No me explico cómo se matriculó Krug, hijo de un industrial próspero, en un instituto ruinoso como el nuestro. Era un tipo esbelto y delicado, a quien los demás tildaban de libélula o maricón. Él lo llevaba con amargura, como yo detestaba que los cachas de clase se burlaran de mi obesidad. Un día, mientras nos explicaban la Tipología de Kretschner y matizaban las características de los pícnicos – hombres gruesos y cuellicortos, de abdomen abultado -, Krug soltó: “Vamos, como Mikel” lo que, para su regocijo, provocó la hilaridad general. Yo lo negué categóricamente, pero lo que más me dolió no fueron las carcajadas, acompañadas de mohines simiescos, sino la mirada compasiva, ay, de algunas chicas. Pasaron un montón de años y me tropecé con Krug en un tren. Yo había cambiado, pero él seguía teniendo la misma planta de bachiller boquirrubio, ni un rastro de estigmas viriles. Me senté frente a él y saqué un libro del bolsillo, sin darle siquiera los buenos días. Había más pasajeros, pero nos reconocimos nada más subir. Durante parte del viaje noté que quería dirigirme la palabra, pero yo continué leyendo impávido. Que te jodan, pensé. Iba solo y tuve la impresión de que, como antaño, su soledad era dura e indescriptible. Salí del vagón sonriendo, caminando por el andén con aire victorioso. No supe más de Krug, de su mirada esquiva y frágil. Siempre que paso junto a una estación de trenes me pregunto, atormentado, qué habrá sido de él.
martes, 27 de enero de 2009
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No deberíamos hacer nada q después nos atormentara... pero, cómo saberlo?
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