Regresa al nido de vez en cuando y en una de esas cenas con amigos que han tenido su prole rebasados los cuarenta, te vuelve a oír la historia cien veces repetida de que siendo bebé nos robaba el sueño, su llanto inconsolable y nocturno, las mecedoras insomnes donde intentabas adormecerla estérilmente y ves que pone cara de resignación, los padres tenemos un sexto sentido para ser despiadados, para evocar con fruición el sacrificio de los pañales y las papillas, las tardes lluviosas en los parques con tiovivos y caballos de madera, hay que ver la de horas que pasé contigo, le dices, y menos mal que comías bien, y que había médicos sin remilgos para explorarte la garganta, que no abrías la boca ni por casualidad, y las vacunas, y los cumpleaños ruidosos e interminables, pero en el fondo lo que quieres contarle es otra cosa, lo que quieres confesar es que te gustaría volver a su niñez, a tu juventud, aunque sólo fuera para ver cómo perseguía una hormiga con unos dedos minúsculos y unos ojos asombrados, para contarle cien veces aquel cuento extraño de los Hermanos Grimm, porque el cuento al final acababa siendo un mapa donde los dos os perdíais sin saber muy bien cómo, en un otoño donde la luna giraba como la cabeza de una lechuza por el cielo, y según pasa la tarde y se extingue la velada, lo que te viene a la mente son otras cosas, que a sus veintiún años la sigues echando enormemente de menos, que lo que te gustaría decirle, en realidad, es que no tenga miedo a nada, ni a la angustia ni a la tristeza, absolutamente a nada, porque es prodigiosamente libre, y tiene una luz que la acompañará siempre, la misma luz que se derrama sobre otras mujeres jóvenes, a lo mejor una chica finlandesa que mira aburrida por la ventana de un invierno que le parece eterno, o la de una muchacha que viene de recoger agua desde un pozo lejano, esa luz no la tenemos nosotros, los hombres irritables y fatigados, los padres que van acumulando escombros en el corazón, decepciones en la espalda, preguntas sin respuesta, y que cuando ven retornar a los hijos, en esos autobuses que parecen carrozas pesadas y cansadas, sienten que merece la pena seguir limpiando las ramas del nido, despojarlas de impurezas, darles un poco de pintura, como hacen los pescadores retirados con sus barcas, que las cuidan con una tenacidad inexpugnable, aunque ya naveguen sólo en las noches templadas, por la sencilla razón de que si ven a sus hijos caminando por la playa, haga viento o llovizne con furia, izarán de nuevo las velas blancas y saldrán con ellos a la mar.
domingo, 7 de marzo de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Qué bonito, Miguel! Me lo puedo llevar a mi blog? Citando autor, claro. Espero q me digas.
ResponderEliminarSin problema!
ResponderEliminarGracias, me lo llevo. :)
ResponderEliminarGracias papá.
ResponderEliminarPues me temo que llevas razón, Miguel, y además lo cuentas lindamente.
ResponderEliminar