En el segundo año de universidad tenía fama de ser un tipo bohemio e ingenioso que, entre otras aficiones exquisitas, leía profusamente a Marcuse. Tanto leí a este último que acabé por dejar medio curso para setiembre y cuando llegó el verano mis padres se fueron a disfrutar del sol y yo me quedé solo en casa. Empecé a ir a un hotel que estaba al lado del Puente Colgante, un inmueble que en tiempos había hecho gala de un fino esplendor y ahora exhibía su decadencia anunciando los menús en un pizarrín y dejando cuartearse los estucos del techo. Si estabas dispuesto a sentarte en una mesa corrida y compartir el menú con otros clientes, te hacían un descuento sustancial. La mesa se llenaba de comensales variopintos, aunque el único joven que acudía regularmente era yo. Había pescadores, vagabundos, pensionistas asmáticos y hombres solitarios y gordos (ni una sola mujer). El vino era peleón y a veces salía de allí con los ojos bizcos y los sesos encharcados. Alguna de las historias que contaban aquellos tipos eran realmente espeluznantes; otras poseían una pátina de inverosimilitud. Cuando llegó setiembre dejé de verlos y mi dieta mejoró ostensiblemente. El primer día de clase, rodeado por una docena de estudiantes, les narré mi experiencia, pensando que el mío había sido un verano irrepetible. Las chicas me miraron como si fuese un anormal y los varones se rieron por lo bajo. Seguí leyendo a Marcuse, pero nunca recuperé mi prestigio de joven ingenioso y bohemio.
miércoles, 15 de abril de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Todos los q antes fuimos "raros" lo seguimos siendo. Tampoco es malo. Ni bueno. Es lo q hay.
ResponderEliminarEstimado Miguel, espero que te alegre saber que hoy, en la presentación de "El canadiense", me he permitido recomendar este blog, tan lírico y canalla a la vez. Un abrazo.
ResponderEliminar