La mayoría de las empresas y las comunidades de vecinos acaban por convertirse en nidos moralmente apestosos, llenos de tensiones y actitudes hipócritas, cuando no de enemistades y fricciones cristalizadas con una abnegación digna de mejor causa. Lo peor de la raza humana va surgiendo en la larga fila de días en que las personas se encuentran en el ascensor o en los pasillos, mirándose de reojo, poniéndose zancadillas virtuales (siempre hay algún audaz que empuja a la ancianita en silla de ruedas escaleras abajo) o largando vilezas en la pausa del café acerca de tal o cual compañero. El aire, como se suele decir, puede volverse irrespirable, y se dan casos de vecinos que aporrean las puertas de madrugada y de profesionales que dejan notas secas y amenazadoras en el frontispicio del ordenador. Así van pasando las semanas, lentas e insidiosas, formando una pelusa pegajosa y enorme que evoca esas madejas de hierba seca que son impulsadas por el viento en las películas del oste. La gente se alarma cuando ve la formidable cantidad de conflictos bélicos que se despliegan en el mundo, pero lo misterioso es que no haya más, muchos más, que no se tire de bayeta y munición en los arrabales que rodean nuestras propias ciudades. Si lo piensan bien, a poco que nos dejan, enseguida intercambiamos insultos a bordo de nuestros coches y la línea que separa la actitud cívica de la agresión petulante es más fina que el cabello de un niño. Hay que hacerse a la idea de que muchas personas, en numerosas circunstancias, se convierten en verdaderos gilipollas y que mires donde mires cada día parecen más: por insensibles, por ególatras o por majaderos, pero infinitamente más. Ese es el horizonte que te espera en la madurez y el espejo en que se reflejará una parte de tus actos cada mañana. No queda otra que envejecer presintiendo que el mundo se va llenando de culos y bocas que hablan sin pensar (a veces más las segundas que los primeros) y que llegado el momento de la verdad, cuando sepas que las cosas importantes son realmente dos, lo mejor que puedes hacer es irte a una isla y arrojar el puto teléfono móvil y el televisor a la basura, si es posible en un punto de reciclaje, y sino a las puertas de un cuartel, que ahí persisten alzados, para recordarnos que los mosquetones y las balas trazadoras siguen siendo el negocio más próspero y rentable que, con nuestra connivencia silenciosa, siguen manejando toditos los gobiernos del mundo.
martes, 2 de marzo de 2010
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