. Se pasó la noche mirándolas, cambiándolas de sitio, evocando los momentos en que había sido testigo de aquella crueldad. Lo encontraron por la mañana acurrucado, aferrado a sus fotos en un rincón. Parecía, el viejo fotógrafo, un proscrito. Las paredes de la sala, altas y limpias, seguían desnudas. Una joven le preguntó qué hacía allí. “El dolor no ha cesado – susurró -; todo esta mierda no acabará nunca”.
martes, 22 de noviembre de 2011
Noviembre
Después de varias semanas de plomo y nieblas, un atisbo de sol. Noviembre. El mundo está a punto de irse al carajo, pero hablamos una vez a la semana con Sara, mi chica romana, con sus ojos que, siendo azules, se oscurecen al otro lado del mar. ¿No estás muy pálida; comes bien?, le preguntamos. Son cosas de la videocámara, nos dice; yo miro su rostro como un hombre del neolítico, intentando que no se me note el asombro y la ignorancia. Los niños han dejado de jugar en los patios y las calles enmudecen. Voy dejando vaho en las ventanas, mientras pienso que todos los días se han convertido en lunes. Leo los periódicos de papel, porque creo que en ellos late una disidencia efímera. Noviembre. Mis padres regresarán dentro de poco, pero entonces tendré que evocar
martes, 15 de noviembre de 2011
Ceniza
Nos habituamos a ver la ceniza sobre las hojas, las lombrices, los caracoles del jardín. Caía con una suavidad de pequeños harapos, huidiza y morosa. Caía sorda y lánguidamente sobre las pizarras, sobre la colina, sobre el lecho turbio del río. Nuestros padres la llevaban sobre los hombros y se la sacudían en el umbral. Mamá decía que era como la nieve prematura que tapa los campos en otoño. Lo decía mientras separaba los visillos almidonados de su cocina. A veces las bolas de ceniza se ensanchaban y cubrían el sol. Cuando hacía viento zigzagueaban enloquecidas y nosotros jugábamos con ellas. Igual que las batallas de almohadas que celebrábamos en el desván. Un día madrugué mucho y fui con mi padre a la fábrica. Yo cabeceaba por el sueño y el cielo me parecía de papel. Después de cruzar la aldea, llegamos a las alambradas. No sé por qué me impresionó tanto aquel campo, sus bocetos helados de maleza. Había niños como yo, pero tenían la cabeza pelada. También hombres con un casco negro sobre los ojos. Los perros ladraban. Los barracones eran de una madera que tenía el color del regaliz. A la entrada, sobre un arco de hierro forjado, había una leyenda: “Arbeit macht frei”, El trabajo os hace libres.