Recuerdo la primera vez que oí la versión acústica que Sting hizo de su Roxanne en un concierto de Amnistía Internacional. De eso hace siglos. Me lo había grabado un colega en una cassette que yo colocaba en un reproductor jurásico que ponía sobre la mesa que utilizaba para estudiar, que en sus tiempos había servido a mi madre de superficie para su máquina de coser. Junto a la ventana abierta, que daba a uno de esos patios cerrados que se ven en las películas italianas, yo elevaba el volumen a tope y más de un vecino se asomaba a la suya en camiseta, no para celebrar aquella maravilla, sino para gritarme que estaba como una puta maza. Al caer la tarde, la voz de Sting sonaba con la turbia dulzura de un demonio triste, como un cuchillo entre aquellas fachadas llenas de tiovivos herrumbrosos. Un cuchillo hecho con esquirlas que explotaban como luz pura dentro de mi cabeza. Es igual que ahora la haya bajado de Internet y la escuche en golosinas tecnológicas de última generación. Nunca será lo mismo, y lo peor de todo es que esa música, ajena al paso del tiempo, es decir, de mi propia decrepitud, sigue sonando entre aquellas paredes, rebotando solitaria lejos de mí.
lunes, 29 de junio de 2009
jueves, 25 de junio de 2009
Miedo
Íbamos por la calle, la niña era muy pequeña y disfrutábamos del último día de vacaciones. Estábamos a finales de invierno, pero, como a veces suele ocurrir allí, hacía una noche templada. La gente abarrotaba las aceras y paseaba entre un flujo apacible de conversaciones y saludos corteses. De repente, un grupo de encapuchados salió de la oscuridad y, en un abrir y cerrar de ojos, arrojaron sus cócteles molotov contra la luna de una entidad bancaria. Las llamas se elevaron hasta alcanzar el primer piso de una casa, lo que provocó que sus propietarios saliesen de allí aterrados. Apenas se sentía respirar, nos quedamos inmóviles, atornillados a un miedo frío y paralizante. Por su constitución, los alborotadores eran críos, adolescentes ágiles y escuálidos que se desvanecieron con la siniestra nocturnidad de una banda de murciélagos. Algunos niños rompieron a llorar, la gente se desplazaba nerviosa. Lo de siempre, dijeron varios sin darle importancia. A mi espalda una voz tímida, tal vez la única entre la multitud, masculló: cobardes.
domingo, 21 de junio de 2009
Coyote
Hay quien pontifica que el universo se divide, esencialmente, entre creyentes y ateos. Por mi parte, y después de haber leído a Kafka, Wigtenstein, Spinoza, Descartes, Inmanuelle Kant, Kundera, Nietzsche, Arturo Uslar Pietri y a los eximios filósofos de la Escuela de Frankfurt, he llegado a la conclusión de que en el mundo existen dos tipos de personas: los que celebraban cómo el inefable Correcaminos conseguía zafarse de las trampas del Coyote y los que lamentaban que ese piojoso depredador no acabara comiéndoselo. Yo estoy entre los segundos.
miércoles, 17 de junio de 2009
Crash
Cuando saqué el carné de conducir, me sentí el tipo más orgulloso de la ciudad. Eso no tuvo nada que ver con que esa tarde mi padre sortease la muerte, frenase en el arcén y, por alguna razón inexplicable, nadie nos golpeara por detrás. Los coches se precipitaban enloquecidos, en un estruendo imparable, como si un mago siniestro los fuese metiendo dentro de un sombrero gris. Bajé del coche con las rodillas temblorosas, oyendo los gritos de socorro y viendo, tras las lunas, las caras absortas y ensangrentadas. Sé que suena cruel, pero más tarde, lejos de allí, no pensé que aquella calma de hierros calcinados tuviese que ver con la tragedia, o con la suerte esquiva, sino con la inagotable y tenaz estupidez del género humano.
domingo, 14 de junio de 2009
Fantasmas
Un desorden invasivo, repentino, hecho de virutas de papel y lencería. La Educación Sentimental y La Señora Dalloway abiertos a la vez sobre la mesa del salón. Llamadas. Cuentas de correo prefiguradas con otros nombres. Perfumes exóticos, pañuelos desconocidos, enormes zapatillas con narices y orejas perrunas. Llamadas. Episodios de sonambulismo que dejan a su paso teles y bombillas encendidas. Sutil y gradual desaparición de onzas de chocolate. Camas sin hacer a las dos de la tarde. Llamadas. Gruñidos e ironías a la hora de la cena. Un séquito de frascos, cintas, agendas, bolis y papelitos esparcidos por la casa. El ordenador ocupado hasta horas intempestivas. Más llamadas. La sensación de que un intruso gobierna tu espacio doméstico. Asombro después de tanto tiempo y, sobre todo, saber que echarás de menos estas cosas cuando se vuelva a marchar.
