La primera vez que ella posó su mano sobre la mía (debía haber sido al revés), estábamos en Tercero de BUP y reaccioné poniéndome rojo como la grana, como el capote de un torero, como un tomate maduro, como el sol que se oculta en julio entre las Montañas Rocosas, es posible que hasta como un pimentón. Tuve en aquel momento varias alternativas, (incluyendo la sonrisa cómplice o entrelazar mis dedos con los suyos), pero como un timorato, creo que opté por levantar la mano a la carrera y tragar una densa, qué digo densa, viscosa bola de saliva.
He de pensar que ella encontró encantadora mi timidez, porque semanas después prolongábamos nuestros paseos a la salida del instituto, buscando la forma en que la distancia que separaba nuestros portales se hiciese lo más larga posible (contradiciendo, de paso, los principios y las leyes insobornables que en aquellos mismos meses nos estaban inculcando en la clase de matemáticas).
Supongo que no debí empezar a hablarle de vino. Concretamente del vino que mi padre, gracias a sus contactos con un amigo que trabajaba en el Puerto de Bilbao, obtenía de contrabando para sacarse unos duros. En realidad era vino de Rioja con destino a Southampton, del que, misteriosamente, siempre desaparecían en el muelle unas pocas cajas. Era un reserva excepcional, que yo probé un domingo por primera vez en mi vida, pese a las protestas y recelos de mi madre (ah, las madres, siempre velando por nuestros hígados e intestinos, como si en su amor por nosotros se deslizara cierta admiración por la casquería). El caso es que beber de aquella copa fue como descubrir un mundo nuevo, no sólo de sensaciones aromáticas, sino de ensoñaciones, de opulencias suaves y prometedoras: mejor que cualquier porro, mucho mejor, desde luego, que el vino de mesa que habitualmente tomaba mi padre y que yo ignoraba con desdén.
Le hablé, pues, de aquel descubrimiento a la chica que paseaba junto a mí, con su pelo negro como el carbón rozándole la cintura, y después de que escuchara atentamente mis palabras, mi tibia explosión de éxtasis enológico, se paró en la acera y, con sus hermosas pupilas brillantes clavadas en mi cara, me espetó “Pero, ¿qué estás diciendo?”, y en ese instante supe que la había perdido para siempre, que ya no volvería a oír su dulce voz de alondra y que mi imagen de joven tímido y dulce había pasado a convertirse súbitamente en la de un perverso Mr Hyde.
Por eso siempre me han gustado las mujeres que disfrutan con una copa de vino y que te cogen de las manos cuando les das lumbre para que enciendan un cigarro.
He de pensar que ella encontró encantadora mi timidez, porque semanas después prolongábamos nuestros paseos a la salida del instituto, buscando la forma en que la distancia que separaba nuestros portales se hiciese lo más larga posible (contradiciendo, de paso, los principios y las leyes insobornables que en aquellos mismos meses nos estaban inculcando en la clase de matemáticas).
Supongo que no debí empezar a hablarle de vino. Concretamente del vino que mi padre, gracias a sus contactos con un amigo que trabajaba en el Puerto de Bilbao, obtenía de contrabando para sacarse unos duros. En realidad era vino de Rioja con destino a Southampton, del que, misteriosamente, siempre desaparecían en el muelle unas pocas cajas. Era un reserva excepcional, que yo probé un domingo por primera vez en mi vida, pese a las protestas y recelos de mi madre (ah, las madres, siempre velando por nuestros hígados e intestinos, como si en su amor por nosotros se deslizara cierta admiración por la casquería). El caso es que beber de aquella copa fue como descubrir un mundo nuevo, no sólo de sensaciones aromáticas, sino de ensoñaciones, de opulencias suaves y prometedoras: mejor que cualquier porro, mucho mejor, desde luego, que el vino de mesa que habitualmente tomaba mi padre y que yo ignoraba con desdén.
Le hablé, pues, de aquel descubrimiento a la chica que paseaba junto a mí, con su pelo negro como el carbón rozándole la cintura, y después de que escuchara atentamente mis palabras, mi tibia explosión de éxtasis enológico, se paró en la acera y, con sus hermosas pupilas brillantes clavadas en mi cara, me espetó “Pero, ¿qué estás diciendo?”, y en ese instante supe que la había perdido para siempre, que ya no volvería a oír su dulce voz de alondra y que mi imagen de joven tímido y dulce había pasado a convertirse súbitamente en la de un perverso Mr Hyde.
Por eso siempre me han gustado las mujeres que disfrutan con una copa de vino y que te cogen de las manos cuando les das lumbre para que enciendan un cigarro.
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