viernes, 26 de marzo de 2010

Leteo

Cuando llegué a León no conocía a nadie y un puñado de años después había sido adoptado por los miembros del Club Leteo, un grupo de jovenzuelos que cultivaba la literatura y la poesía con la desfachatez libertaria de quienes echan azufre en las azaleas de los jardines públicos y tiñen de rojo el pubis de sus chicas en las noches de luna llena. Me publicaron mi primer libro de relatos una tarde lluviosa, me acogieron en reuniones que tenían algo de clandestino (yo siempre llegaba el primero, cosas de la edad, el lugar de las citas era un piso desconchado que olía a ceniceros de latón y sudor frío) y llegaron a otorgarme honores de secretario, cargo que ostenté efímeramente, acaso por mi costumbre decimonónica de levantar actas y exigir puntualidad, o me temo que por nuestras agrias discusiones literarias, donde todos esperaban que el otro cediese, normalmente por la vía del sarcasmo, el desprecio o la petulancia. Hubo incluso una foto en grupo (con aire de rokeros a punto de despellejarse tras editar su último y despampanante disco) en un periódico local y allí, para quien sea adicto a hemerotecas, se puede palpar la templanza irónica de Sergio, la discreción taimada de Torices, el aire de querubín diabólico de Saravia, el hermetismo esdrújulo de Arce, la genialidad huidiza de Yago y el aspecto de manager trasnochado del que esto escribe. Nacho, como siempre, no estaba. El caso es que durante un tiempo escribimos juntos en una web inolvidable, http://www.clubleteo.com/, en la que todavía se pueden rastrear las cenizas gloriosas de algunos relatos prodigiosos y en la que, ignoro la causa, yo inauguré una sección llamada Libro de Necrológicas. Quizá porque siempre me fascinaron las últimas palabras del gran Rabelais, “¡Que baje el telón, la farsa terminó!; o la ironía de Marlene Dietrich en su lecho de muerte ante las barbas de un clérigo imprudente: “¿De qué voy a hablar con usted? ¡Tengo un encuentro inminente con su jefe!”. Aunque puede que alguna vez, en aquellas necrológicas soñadas, me inspirase también algo menos pirotécnico, acaso la prosa sucinta del último y solitario verso que hallase su hermano en el gabán de Antonio Machado: “Estos días azules y este sol de la infancia”.
Y a eso creo que se pareció mi paso por Leteo: a una ensoñación, a la nostalgia de las cosas que nunca sucedieron, como cantaba Sabina.
Porque no sé si lo he dicho: todos esos muchachos, a su manera, eran, son unos genios.

2 comentarios:

  1. Ha-Ha-Ha. Qué cabrón más mentiroso!

    (al menos, en lo que me toca)

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  2. Las cosas desde Oriente se ven cabeza abajo, je, je

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