martes, 31 de marzo de 2009

La mística de las tijeras

La mística surge de las cosas más banales. No es de extrañar que Santa Teresa levitara en su celda monacal, o viendo en el refectorio la cola de un ratón. Cuando yo era niño la gente comerciaba por las escaleras; abrías la puerta y te aparecía un tipo con salazones o barriles de miel al hombro. Los barberos también se instalaban con sus brochas y navajas en la cocina. El que venía a mi casa era un tipo calvo (¿por qué hay tantos peluqueros calvos?) y se ponía a mi espalda, mientras conversaba con mis padres. Era un gallego macizo, colorado, con la cabeza como una bola de hierro. El primer día me dio unos cuantos pescozones para garantizar mi inmovilidad y aprendí rápidamente que debía quedarme quieto. Pero para mi sorpresa, el muy cabrón seguía atizándome siempre, empleándose con especial saña en mis partes blandas: los lóbulos de las orejas, mi púber cuello lechoso, la sima virgen de la nuca. Me endosaba collejas y papirotazos constantemente, ante la mirada impasible de mis padres. Su sadismo, melifluo y doméstico, tenía algo de inmortal. Nunca se lo he contado a nadie, pero aquel barbero era Dios. Por eso, a pesar del tiempo transcurrido, sigo sintiendo alojado en el bulbo raquídeo el negro sentimiento de la culpa.

4 comentarios:

  1. Era un barbero en desgracia, caído del cielo, como si dijéramos, ¿no cree, señor Paz?

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  2. Y luego llegó el concurrido y enamoradizo Dani

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  3. Cómo nos marca la infancia, verdad? Hasta lo mas pequeño, lo mas banal, deja huella.

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  4. No se si mi testimonio abala lo relativo a la mística de las tijeras pero hay una leyenda urbana que dice que si a medianoche haces un círculo, pones una Biblia en el centro y unas tijeras y dices Verónica cinco veces, aparece Verónica y mueres. Lo haré porque Dios es calvo y entonces todo da igual.

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