sábado, 24 de enero de 2009

Estupor y temblores

J.M. era, sin excusa posible, un hijo de puta. Un profesor despótico y siniestro que, además de asfixiarte en el aula, graznaba en tus peores pesadillas. No sé si lo habrán enterrado, pero en aquella época se hubiese necesitado un ataúd estimable, uno con goznes flexibles para alojar su panza de percherón. Su envergadura, a pesar de no pertenecer a la Orden, recordaba a la de esos frailes membrudos de las abadías sajonas, y se proyectaba sobre nosotros – especialmente sobre nuestras nalgas – con puntapiés feroces. Era el tutor de mate, y el de gimnasia, y al final de cada trimestre nos hacía formar una fila humillante. “Ustedes son una mierda”, les decía a los que, por sus notas, estaban en la cola. Los que iban en cabeza recibían su merecido después, en los ejercicios del potro, dejándose los piños en un patio de hormigón. Fue Vega, con su aire conspirador, el que apareció con su teléfono. Le vamos a llamar de todo, escupió triunfal. Nos congregamos en mi casa y elaboramos una lista de insultos. Hacía un mes que habíamos finalizado las clases, era un domingo dorado de julio. Soplapollas, casposo, mamón, rata, caraculo, puerco, comepichas, agregué yo. Nos empezamos a desternillar mientras pulsaba las teclas del teléfono. Yo estaba tan ansioso que no me lo podía creer, me fui a otro cuarto sofocado por la risa. Vega tuvo tiempo de vomitar el repertorio íntegro, incluyendo barbaridades de su propia cosecha. Yo me imaginaba a J.M. al otro lado del hilo, alucinado, rabioso, enrojecido por una ira cósmica. Las carcajadas eran bestiales, me tapaba la boca por puro bochorno. Cuando acabó, Vega se puso a dar brincos por la casa, gritando ¡cabrón, cabrón, trágate esa! Luego localizó a los demás, que suspiraban y lloraban saciados. Cuando llegaron a mi habitación, me encontraron debajo de la cama. No sé si lo notaron, pero estaba temblando de miedo.

1 comentario:

  1. Yo tuve mucha suerte, porq mis monjas eran modernas, respetuosas y hasta progres. Me enseñaron a pensar, y nunca podré sgradecérselo bastante.

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