Mi psiquiatra me sugiere que debo practicar el distanciamiento, imagino que mental, sobre aquellas cosas que me preocupan. No las ha enumerado, las cosas me refiero, pero yo creo que alude a mi sobrecarga laboral, las reuniones de la comunidad de vecinos y el contacto con amplios segmentos de lo que se conoce como raza humana. Mi psiquiatra es un hombre de palidez cerosa, aire concienzudo y gestos mesurados. Tiene un crucifijo en la mesa, lo que me produce cierta inquietud, pero no por mi agnosticismo, sino porque yo sigo creyendo – sobre todo, en los sepelios íntimos - en un Dios de Barba Blanca (con mechones color calabaza) que desata tempestades y fractura piedras bíblicas con los puños. De lo que se trata, en cualquier caso, es de que mi psiquiatra me dé algo para favorecer ese distanciamiento, y mientras le miro extender recetas – con una caligrafía quirúrgica y comprimida -, confío en que me prepare un cóctel adecuado, una mixtura que no se reduzca a la típica dosis de prozac y benzodiacepinas. Y parece que sí, que esta vez recurre a drogas de última generación (una expresión equívoca, que haría pensar en pócimas medievales) y cuando llego a casa, casi antes de desempaquetarlas y engullirlas, ya estoy notando los efectos, cáspitas, ese desapego del que me hablaba, un subidón (precisamente para distanciarme mejor) nebuloso y sutil, y sólo me queda agradecer a la ciencia y a las farmacéuticas que explotan a los nubios y los pigmeos su fantástica aptitud para fomentar mi bienestar y endulzar el sabor a ceniza que tienen las cosas. Las cosas que me preocupan. Sobre la mesa, con una sintaxis quirúrgica y comprimida, los prospectos infinitos describen minuciosamente sus efectos secundarios: caída del cabello, tendencia al ostracismo, disfunción eréctil.
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