Yo me casé con calcetines blancos. Creo que ahora, al igual que los vinilos y la moda vintage, se estila su uso entre algunas tribus iconoclastas, pero sigue siendo, canónicamente hablando, una elección de indudable mal gusto. Con el dinero de una beca, mi madre me llevó a las Siete Calles de Bilbao y allí un sastre de postín, de los de chaqueta cruzada y modales de cónsul inglés, me endosó un traje, cito textualmente, “sobrio pero de aire deportivo”, que me tiraba de la sisa. Llegamos tardísimo de hacernos las fotos (no hablaré del patetismo surrealista de aquella sesión) y aunque los comensales saludaron nuestra entrada con una salva de aplausos, también hubo silbidos y voces estranguladas por el muermo de la espera y la embriaguez. La cólera de los comensales fue rápidamente mitigada con un festín de viandas, donde no faltaron bombones regados con cuantró y terciopelos culinarios que hubiesen desencajado al mismísimo Ferrán Adriá. Hubo cantos regionales, tipos con la corbata en la frente, rostros congestionados…bailamos el vals entre un coro de gritos simiescos y el humo ferroviario de las farias que había comprado mi padre a un estanquero de Sestao. De aquel espectáculo aberrante recuerdo una foto con mis abuelos, y a mi madre, que insistía en doblarme correctamente los puños de la camisa, que yo llevaba groseramente arremangada. No pudo acudir mi tía Celia, a la que había picado una víbora. A pesar de la reticencia de mis padres y suegros, que al fin y al cabo eran los que pagaban el ágape, invité a un primo lejano de sesenta años, que había conocido apenas unos meses antes, pero que me había caído simpático porque de joven había curado un catarro tomándose de golpe un frasco de jarabe para la tos. Como les suele ocurrir a los novios, pendientes de atender cortésmente a los invitados, apenas probamos bocado y al anochecer nos metimos en un bar cutre a devorar unos huevos fritos. La mayor parte de los jóvenes se diseminaron por los pueblos adyacentes y prácticamente nos dejaron tirados. Imagino que alguno acabó en una casa de putas, porque de aquella no había despedidas de solteros. Al día siguiente mis padres se quedaron media hora en un cruce, desconsolados, convencidos de que su primogénito había cometido una locura.
No viajamos a ningún paraíso tropical porque no teníamos ni un puto duro. En realidad, ni siquiera fuimos de luna de miel.
La mañana de la boda, antes de la ceremonia, se había levantado un viento húmedo y lluvioso, a pesar de estar a primeros de julio. La iglesia era una ermita pequeña y helada. Imagino que algunas vegijas se resintieron de un modo violento. Por supuesto no hubo limusinas, ni coches de lujo y ella se trasladó en un seat horizon con asientos de plexiglás.
Éramos dos críos.
Cuando la vi bajar, con su vestido blanco, me pareció la chica más guapa de la tierra.
Qué bonito haces que se me salgan las lágrimas.
ResponderEliminarTus primos tampoco pudieron ver tus calcetines blancos