miércoles, 10 de junio de 2009
Delirio
Hay pelos entre las teclas de mi ordenador. No es que tengan mucha importancia, pero al intentar quitarlos, golpeo teclas al azar y salen frases aparentemente ininteligibles, que me apresuro a suprimir. Se impone, supongo, escribir algo con sentido, incluso con cierta servidumbre estética. Sólo son remilgos. Lo que de verdad me apetece es verter sobre la pantalla cualquier barbaridad, ocurrencias malsanas y absurdas. Me contengo por respeto a un lector invisible. No sé si merece la pena. ¿Hay alguien al otro lado? Pero, quién es.. ¿no es esto como escribir desde una celda sin testigos? A lo mejor de ahí proceden los ataques de éxtasis de Santa Teresa. Enciendo un cigarrillo y observo una pantalla virgen, que no consigue expresarme nada. A lo mejor todo es falso. O quizá sea que la luz del cielo se parece a las tardes en las que respiraba un aire helado junto al mar. De eso hace mucho, parece que hayan transcurrido siglos. He soñado que daba la mano a muchos desconocidos, personas que merecía la pena conocer. Me pregunto si la vida les provoca cuando se emborrachan el mismo dolor dulce e insoportable. Pero en todos los casos, lo que me sugiere, lo que me confiesa el corazón, es que al final siempe estamos solos. Solos. Me levanto y, sin más excusas, me voy.
viernes, 5 de junio de 2009
Hoteles
Hoteles con cabeceras de latón y azulejos desconchados, hoteles turbios, apolillados, sucios como vértebras polvorientas en el osario de la ciudad; hoteles donde una portera sonámbula y pintarrajeada te despierta a las tres de la mañana, pensando que son las ocho y media; el hotel donde el conserje se equivoca de habitación y creyéndola libre pilla a mi amigo jodiendo y el pobre hombre, con impremeditada coherencia, exclama: “¡Está ocupado!”; pensiones donde follas durante coitos interminables, pero no por un plus de virilidad, o porque recuerdes las erecciones insensibles de Henry Miller, sino porque no te concentras, oyes el lamento de las tuberías, te acuerdas del tipo de recepción, no tenía cuello, su cráneo era puntiagudo, parecía el proyectil de un mortero vietnamita; hoteles en Francia con un retrete empotrado en un paño de la pared; un hotel en Escocia que daba, melancólicamente, a una bahía de fantasmas y náufragos; hoteles heroicos, arrabaleros, troskistas; pensiones con jofainas desportilladas y cucarachas lustrosas; hoteles de pasado trágico, con olores moribundos, rancios, almizcleros, imposibles de tolerar; hoteles decrépitos de sábanas apelmazadas; y por supuesto el Parador de Baiona, al que fuiste gracias a un premio literario, y donde te sentiste como un marqués, mientras saboreabas frente al mar el mejor gintonic de tu vida.
martes, 2 de junio de 2009
El nadador
Cuando aquel médico con barba de derviche somalí me dijo que tenía la columna torcida y que, salvo que nadase como un descosido, tendría que colocarme un aparato ortopédico, yo aún no había leído El nadador, de John Cheever. Tenía quince años, así que la opción de pasearme con un collarín delante de las chicas del instituto fue rápidamente descartada en favor de la piscina olímpica: empecé haciendo media docena de largos, pasé a quince, luego a veinte, y al cabo de un año me comía ochenta diarios. La columna se enderezó, mis espaldas se ensancharon y, como efecto rebote, se acentuó mi misantropía. Sin saberlo, estaba en las páginas de Cheever y me había convertido en un nadador solitario, que procuraba meterse en el agua a horas en las que no había público. No siempre lo conseguía. A veces llegaba un grupo de descerebrados que, viendo a la socorrista, se dedicaba a hacer payasadas y me impedían nadar con calma. Aquel día tuve que salir antes y mientras me secaba el pelo vi cómo la turba de mamelucos invadía los vestuarios. Uno de ellos asomó el pie desnudo bajo la puerta y, sin pensármelo dos veces, me giré y se lo aplasté con ahínco. Oí como un chasquido y luego un aullido feroz, bestial, que resonó igual que un violín desquiciado a lo largo del pabellón. Acabé de secarme el pelo y al salir me crucé con la socorrista, que me miró asustada. “¿Has oído el grito?”, me preguntó. La verdad es que era una preciosidad. Moví negativamente la cabeza y componiendo la mejor de mis sonrisas, abrí la puerta y salí.
Ese cuento que he nombrado de Cheever, por cierto, es uno de los mejores que he leído en mi vida.
Ese cuento que he nombrado de Cheever, por cierto, es uno de los mejores que he leído en mi vida.
Sombras enamoradas
Debe ser una manía, pero nunca miro hacia atrás cuando salgo de la habitación de un hotel. Aquella vez lo hice y me pareció que las sombras que cubrían las paredes seguían enamoradas. Estaba oscureciendo. No quise que me acompañara a la estación. Los andenes tenían un aire furtivo, como esas hojas desdibujadas por la lluvia en el vacío esplendor de un parque.
lunes, 1 de junio de 2009
El volumen que ocupan los sueños
Es casi una imagen tópica en la juventud: estábamos tumbados en la playa, a punto de ver amanecer, después de una larga noche de risas y copas. Todo es fascinante y dulce en esos momentos. Yo me perdí el espectáculo de los cielos ensangrentados y me quedé profundamente dormido. Cuando me desperté, los demás estaban en la orilla – me pareció que tremendamente lejos -, y chapoteaban en pelota picada. Me imaginaba la espuma salada lamiendo sus cuerpos y pensaba que allí rondaba la felicidad. Me levanté y me fui en dirección contraria. Tenía el vago recuerdo de haberme enamorado, unas horas antes, de una chica pecosa que vendía helados de yema y chocolate junto al mar. No encontré el puesto ni a la ninfa, pero al llegar al hotel, había un puñado de conchas y estrellas sobre las sábanas de la cama. Desde entonces, siempre imagino que los sueños son unos tipos rollizos que empiezan su actividad saliendo misteriosamente de las casetas de las heladerías.
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